Varios ordenadores, dispositivos para acceder a internet / FREE IMAGES

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Letras

Lo que es mejor no saber

No tiene nada de raro que los barones de Silicon Valley no permitan a sus hijos el uso de internet más que en lapsos de tiempo muy limitados

8 diciembre, 2019 00:00

Cualquiera que use habitualmente el ordenador habrá observado con preocupación la gran oferta de distracciones que este prodigio pone a su disposición al conectarle a la red prodigiosa. Ciertamente, quien le pusiera el nombre de “red” acertó plenamente, porque uno queda fácilmente enredado en sus prodigios infinitos, como un pobre pez al que los pescadores extraen del agua para matarlo por asfixia en la cubierta del barco, entre muchos otros desdichados. Y luego comérselo. Es preciso, si no se quiere perder el tiempo, establecer una disciplina defensiva y no dejarse llevar a la lectura de noticias nimias o curiosidades que carecen de interés verdadero y potencia transformadora.

No tiene nada de raro --y ésta sí que es una noticia que tiene interés-- que los barones de Silicon Valley no permitan a sus hijos el uso de los ordenadores más que en lapsos de tiempo muy limitados: precisamente ellos saben bien la potencia dispersiva que encierra el aparato mágico de la pantalla. Si uno no sabe ponerse filtro es un niño, y conviene que alguien que vele por él se lo ponga.

Sobre esto, recuerdo una estupenda charla de Carlo Ginzburg en Barcelona a la que ya me he referido alguna vez; en un momento dado le preguntaron si conocía, si le interesaba, si le gustaba no recuerdo ya qué autor; su displicente respuesta fue: “No lo conozco y no me gusta”. Entendí perfectamente lo que quería decir con ello: no dijo “no lo conozco y no me interesa”, sino que dio ya como a priori que aquel autor desconocido no le gustaba. El tema no se podía zanjar de manera más lacónica y más palmaria. Ginzburg era consciente de que su tiempo estaba ya medido; tiene muchos intereses y no puede permitirse el lujo de desviarse de ellos para prestar atención a sugestiones ajenas de temas nuevos a los que no haya llegado él mismo por los caminos de su propio pensamiento.

Hay un aforismo justamente célebre de La Rochefoucauld que dice: “Hay tres formas de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe y saber lo que no debiera saberse”. Clarividencia la del moralista francés del XVII, cuando aún no existía la red.

Más tarde, Lichtemberg observaría algo en sintonía con él: “Creo que muchas de las mentes más grandes que han existido no leyeron ni la mitad de lo que hoy lee cualquier medianía intelectual. Sabían infinitamente menos cosas y entre nuestros sabios más ordinarios más de uno hubiera podido convertirse en una eminencia si no lo hubiera leído todo”.

He recordado estas sentencias paradójicas y provocativas al caerme en las manos el dato de la noticia más leída en la prensa digital un día cualquiera de este año: La más leída era “Zara tiene el perfecto vestido para deslumbrar en la boda”. Y la segunda llevaba por título: “Así ha quedado Leticia Sabater tras la operación para parecerse a Madonna”. Éste es el género de cosas que casi inconscientemente nos precipitamos a averiguar. Es la tentación de cretinizarse mediante el expediente rochefoucaldiano de “saber lo que no debiera saberse”.

Alguna vez he comentado aquel texto de Simon Leys en el que éste cuenta cómo, hallándose en una cafetería, observa el malestar de los demás clientes, que han caído en un incómodo silencio porque está sonando en la radio Mozart; hasta que por fin alguien hace girar el dial y, en vez de Mozart, se difunde por el establecimiento una musiquita banal y todos respiran aliviados y reanudan sus conversaciones. Leys comenta a propósito de esta anécdota la preferencia del vulgo por la vulgaridad, su negativa a la belleza, que le resulta incomodísima y demasiado contradictoria con su vida. Pero claro que esa anécdota también puede verse desde el punto de vista de la clase de información a la que se prefiere acceder. Demasiada información y demasiado fácil. Está al alcance de cualquiera constatar cómo las iniciativas del poder para reducirle y cretinizarle cuentan con un cómplice terrible: él mismo.