El Salon Cibeles albergaba los 'Balies Selectos' / LABARCELONADEANTES.COM

El Salon Cibeles albergaba los 'Balies Selectos' / LABARCELONADEANTES.COM

Letras

La joya de la corona

El Bijou fue un bar pequeño y acogedor de la Barcelona de los 80, una joya insólita o, como dirían los cursis de los 50, "una bombonera"

21 octubre, 2019 00:00

Entre 1983 y 1986, Barcelona contó con un bar muy pequeño, muy especial y muy acogedor. Se llamaba Bijou y, como su nombre indica, era una joyita insólita en el Ensanche barcelonés y, prácticamente, una instalación artística muy típica de uno de sus fundadores, Carlos Pazos, gloria del conceptual local y amigo de quien esto firma desde finales de los 70, cuando organizó, a medias con el carismático Manel Valls, los célebres Bailes Selectos del Salón Cibeles. Aunque del diseño y el interiorismo se encargó el otro socio fundador, Gabriel Ordeig (Londres, 1954-Barcelona, 1994), el espíritu melancólico y juguetón del amigo Pazos impregnaba aquel pequeño espacio situado un poco por encima de la Diagonal, en una esquina de la Vía Augusta, presidido por una cascada de botellas relucientes tras la barra: sobre esa cascada reinaba un frasco que era como la joya que daba nombre al bar y que, como me comentó Carlos un día, no contenía alcohol y solo era un trampantojo líquido con una mezcla de té y ya no recuerdo qué más.

En el Bijou siempre estabas apelotonado, porque el espacio no daba más de sí (los cursis de los años 40 y 50 lo habrían definido como “una bombonera”), pero nunca te entraba el agobio, generalmente porque conocías a quienes se apretujaban elegantemente contigo. La puerta de la entrada era deslizante y de vidrio: más de uno se la había comido al intentar entrar demasiado deprisa, y algunos habían sido proyectados al exterior por apoyarse en ella con la copa en la mano mientras aparecía un nuevo cliente, pero nunca hubo que lamentar daños personales, más allá de un molesto impacto en la nariz o una caída de culo.

En la barra atendía el gran Fernando --nunca me quedé con su apellido--, gran profesional de lo suyo al que ya conocíamos del Zig Zag y que lucía una calva ebúrnea y una media sonrisa permanente. Si estabas solo, Fernando te daba conversación, y si ibas acompañado, se colaba en ella de manera discreta: se acodaba cerca de ti, sonreía por lo bajinis ante las muestras de ingenio que utilizabas para intentar fascinar a tu compañera de copas y, cuando menos te lo esperabas, metía baza y te jodía la noche; aunque hay que reconocer que lo hacía con mucha gracia y nunca se lo tenías en cuenta. Falleció hace algunos años, dejando muy buen recuerdo en todos aquellos a los que, desde una u otra barra, nos había echado de beber.

También nos dejó Gabriel Ordeig, al que yo había conocido a finales de los 70 cuando estaba al frente de Free Difusión, colectivo de grupos musicales -como los Peruchos o Los Psicópatas del Norte- en el que hizo estragos la heroína. Una vieja jeringa compartida se lo llevó por delante casi veinte años después, cuando ya había creado (en 1985) la empresa de muebles Santa & Cole con su mujer, Nina Masó, y Javier Nieto -la compañía luce el segundo apellido de Nieto y Ordeig-, tenía una hija y parecía estar muy bien encarrilado en esta vida: la verdad es que fue una broma moralista de muy mal gusto.

Carlos Pazos sigue dedicado a sus cosas y cuenta con dos premios nacionales de artes plásticas, el de verdad y el que otorga la Generalitat. Vive habitualmente en París, cada vez está más por Galicia -donde tiene una de las dos sedes de la fundación Pazos/Cuchillo- y solo vuelve a Barcelona para deprimirse, pues es plenamente consciente de que esta ciudad es ideal para la melancolía y la desesperación, que nada tienen que ver, lamentablemente, con aquel désespoir agréable al que se refería Erik Satie en una de sus composiciones más hermosas.