Zig Zag, club social para modernos
Ese bar de diseño, en la calle Plató de Barcelona, fue el origen de muchas historias y objeto de diversos reconocimientos
12 agosto, 2019 00:00Aunque ahora pueda sonar a exageración, entre finales de los años 70 y mediados de los 80, Barcelona tenía los bares nocturnos --o centros de socialización para moderniquis-- más bonitos del mundo. Bastaba con visitar París o Londres y comprobar que, por regla general, el diseño de interiores se la traía al pairo a los dipsómanos que leían The Face; por no hablar de plantarse en el mítico CBGB neoyorquino, un sumidero de proporciones reducidas pero letales. Supongo que la cosa se debía, en parte, al hecho de que en nuestra ciudad dabas dos patadas al suelo y salían doce arquitectos, treinta diseñadores de interiores y cuatrocientos diseñadores gráficos. La verdad es que tardé lo mío en dejar de pasmarme ante la cantidad de diseñadores de todo tipo que habitaban en esta ciudad. Pudiendo aspirar a ser escritor o director de cine, me tiré mucho tiempo sin entender esa obsesión barcelonesa por el diseño, de la que, por otra parte, me beneficiaba.
De todos esos bares de antaño, el que recuerdo con más cariño era el Zig Zag --calle Plató, número 13, en la esquina con Muntaner--, donde mis noches empezaban y a veces terminaban a lo largo de una serie de años. El equipo responsable de aquel hábitat --Guillem Bonet, Antxón Gómez, Alicia Núñez y el difunto Ramon Olives-- hizo un gran trabajo que fue premiado en 1980 con un galardón del FAD. Y a un nivel personal, creo que fue allí donde nació mi primer álbum de comics, La noche de siempre. Una noche se me acerco el amigo Javier Ballester, en arte Montesol, y me dijo que había empezado una historia que no sabía cómo continuar. Llevaba seis páginas, me las pasó, las reescribí. Añadí otras cuarenta. Así acabamos pariendo La noche de siempre, una reflexión generacional bastante autocrítica que trataba de reflejar una época y una manera juvenil de ser y estar.
Al Zig Zag podías ir solo porque sabías que no ibas a estarlo mucho rato. Se tardaba muy poco en cruzarse con un conocido, y con otro, y con uno más, hasta acabar formando parte de un grupo de esos que si se montan en la calle la policía os pide que os disolváis. La banda sonora era excelente --Bowie, Talking Heads, Roxy Music, Elvis Costello…-- y cuando el punto álgido de mi tajada coincidía con Back on the chain gang, de los Pretenders, el momento de plenitud y felicidad era de los que nunca se olvidan. Allí se fraguaron muchos planes que, por regla general, no llevaron a ninguna parte. En aquella barra me venían a la cabeza ideas geniales para un cuento o una novela que apuntaba en servilletas de papel (y que, al día siguiente, caso de entender mi propia letra, lo que no siempre sucedía, se me antojaban unas memeces descomunales: a veces, la diferencia entre una epifanía y una perogrullada solo depende de la ingesta de alcohol).
A partir de la segunda copa --la primera solía bebérmela de un trago, poniéndome perdida la camisa en más de una ocasión--, el Zig Zag se convertía en un estado mental. Ya lo decía la etiqueta de Bombay, Gin is a state of mind, consigna que desapareció años después por culpa de la corrección política. Todo era pura apariencia, claro está, pues nunca dejabas de ser el jovenzuelo pretencioso que eras al entrar, pero, en cualquier caso, esa apariencia resultaba muy satisfactoria.
No sé exactamente cuándo cerró ese cuartel general de los moderniquis, pero durante un tiempo fue para mí una especie de segundo hogar, bastante más estimulante que el primero. A partir de cierto nivel de intoxicación, uno era capaz de dejarse arrastrar por los amigos en busca de otro garito, pero no solía salir a cuenta: lo mejor era quedarse solo en la barra, delirando mentalmente sobre tu brillante futuro y dándole la chapa al DJ para que te volviese a poner Back on the chain gang o Heroes. Hasta que no podías con tu alma, salías a la calle Muntaner, parabas un taxi --alguna vez llegué a intentar parar un semáforo en verde, lo reconozco-- y desplomarte en el asiento de atrás, ajeno a la evidencia de que toda esa euforia nocturna mutaría en una resaca matutina absolutamente cruel, criminal y, sobre todo, aguafiestas.