El descacharrante Mosén Flavià
Tres años después de su muerte, 'Las Viudas' publican una sentida y humorística necrológica en la prensa barcelonesa que le habría encantado al difunto
25 marzo, 2019 00:00Se cumplen tres años de la muerte de Carles Flavià y sus amigos más íntimos, que atienden colectivamente por Las Viudas, publican una sentida y humorística necrológica en la prensa barcelonesa que le habría encantado al difunto, pero que no supera --es imposible-- la que mosén Flavià redactó para sí mismo cuando fue plenamente consciente de que se había acabado lo que se daba: en letras grandes, ponía CAPRI C'EST FINI, y luego venían unas hilarantes explicaciones acerca de que a él no nos lo íbamos a cruzar por la calle en silla de ruedas junto a su cuidador peruano. No sé si a esas alturas del curso Carles aún creía en la vida eterna, pero lo de CAPRI C'EST FINI me lleva a pensar que no.
Conocí a Carles Flavià a finales de los años setenta. Me lo presentó nuestro común amigo Jaume Sisa. Me convertí rápidamente en un consumidor fiel de sus monólogos en la barra de Zeleste, que tan útiles le serían como entrenamiento cuando se consagrara a la stand up comedy. Me lo fui cruzando a lo largo de los años, pero el momento compartido que mejor recuerdo es el de aquella mañana de los tiempos de la Transición en la que, tras pasar la noche en blanco --con Sisa y una simpática dipsómana británica a la que no se le entendía muy bien ni en inglés ni en español--, acabamos en la prestigiosa bodega del Eixample Hermanos Nájera chupando cervezas. Yo no sabía que Flavià era cura --nada en su actitud de perdulario apuntaba en esa dirección--, pero resulta que lo era y que esa mañana se le esperaba en una iglesia de Hospitalet para celebrar la santa misa. Siempre solidarios, el Sisa, la británica y yo nos embutimos en un taxi para presenciar la performance eclesiástica de nuestro amigo, que prometía ser de traca, como así fue.
Pese a la torrija que llevaba, hay que decir que mosén Flavià soltó un sermón muy sentido sobre las injusticias de este mundo y los feligreses no parecieron percatarse del estado en que se encontraba. En primera fila, sus tres compañeros de aventuras le veíamos perder el hilo, recuperarlo, saltar de un tema y otro y, finalmente, bendecir a los allí presentes sin que éstos lo lincharan. Luego seguimos bebiendo y yo me retiré después de comer porque ya no podía con mi alma: los dejé a los tres en la mesa, ahítos de paella y pidiendo unos licores digestivos.
Flavià venía del mundo de los curas obreros. Amigo del padre Manel, se entregaba a los pobres a su manera, cuidándose de que siempre le quedara tiempo para hacer el ganso, que era lo que más le gustaba en el mundo. Protegido por monseñor Jubany, el hombre resistió en la Santa Madre Iglesia todo lo que pudo --cada vez que le caía una bronca porque había sido visto bebiendo y con mujeres, argumentaba que un buen sacerdote debe conocer el pecado para combatirlo mejor--, hasta que un día lo pusieron de patitas en la calle.
Puede que otro se hubiese deprimido, pero Flavià se convirtió en el manager de la Orquestra Platería y luego en el de Pepe Rubianes, de quien heredó a su novia, la contundente Luci, alma del bar Raval (la abandonó brevemente por una jovencita, pero volvió avergonzado al redil, donde fue readmitido, aunque con ciertas condiciones que siempre preferí no averiguar). Luego se dedicó a humorista de club y a mí me hizo siempre mucha más gracia que su maestro Rubianes, un buen chico echado a perder por su manía de convertirse en un progresista profesional.
Nunca dejó de ser un cura. Sus tronchantes monólogos servían para el escenario y para el púlpito. Siempre fue un peculiar moralista que había optado por la risa para extender la palabra del Señor, ya saben, ese tipo que escribe recto con renglones torcidos. Mosén Flavià fue, probablemente, uno de los renglones más torcidos de Dios, pero también el más divertido y el más humano hasta que un mal día se acabó Capri.