El mundo de los simples
La banalización del pensamiento y la trivialización de la cultura, como auguró Huxley, nos ha convertido en una sociedad de consignas, incapaz de crear significados
31 julio, 2018 00:00El concepto que una sociedad tiene del placer indica su verdadero grado de civilización. Para la moral cristiana, especialmente si es carnal, el placer se identifica con la noción del pecado. El paganismo antiguo, en cambio, se relaciona con lo placentero con una lógica ambivalente que puede ser tanto hedonista como estoica. Lo que la doctrina católica viene calificando secularmente como depravaciones, en el mundo clásico eran fenómenos naturales, lo cual no significa que fueran necesariamente nobles. Las prácticas obscenas son juegos que, rebasados ciertos límites, se convierten en atentados a la dignidad. Siendo muestras de humanidad excesiva, los antiguos las consideraban faltas de respeto cometidas contra uno mismo. Esto es lo que dicen las teorías culturales, esas construcciones intelectuales que explican –siempre a posteriori– casi todos los vicios universales.
Los psicólogos afirman que la primera sensación de placer que tiene un recién nacido consiste en intuir que está siendo observado por su madre. Sentirse objeto de la atención ajena es una de las fuentes más engañosas de felicidad. Normalmente la vida se encarga de corregir esta sensación y convertirla en pasajera, pero hay casos en los que la experiencia se convierte en patológica. El narcisismo individual suele ser risible, sobre todo si es reiterativo y exagerado; pero cuando se transforma en un fenómeno colectivo es un síntoma indudable de delirio tribal.
Todos los colectivos enamorados de su imagen –desde los nacionalistas a quienes dicen ser víctimas en grado superlativo– cultivan un dogmatismo amable que demuestra hasta qué punto madurar no consiste sólo en cumplir años. Lo anticipó a su manera Aldous Huxley en la metáfora literaria que es Un mundo feliz, su célebre distopía narrativa. Una fábula sobre un mundo controlado por la dictadura de la tecnología y el efecto placebo que ha terminado haciéndose real. Todo nuestro presente está en este libro: el control social sin necesidad de usar fuerza, la manipulación de la información, la invención de derechos infinitos e imposibles y toneladas de entretenimiento. Ha bastado predicar la idea de que la realidad está obligada a ser amable con nosotros y sustituir la filosofía por el buenismo.
Huxley escribió su novela en la época del fordismo, cuando la felicidad comienza a asociarse al consumo en serie y los individuos renuncian al libre albedrío en favor de la sensación de seguridad que supone comprar cosas. En este universo sufrir se convierte en una maldición intolerable porque la existencia debe ser –por decreto– un arcoíris después de un hermoso día de lluvia. La gran ilusión moderna dice que la verdad no debería importarnos si conseguimos ignorarla haciendo leyes que proscriban las amenazas, el dolor, el miedo y la muerte.
Edición en español de Un Mundo Feliz / PEGUIN RANDOM HOUSE.
Profetas de este estúpido evangelio de la bondad animan a un sinfín de devotos indignados a gritar sus exigencias sociales. Pero el placer puede ser tiránico si el precio para conseguirlo es dejar de pensar, confundir la diversidad con el cosmopolitismo, creer que el arte no debería ser una provocación, sino un cuento para dormir a los niños, y aceptar los mandamientos de lo políticamente correcto.
Por lo general, los apóstoles de la falsa igualdad, enamorados de minorías triunfantes de las que ellos forman parte (interesada), aspiran a que sus ilusiones de felicidad cósmica se consumen de inmediato. La urgencia los convierte en moralistas sin moral, incapaces de distinguir entre el hedonismo y la eudaimonia, las dos vías aristotélicas de acceso al placer. La primera es ansiosa y apresurada; la segunda, pausada y cerebral. Se han erigido en una inquisición que, como la antigua, está decidida a recortar las libertades por nuestro bien. Han empezado equiparando el erotismo –esa exquisita construcción cultural– con la pornografía.
Los santos indignados quieren librar al mundo de todos los espantos, excepto de ellos mismos. Confunden la expresión –un acto consciente; con un origen y una finalidad– con las descargas pasionales colectivas. Aspiran a convertir la vida en un parque infantil donde las construcciones culturales –derecho, justicia, convivencia– se sometan a sus deseos ingenuos. El problema es que el mundo no es Disneylandia, sino un lugar inhóspito. Vivir consiste en aceptar las experiencias desagradables, que son hechos inevitables.
La corrección política difumina los instintos, pero no los elimina. Madurar es entender que los actos y las decisiones tienen consecuencias y seguir viviendo. No hay nada que demuestre más idiocia que la teatralidad que vemos en la calle o en las redes sociales. Vivimos en una sociedad donde los significados se sustituyen por las consignas. Un mundo donde, en vez de ciudadanos, lo que hay son devotos, seguidores y marionetas que todos los días exigen lo imposible pero son inconscientes ante sus propios actos. El mundo de los simples ya no es el que imaginó Huxley. Es el nuestro.