Chet Baker, el desajuste metafísico
Se cumplen treinta años de la muerte del músico 'cool' por antonomasia. Tiempo más que suficiente para valorar de nuevo su vida desaforada y su aportación al jazz
6 junio, 2018 00:00Atendiendo a cuestiones meramente morales, esta crónica bien podría haberse llamado Chet Baker, un perfecto gilipollas. ¿Qué demonios nos importará su vida?, dirán algunos perspicaces lectores, tildándome de ofendidito, y tendrán razón. Habrá que repetirlo cien veces más: los elementos biográficos no deben enturbiar el desempeño artístico. Los últimos lamentables episodios biográficos de David Foster Wallace (el acoso a la escritora Mary Karr allá en los noventa profundos), Pablo Neruda (el abandono de su hija hidrocefálica y otros horrores) o Junot Díaz (el presunto acoso a becarias) les hacen indefectiblemente peores personas, pero nunca peores artistas. También es verdad que, si aplicamos la ley moral sobre la historia del arte, nos quedamos con menos del tres por ciento de obras canónicas actuales. Tampoco sería tan grave, ¿no? Se escucha por ahí, en el coro.
Que Chet Baker fuera un acosador, psicópata, yonki egoísta y niño mimado no tendría por qué ser un problema. El problema es que buena parte de su carrera artística se la debe a esas cuestiones extramusicales: su figura se ha edificado sobre los cimientos temblequeantes de su carisma y mayúscula fotogenia. El tiempo parece haber jugado en contra del otrora hermoso perdedor. Tanto leyendo la recientemente reeditada biografía Deep in a dream de James Gavin (Reservoir Books, 2018) como revisitando el elegante blanco y negro de la película Let’s get lost (Bruce Weber, 1989) uno sale devastado. El otrora genio blanco del jazz mundial aparece como un narcisista impenitente. Pareciera que la sociedad ya no está dispuesta a apreciar más sus mohínes de perrito abandonado. Se suman a las múltiples denuncias y muestras de violencia, a las mentiras y dolores impartidos por el exbello Chettie, la constatación de que tampoco fue el trompeta excepcional que se le suponía. Como el escritor Miguel Ángel Esteban siempre recuerda, remedando al Chazz Palminteri de Una Historia del Bronx: “The saddest thing in life is wasted talent”. No hay nada más triste en la vida que el talento desaprovechado. Chet parece que consiguió depurar el método: su mejor talento fue aprovechar hasta el final su talento desaprovechado.
Baker, durante su época dorada como músico
Baker nació casi pobre, como en una de esas novelas de Richard Ford, la madre consistiendo al niño demasiado, que a su vez recibe dolorosamente las ostias de su padre, otro músico frustrado. Le persiguió después la leyenda de falso niño prodigio: el trombón regalado por el padre más grande que él mismo, que tuvo que cambiar por una trompeta; el genio natural que no se veía recompensado en los concursos infantiles de talentos. El célebre diente mellado que adornaba su dentadura –tenía un diente de quita y pon, pero casi nunca lo utilizaba– cifra el centro secreto del atractivo de su música. Tal vez a él se deba esa forma suave de tocar. La fragilidad lírica y cool que consiguió sacar de su trompeta, unida a su atractivo fatal, lo elevó al limbo de la popularidad jazz.
Ya de adolescente, los padres lo alistaron en el ejército por miedo a que el joven Chettie se perdiera en golferías juveniles. De vuelta de Berlín, Chet empieza a convertirse en un referente del jazz de la costa oeste. El lado lírico y amable del exigente y poco comercial bebop que estaban tocando los negros en Nueva York. Cuando Charlie Parker llega a California para una gira, lo acoge en su trío. Baker adora la leyenda –todos sus conocidos coinciden en que tenía una sentido de la verdad por lo menos generoso–, diciendo que lo escogió en una prueba en directo frente a todos los trompetistas de Los Ángeles. De esa gira nace su obsesión por la heroína. Pese a un par de malos primeros chutes, Chet persevera. Parece que en lo único que se esfuerza en querer ser un heroinómano, como si fuera el peaje inevitable para llegar a un arte más auténtico. Los mejores años musicales tal vez fueran las de su cuarteto sin piano con Gerry Mulligan, donde se animó por primera vez a cantar y consiguió –sin proponérselo– romper las fronteras entre el jazz más vanguardista y el pop más comercial. A Baker se debe también que el fenómeno de fans llegue al universo del jazz, a su paso al mainstream de USA y a los escaparates de todas las tiendas de discos.
Baker fotografiado al final de su carrera
En los 60, cuando parece tocar techo, todo se va al garete. Después de múltiples desastres –las recetas falsas, los timadores, el descuido del talento– Chet se ve obligado a vagar como un refugiado por Europa, como un jugador de futbol retirado en las últimas, vagando de garito en garito, más ávido de caballo que de gloria. El fin pareció llegar cuando, en un ajuste de cuentas, le rompen la boca. Pero años después, con la ayuda entre otros de Dizzy Gillespie, consigue seguir con su carrera hasta bien entrados los años ochenta. Después de toda una vida de tocar sin esfuerzo ni casi formación, jugándoselo todo al brillo de su don, Baker se rebela y se juega cada nota con dolor, haciendo crecer su leyenda, llegando a cotas de patetismo y fragilidad extremas, como un boxeador lesionado que se niega a abandonar el ring en un poema de Bukowski.
El mítico cuento El perseguidor de Julio Cortázar, incluido en Las armas secretas (1959) abunda en la tragedia de Baker. Cortázar se lo dedica a Charlie Parker y su manera de llegar al límite vital para alcanzar el absoluto en el arte. El protagonista no solo es imprevisible y adicto al caos y a la marihuana, sino que también quiere tratar de atrapar la existencia mediante sus melodías. En sus momentos de máximo desasosiego, se desespera y le dice al narrador que no quiere tocar esa pieza porque: “Eso ya lo toqué mañana”. Ese desajuste metafísico lo define, el anhelo por penetrar en el nivel mítico de la vida. Baker también se asomó a ese abismo, sí, pero no para subvertir nada ni encontrar trascendencia, simplemente para darse un garbeo molón con el viento en la cara.
Los finos y resquebrajados labios de Chettie se acercan a la boquilla de la goma y absorben lo justo para que la gasolina no le llegue a la boca, después, hábilmente, coloca la goma sobre la garrafa de plástico y acaba la operación con elegancia. Baker tocaba la trompeta igual que robaba combustible en su adolescencia, con una falta de escrúpulos y una naturalidad pasmosa. Pasearse por su vida y obra es como un paseo por las ruinas de Berlín después de un bombardeo de las tropas aliadas, como un paseo por Chernóbil selvático cincuenta años después del desastre. Hay algo devastado y frágil y bello que permanece en esos restos. Algo humea incluso entre los rescoldos de sus últimas grabaciones. El pasado 13 de mayo se cumplieron 30 años de que perdiera la vida cayendo por la ventana de un hotelucho del barrio rojo de Amsterdam, en extrañas circunstancias. Pese a todo, sus grandes discos siguen expeliendo esa belleza extraña. Lo explica bien Ruth Brown, una de sus penúltimas amantes: “Lo vi feo, mal vestido, ya no sabía tocar ni cantar. Pero allí seguía, resistiéndose a la derrota. Me enamoré al instante”. Remedaba, sin saberlo aquello que decía sobre el espectáculo de flamenco de Lola Flores en The New York Times: “No sabe bailar, no sabe cantar, no se la pierdan”.