Topografías del asombro
Muñoz Molina prolonga en 'Un andar solitario entre la gente' la vieja estirpe de literatura urbana que Baudelaire y Walter Benjamin convirtieron en la metáfora de la modernidad
6 marzo, 2018 00:00El universo es fragmentario y, sin embargo, lo intuimos como una sola pieza. Inmensa, desconocida, maravillosa y oscura. Algo semejante a la conquista del espacio, que más que una expedición finalista fue un viaje de retorno incierto, debió ser para el hombre moderno el descubrimiento de su obra de arte más involuntaria: la ciudad contemporánea. Paul Valéry escribió que el habitante de estos grandes núcleos urbanos habita en un estado de salvajismo que no es sino uno de los rostros del aislamiento. El otro es la educación, esa muleta que nos ayuda a fingir concordia donde aparece el espanto. La literatura urbana abarca siglos dispares, géneros distintos y autores varios. Pero podría trazarse sin esfuerzo una equivalencia entre la ciudad moderna y la novela: en ambas convergen el fluir social y el individual, vinculados por una inmensa red de tensiones. Muñoz Molina ha escrito su último libro sobre este ecosistema caótico que, con distintos nombres, todos consideramos una extraña forma de hogar.
Evidentemente, las ciudades han existido desde el origen de los tiempos. En unos casos eran mercados, como las primitivas medinas. En otros, como relata el fantástico libro que Fustel de Coulanges dedicó a La ciudad antigua (Edaf), son espacios sagrados destinados a los lares, la religión de los dioses domésticos. El hogar de las tribus familiares. Entre ambas tenemos a las ciudades medievales, con su picaresca, y a las urbes ideales del Renacimiento y la Ilustración. También están las admirables capitales barrocas, como Salzburgo, llenas de crueles príncipes de la Iglesia. Pero no fue hasta que Baudelaire inventó su París, fundada siglos antes como Lutecia; Walter Benjamin describió Berlín hacia 1900 o Joyce construye un Dublín que no existe, pero que es absolutamente real, cuando la literatura urbana deja de ser una escenografía para convertirse en un arte autónomo con su lenguaje, sus personajes y sus propios significados.
Antonio Muñoz Molina / CG
Retrato de la vida contemporánea
Muñoz Molina aborda en Un andar solitario entre la gente (Seix Barral) este género de larga tradición y difícil innovación, al contar con referentes previos tan poderosos. Su libro es un collage de escenas, frases, noticias y desorden inteligente articulado a partir del supuesto deambular sonámbulo de un sujeto que mira, oye y registra. Un intento de captar el extraordinario caudal de sensaciones que se perciben al caminar, igual que los flâneurs, solo entre la multitud. No hay trama ni estructura. Todo es narración continua. Un retrato de la vida contemporánea hecho sobre una topografía en movimiento, donde el horror y el absurdo cohabitan con la belleza, que --como dejó escrito Borges-- es un suceso frecuente.
Los retratos literarios de las ciudades modernas son estampas fieles de un mundo que se ha perdido. En el XIX las urbes eran el universo cerrado de las élites sociales. No es hasta el siglo XX cuando la heterogeneidad urbana se convierte en un categoría literaria. Salman Rushdie escribió en algún sitio que todas las descripciones tienen algo de acto político. En el caso de las novelas sobre las urbes literarias podríamos decir que constituyen además un canto en favor del individuo, lo cual no deja de ser algo paradójico. Pese a mostrar a una supuesta colectividad, la literatura urbana es básicamente la mirada de un ser solitario. La visión de un peatón triste. Un caminante que se mira por dentro y, desde el pozo de su propia conciencia, contempla a los demás, proyectando hacia el exterior su particular mundo vivencial.
Charles Baudelaire
Poesía urbana
En ese sentido, las novelas urbanas están llenas de poesía. Pero es una lírica anómala: sin versos. Su dicción parte de instantáneas donde se vislumbran el terror y la felicidad, las dos caras de la libertad personal. Las ciudades funcionan igual que libros abiertos: ayudan a leernos a nosotros y permiten comprender a los demás. Es justo el ejercicio que hace Roberto Arlt al retratar en sus artículos el Buenos Aires mecánico de los años veinte y treinta. Y, antes, Baudelaire con París. Walter Benjamin, en cambio, inventa el concepto de la ciudad artificial, concebida como bosque o constelación, suma caótica de fragmentos. París en sus libros es la ciudad-espejo: entre los monumentos, los palacios y las catedrales aparece la vulgaridad cotidiana, otra de las experiencias del paseante que camina. Su aproximación a lo urbano es la raíz bajo la que se cobija Muñoz Molina, cuyo libro huye de la erudición para concentrarse en la experiencia. A la manera de los escritos de Benjamin sobre Berlín, contaminados por un cierto aire autobiográfico pero sin el falso exotismo de los costumbristas. Este tipo de libros cuentan un viaje en el tiempo más que en el espacio. La ciudad aparece en sus páginas como una memoria marchita donde no cabe la nostalgia, sino sólo el recuerdo de las correspondencias de aquellos que comenzamos a dejar de ser.
La literatura urbana nos habla siempre de los mismos fantasmas: nosotros. Las ciudades de nuestra vida permanecen en el mapa y las llamamos con el mismo nombre de siempre, pero en realidad han ido dejando de existir a medida que hemos envejecido. Ya no están. Igual que nos pasará a todos. En vez de mirar a la ciudad moderna desde la ebriedad, Muñoz Molina la retrata mediante una inmersión sensorial. El resultado es un experimento que no es antológico, pero resulta fascinante. Igual que ese momento en el que nos asomamos al mundo para descubrir lo que escribió Bukowski: "El hombre real (la gente con la que te puedes juntar más de diez minutos) está en el fondo de las ciudades, nunca en la cima".