Arte para la Revolución
Desde 1917 hasta la imposición del Realismo Socialista en 1932, las vanguardias encarnaron el espíritu de la revolución bolchevique a través de carteles y lemas reunidos en el Museo Ruso de Málaga
12 octubre, 2017 00:00Aquellos tipos creían en la Revolución como en el único dios verdadero. Ya lo había proclamado Lenin desde la cima de un ansia inflamable: “Uno debe intentar ser siempre tan radical como la propia realidad”. La tropa artística se sumó con júbilo a la revuelta que prometía un mundo nuevo reventando las costuras de unas creaciones que ya chorreaban vanguardia. “Las calles son nuestros pinceles; las plazas, nuestras paletas”, lo remató el más zumbado de todos, Vladimir Maiakovski, quien se peinaba la cabeza con relámpagos para enamorar a una mujer burguesa y casada.
Los artistas añadieron el plomo de la ideología al laboratorio de experimentación creativa que fue aquella esquina del mapa en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Mientras los riquísimos marchantes Serguéi Shchukin e Iván Morózov compraban a mansalva telas de Picasso y Matisse, otros pintores ya tenían la brasa del cigarrillo apuntando más allá de aquellos extravíos. El rayonismo, el suprematismo y el constructivismo habían llegado para disolver directamente las formas. Así, todo lo que el arte había armado en fechas recientes --el perro filosófico de Goya, el desayuno sobre la hierba de Manet, los melocotones de Cézanne-- se volvía invisible.
Estos creadores, que militarían en un arte considerado necesario para la nueva realidad, encontraron aliento en el Departamento de Agitación y Propaganda, destinado a difundir las ideas de los soviets de una forma comprensible, pero también atractiva para las clases populares --analfabetos, en su mayoría--. Era propaganda, sí, pero, sobre todo, agitación, pues aquellas obras no se limitaban a llegar a la mente de los trabajadores. Debían encenderlos, enrolarlos para la causa, llamarlos a la acción. Y qué mejor medio que retorcer los carteles, con su capacidad para combinar expresividad con eslóganes, difusión masiva y economía de medios.
'Carteles de la Revolución'
Una veintena de ellos cuelga hasta el próximo febrero de las salas del Museo Ruso de Málaga para la exposición Carteles de la Revolución. Alejada de la exhaustividad de las muestras sobre el mismo tema impulsadas meses atrás por la Royal Academy de Londres, el Stedelijk Museum de Ámsterdam y el MoMA, la cita malagueña hila los carteles de Vladimir Kozlinski, Serguéi Ivanov y Vladimir Lebédev --célebre ilustrador de libros infantiles-- con las fotografías de algunos momentos importantes de la Revolución de Octubre, como la que da testimonio del estado en el que quedaron las habitaciones del Palacio de Invierno tras el asalto de los bolcheviques.
Fragmento del cartel de Serguéi Ivanov ‘¡Larga vida a la Tercera Internacional Comunista!’ (1920) / MUSEO RUSO DE MÁLAGA
“Muchos artistas pensaron que el típico óleo de la pared ya no era necesario y todo el arte debía de ser cambiado y adaptado a la nueva sociedad”, ha señalado Yevguenia Petrova, comisaria de la exposición y directora artística del Museo de San Petersburgo. Uno de ellos, El Lissitski, encarnó perfectamente la figura del artista revolucionario. Primero, porque cultivó diferentes formas artísticas (pintura, arquitectura, fotografía, ensayo, diseño...) como si fuesen una: un arte total destinado a extender la ideología soviética. Segundo, porque conectó las diferentes corrientes del arte revolucionario, desde Chagall a Malévich.
Según El Lissitski, la misión del arte constructivista no era "embellecer la vida, sino organizarla". Pero su importancia radica, sobre todo, en la trascendencia de su obra. Su cartel Golpead a los blancos con la cuña roja, una obra compuesta únicamente de geometría y tipografía, utilizaba el simbolismo que Kandinski pondría por escrito en Punto y línea sobre el plano para mostrar el poder del Ejército Rojo frente a los contrarrevolucionarios blancos. “El artista construye un nuevo símbolo con su pincel. Un símbolo de un mundo nuevo, que se está construyendo y que existe por medio del pueblo”, defendía a modo de credo artístico.
El cartel de El Lissitski ‘Golpead a los blancos con la cuña roja’ (1920), compuesto por figuras geométricas y tipografía
Propaganda
El auge de la cartelería como instrumento propagandístico fue favorecido por la puesta en marcha en 1919 de la Agencia Telegráfica Rusa (Rosta), con sede en Moscú y delegaciones en ciudades como Petrogrado, la actual San Petersburgo. Su metodología consistía en componer mensajes basados en una trasmisión telegráfica con directrices políticas y dárselos a un artista para que interpretase dichos lemas visualmente. Los revolucionarios retorcían así a su favor un instrumento de propaganda ya usado por el régimen zarista como exaltación del imperialismo y con una intencionalidad belicista favorable a la intervención en la Gran Guerra.
Una de las obras más emblemáticas del cartelismo soviético la firmó Alexander Rodchenko, quien comenzó en la pintura para abandonarla progresivamente hasta centrarse en la fotografía y el diseño gráfico, especialmente las portadas de libros y revistas. Se trata del retrato de la artista Lilia Brik con un cono de tipografías saliendo de su boca. Una imagen copiada una y mil veces, desde los anuncios publicitarios del otro lado del Telón de Acero (una de tantas apropiaciones de la estética comunista por parte del capitalismo) hasta portadas de discos de grupos de pop y rock, como Franz Ferdinand.
Rodchenko formó un productivo tándem con el poeta, dramaturgo, teórico y propagandista Vladimir Maiakovski, autor de La bofetada al gusto del público. Autor él mismo de varios carteles de agitprop, nunca se dio de baja del empeño de inventar un mundo mejor con el arte como piedra clave, como alimento. También acumuló algunos infiernos por dentro --prestó servicio en una checa, redactó informes contra artistas convenciéndose a sí mismo de que eso era un acto poético más--, a los que puso fin en 1930 con un disparo en el pecho, dos años antes de la reconstrucción por Stalin "de la organizaciones literarias y artísticas, de acuerdo con las líneas acordadas por el Estado...". Fue entonces cuando el realismo socialista acabó por desterrar las vanguardias. El fin de aquel sueño revolucionario del arte.