Goytisolo versus Goytisolo: viaje al sur, última morada
Juan Goytisolo utilizó la palabra memoricidio en Sarajevo, donde los serbios trataron de borrar la frontera entre Roma y Bizancio y quisieron desbordar la divisoria alfabética entre el latín y el cirílico. El genial escritor fue un valladar junto a Susan Sontag para los que trazan fronteras a su antojo. Un antinacionalista nada visceral, simplemente lapidario. Un internacionalista químicamente puro, hubiese dicho Arthur Koestler. Goytisolo fue inhumado ayer en el imaginario Jardín de las Espérides de Larache, un cementerio marino, muy cerca de la tumba de Jean Genet, que yace bajo una lápida musulmana mirando a La Meca, como los soldados marroquíes del Tercio de Regulares que lucharon en Sidi Ifni, la última guerra colonial.
Cuando estalló la fiebre patriótica de los nacionalistas catalanes, Goytisolo estaba ya muy lejos de nuestras calles, la Barcelona bombardeada de su infancia. Ha sido un fisgón; desde Cuba hasta Argelia, desde la Ciudad de los Muertos de El Cairo hasta el Magreb; desde Alejandría hasta Dakar. Empezó a desgajarse de nuestra ciudad mestiza cuando Víctor Seix, Carlos Barral y la agente literaria Carmen Balcells levantaron un castillo de letras entre la calle Caponata de Sarrià y el vasto mundo latino. Entonces, él utilizaba el tú dialógico para hacer de las letras un diálogo, pensando que la obligación de un escritor es devolverle a la comunidad un lenguaje nuevo, despojado de lugares comunes y distinto del que recibió. Buscaba su mina de oro y la encontró mucho años después en Marrakech, en la plaza Yamaa el Fna, donde permanecía días enteros, semanas, tratando de entender a los contadores de historias, portadores de mensajes encriptados.
Su viaje al sur empezó en Almería, junto al fotógrafo Vicente Aranda y el cineasta Claude Sautet. Fue en 1960, año gozne de nuestra historia: peseta convertible, plan de estabilización de López Rodó y Sardà Dexeus, fin de la autarquía económica y éxtasis del Medio Siglo (Marsé, Guelbenzu, Fernández Santos, Ferlosio, etc., los mejores). Publicó Campos de Níjar, balada iniciática, completada con La resaca, denuncia social de la Barcelona del barraquismo, presentada por Feltrinelli en Milán, junto a un documental clandestino de Jacinto Esteva. Atacado por las letras oficiales de la época, Goytisolo, objeto de denuestos y pullas, se hizo insensible al dolor; coriáceo y heredero de Blanco White, Larra, Cernuda o Américo Castro.
No se sentía de ningún sitio ni de nadie
A la contra, así gestó el me-duele-España que llevaba dentro desde la perspectiva del que siente a los suyos a través del corazón. Juan Goytisolo solo ha conocido una patria: la lengua de Cervantes, una tierra maravillosa, un Deus ex Machina proveedor de infinitas magias, pero casi siempre hostil para los exigentes. Y podría decirse que solo poseía un instinto: no sentirse de ningún sitio ni de nadie. Y claro, recaló en el Tánger de William Burroughs y Paul Bowles, pero no se detuvo por mucho tiempo en su puerto franco engalanado de cosmopolitismo forzado. Se hundió más abajo, frente a la cordillera africana, el Atlas, espinazo del desierto.
El hombre que iba a convertir el ágora de Yamaa el Fna en patrimonio inmaterial de la humanidad, gracias a Federico Mayor (ex presidente de UNESCO), fue un maldito junto a sus hermanos, Luis y José Agustín. Pero también supo ser orgullo final de una estirpe, como demostró su padre, Don José María ("un conservador digno de Ramiro de Maeztu", escribió Miguel Dalmau) en una entrevista de Santos Torruella en La Vanguardia que hizo fama: ¿Cómo van sus hijos?, preguntó el crítico con mala leche. Y se encontró con esta respuesta: "De triunfo en triunfo". Ellos, los hermanos Goytisolo, son nuestros Brontë, Mann o Machado; la saga que escapa a la taxonomía del triunfo nacional que quiere escribir la élite política en tiempos de villanía.
Luis programó Recuento, una tetralogía cuyo dramatis personae dibujó en la pared de una celda de La Modelo, como el prisionero de Zenda. Ayer, en la despedida de Juan, entre el eco de las palabras-homenaje de José María Ridao, Luis le recordó lejos de Laroche: "Nos queríamos, nos llevábamos muy bien", que desmiente habladurías y memeces de país servil y melindroso. El viaje al sur, que Juan Goytisolo había empezado en Campos de Níjar, terminó hace años con Makbara; pero va más allá, porque dentro de este último título enigmático habita otro más recóndito, Telón de boca, una increpación al amor a través de su compañera fallecida, Monique Lange.
Se marchó sin hacer ruido
El editor de sus obras completas, Joan Tarrida, le hizo saber un día que no había terminado un fragmento. Y el autor de Señas de identidad contestó: ¿cómo voy a terminar una obra cuando no ha terminado mi vida? De eso iba la esgrima goytisoliana. Recibió de Felipe VI el Premio Cervantes con un "nada tengo, nada anhelo". Coloso de la letra, este hombre enjuto enfundado en trajes color tierra y camisas imposibles se va, cabeza hundida y andares flotantes. Fue un tipo de “efusiones difíciles”, escribe Caballero Bonald en Examen de ingenios. Y así lo plasma la ternura habitual de Juan Cruz: "Consentido y desposeído a la vez, te daban ganas de abrazarlo, pero no sabías si cuando llegaras a él ya se habría zafado".
Hoy suenan los clarines del cielo espolvoreado de astros en honor del gran apátrida. Es de suponer que Juan Goytisolo habrá entrado en el Edén por el lado de las Espérides, como el que no quiere la cosa. Él perteneció a la endogamia y se apartó de ella, precisamente para no participar en el festín de los plutócratas que quieren liberar Cataluña. No quiso pertenecer a una élite que le esperaba. Como otros que han evitado el dudoso honor de dirigir destinos; él solo se marchó sin hacer ruido.
Goytisolo no pertenece a la vanguardia intelectual inhibida como sí "lo está la élite económica", (según escribe Sostres en ABC rozando los límites) frente al soberanismo autoritario que se cierne. El memoricidio que denunció el escritor en Sarajevo no se hizo secuestrando un supuesto destino colectivo; era fruto del invento, una nación creada con mitografía a su servicio, es decir, el crimen perfecto. El autor de Coto vedado nunca rehuyó ni se exilió. Era un desterritorializado.