'Profesor y alumno', obra de Carel Christiaan Antony Last

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Ideas

Serguéi Dovlátov y la 'automoribundia' de la educación

¿Hará falta tomar la maleta como el escritor ruso o se caerá de una vez la neoescolástica pedagógica que anuda los cerebros y las gargantas de unos docentes automatizados y uniformizados por decreto?

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A Serguéi Dovlátov (Ufa, 1941–Nueva York, 1990) no se le permitía publicar en la URSS, así que se vio obligado a exiliarse a Estados Unidos en 1979 para poder llevar una vida de escritor. En La maleta, quizás su libro más famoso, explica el proceso de despedida: en un momento concreto de esta autoficción (sí, podríamos llamarla así, pero autoficción interesante, intensamente autoirónica), a Dovlátov las autoridades pomposas le han ordenado que coloque una gran estatua de Lenin sobre un pedestal de cemento. Como el cemento no se ha secado, la estatua se hunde y finalmente cae, mientras las autoridades pomposas sueltan sus tonterías ante un público ojeroso y aburrido.

El poder tiene estas cosas ridículas, y a veces, incluso sin darse cuenta, aporta imágenes muy expresivas de su podredumbre moral. Por ejemplo, los arbolitos sobre macetas con ruedecitas que los gerifaltes del Movimiento colocaban detrás de Francisco Franco en sus inauguraciones de pantanos y arcos triunfales para decorar los fondos (siempre los mismos arbolitos), o las toneladas de flores que Marta Ferrussola, a precio de oro, se encargaba a sí misma para florear o inflorescenciar los actos de su marido, este tipo de cosas.

Dovlátov

Dovlátov

El docente español muchas veces se siente como Dovlátov en 1979: en perpetua despedida de un sueño, en perpetua contemplación de unos desfiles de personajes ridículos cuya megalomanía espectral trae a escena los peores augurios. Auxiliados por una cotidianidad aguantada por los pelos, los docentes hunden los pies de los iconos de bronce del pedagogismo y luego ven cómo se hunden en sus propias contradicciones.

Por eso hay tantos a quienes la burocratización extrema actual les parece la autopropaganda o automoribundia de las instituciones soviéticas de la decadencia final. Atrapados por un mar de grises, no comprenden ya las neoleguas de los gerifaltes orgullosos, que siguen atronando ideales revolucionarios, fotografiados en hiperaulas o simposios de multinacionales, en un contexto real cada vez más mísero.

Dovlátov también vivía en un ambiente de telarañas, falsas promesas, mitos con tos, utopías tecnológicas y consignas etílicas. El surrealismo loser era una estética adecuada para expresar esa desazón perpetua, ese exilio interno del cognitariado profesoral, con ojeras y ya habituado a vivir entre formularios inacabables e ítems deshumanizantes. Nuestro Lenin se hunde y así como Dovlátov dedicaba un capítulo a cada uno de los enseres y objetos que se llevó a Estados Unidos en una pequeña maleta (sólo le permitían llevarse una), el docente español se iría con la música a otra parte con una maleta muy reducida de certezas enviadas al Más Allá de las ideas proscritas.

No sabemos si habrá Glásnost o Perestroika en la sufrida educación española. De momento, al discurso megalómano oficial ya le han salido bastantes fisuras. Resulta poco creíble. Asoma una alternativa menos alienante en la que el docente recupera su identidad frente a la desposesión tecnocrática, y sin sucumbir a la tentación del populismo de signo opuesto.

'La maleta'

'La maleta'

El exilio interior se va diluyendo, cada vez hay menos miedo a llamar las cosas por su nombre y es posible que la película mala en blanco y negro, con peleles maquillados haciendo molinillos y danzas circulares, vaya dando pie a una nueva realidad en la que los docentes vuelvan a hablar entre ellos, se reencuentren y se pongan de acuerdo para aventar a los buitres, arañas y cuervos que por ahora siguen detentando el poder. Un poder espectral, que se autodevora entre contradicciones, fracasos, sobornos, autoengaños, apologías tristes y prótesis ahumadas de los años setenta.

Un poder antiguo que no deja libre su trono carcomido, o su pedestal inestable. En la maleta del docente quizás no cabían los mapas mudos, los cuadernillos de caligrafía ni los libros de Manolito Gafotas, los Lazarillo de Tormes o las antologías de Jovellanos, las agendas y los bolígrafos de colores, pero sí seguían allí ideas prácticas, ideas elegantes y definitivas como el Teorema de Pitágoras, ideas inspiradoras que iban cayendo en la clandestinidad: las tablas de multiplicar, los poemas de Blas de Otero o de Maria Mercè Marçal, los epígrafes de La República de Platón, las diapositivas de arte griego o arquitectura modernista, los diseños indiscutibles o las obras de Hume o Marx. ¿Hará falta tomar la maleta o caerá la neoescolástica que anuda cerebros y gargantas de docentes automatizados y uniformizados por decreto?