Año nuevo, vidas nuevas: El momento estelar de los Santos o Pablo de Tarso
Saulo o Pablo, después de su fulminante conversión, predicaba la humildad y la modestia, tras haber sido un furibundo defensor de la ortodoxia judía
Decíamos ayer que Íñigo Errejón, cancelado y política y socialmente asesinado, en el fondo y aunque le cueste creerlo es un hombre de suerte, pues, a diferencia del común de los mortales, que siguen un camino más o menos recto y previsible desde la cuna a la tumba, él, llegado a la mitad del camino, puede empezar desde cero, una nueva vida completamente diferente, y que este cambio súbito de rumbo tiene muchos precedentes entre los escritores famosos, y que comentaríamos, durante unos días, esos momentos decisivos.
Empiezo a hacerlo recordando a algunos escritores que fueron influyentes y decisivos en la configuración de la mente occidental a través del cristianismo. Saulo o Pablo –de hecho tenía los dos nombres, pero al final prefirió el primero, porque quiere decir “poco”, “escaso”, y él, después de su fulminante conversión, predicaba la humildad y la modestia--, el primero.
Vivió en la primera mitad del siglo I. Era judío y ciudadano romano, fariseo y fanático perseguidor de la secta cristiana, habiendo asistido y quizá participado en algunas lapidaciones, en nombre de la ortodoxia judía. Camino de Damasco para ponerse al servicio de las sinagogas en este tipo de tareas represivas pasó que… Lo cuentan los Hechos de los Apóstoles, 9, 1-10. Citamos textualmente según la elegante traducción de la Biblia del Oso:
“Aconteció que llegando cerca de Damasco, súbitamente lo cercó un resplandor de luz del cielo. Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: 'Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?' Y él dijo: '¿Quién eres, señor?' Y el Señor dijo: Yo soy Jesús el Nazareno, a quien tú persigues. Dura cosa es dar coces contra el aguijón”. Durante algunos días quedó ciego, y luego empezó una nueva vida predicando la doctrina que hasta entonces había estado combatiendo tan belicosamente, “resoplando amenazas y muerte”…
Levantarse del sueño
Precisamente algo de lo que escribió Pablo de Tarso transformó a Agustín de Hipona (354-430), gran retórico y filósofo, también gran disoluto y mujeriego, hastiado casi hasta la desesperación, en el teólogo e inventor del género literario de la autobiografía o Confesiones, donde cuenta lo siguiente:
En el año 386, hallándose, desasosegado y cuitado, en compañía de un amigo en un jardín de Milán, oyó una voz infantil que le dijo: “Tolle, lege” (toma y lee), y apareció un niño tendiéndole una Biblia. Agustín la abrió y sus ojos dieron con la Epístola a los romanos 13, 12-14.
Según la mencionada traducción de Casiodro de Reina: “…Ya es hora de levantarnos del sueño, porque ahora nos está más cerca nuestra salud que cuando creíamos. La noche ha pasado y el día ha llegado: echemos, pues, las obras de las tinieblas y vistamos las armas de luz. Andemos como de día: honestamente; no en banqueterías y borracherías, no en lechos y desvergüenzas, no en pendencias y envidia, mas vestidos del Señor Jesús el Cristo…”
Leer estas frase fue dar el primer paso para convertirse en el admirado “doctor de la Gracia”.
Un instante menos milagroso pero también crítico decidió, a través de las lecturas piadosas, la suerte del caballero y soldado Íñigo, Ignacio o Ignatius de Loyola (1491-1556), el autor de los Ejercicios espirituales y fundador de la Compañía de Jesús –que constituyó la más sofisticada intelectualidad de la Iglesia durante varios siglos--.
Era un gentilhombre, vástago de lo que suele llamarse “una buena familia” de Loyola, Navarra, hedonista y buen espadachín. Durante una guerra civil por el trono del reino acudió a defender Pamplona contra el asedio de un ejército francés.
Inspiración para Errejón
Fue herido por una bala de cañón en la pierna, se sometió a varias operaciones –quedaría cojo para siempre— y tuvo que guardar cama durante varios meses. Para entretener la convalecencia devoraba novelas de caballería –en esto, igual a Santa Teresa de Ávila, por cierto--. Cuando hubo ya leído todas las que tenían en la biblioteca de la casa solariega, y a falta de algo más excitante, su madre le llevó algunas vidas de santos, que le trastornaron y le cambiaron en la figura decisiva que todos conocemos.
Me gustaría ahora contar el momento decisivo de San Francisco Javier en París y el de San Franscisco de Borja en Granada –el espíritu sopla donde quiere--, pero me hago cargo de que las vidas de los santos, sus fulgurantes cambios de vida tras un trauma, difícilmente podrán ser una inspiración para Errejón o para cualquiera de los desdichados que han sido lapidados por la santa inquisición ultrafeminista desde la prensa y las redes sociales.
Quizá les sirvan y consuelen más algunos ejemplos laicos, como, por ejemplo, el de Milovan Djilas, del que hablaremos mañana.