Savater: 'Carne gobernada'
El filósofo, que acaba de publicar la tercera parte de sus memorias, parece ahuyentar a manotazos al ave de Minerva, pero al hacerlo se acompasa con su vuelo. Su renuncia es otra lección filosófica que nos deja el testimonio de lo que supone atreverse a pensar todavía como un anciano filósofo en Roma
29 enero, 2024 14:09“Yo admito que no he conocido muchos sentimientos hermosos y quizá humanamente indispensables, que he padecido atrofia espiritual (ese mar de hielo interior que debe romper el hacha de la gran literatura, según Franz Kafka), pero al menos he estado poseído por el amor romántico. Y por tanto sé para qué puede servir una vida no desperdiciada, una vida no dedicada a conseguir algo visto como clave de lo feliz sino entregada a alguien a quien debemos llevar hasta la felicidad o al menos resguardar de la desdicha.” En sus dos últimos libros, La peor parte y ahora Carne gobernada, Fernando Savater nos ha ofrecido su particular ejemplo de late style, un concepto huidizo y ambiguo pero que podemos entender como el momento en que el arte y la literatura abdican de sus derechos y se entregan sin mediaciones a la expresión de lo esencial. Con este díptico, el filósofo ha compuesto un concierto de cámara dedicado, en primer lugar, a lamentar la pérdida de su mujer, Sara, fallecida hace ocho años de un tumor cerebral.
El relato que hizo Savater en La peor parte de la enfermedad y la muerte de Sara, así como de su larga y feliz vida en común, tenía algo que raras veces se encuentra en la literatura española. Cuando leyó Historial de un libro, el ensayo en el que Luis Cernuda cuenta la génesis de La realidad y el deseo, Gil de Biedma se sorprendió de que el viejo poeta dijera sentir “rubor y humillación” al recordar los sentimientos que habían inspirado algunos de sus poemas juveniles. Esa confrontación ética consigo mismo le pareció al discípulo algo insólito y único en aquella generación de poetas acostumbrados a aplaudirse a través de la poesía. Una excepción que a su vez denunciaba la tradicional incapacidad de tantos escritores españoles para abordar el problema de la intimidad. Admira igualmente en Savater su valor a la hora de reconocer sus peores sentimientos durante la enfermedad de su mujer –su egoísmo, su fatiga, su certeza de no saber estar a la altura–, una honestidad que al mismo tiempo hace de su experiencia amorosa algo profundamente genuino.
Carne gobernada se abre con un largo adagio por los amigos desaparecidos estos años –Mikel Azurmendi, Javier Marías, Raúl Guerra Garrido– y de nuevo con una evocación de Sara y de sus últimos días. Pocos memorialistas habrán sido capaces de saber contar algo tan doloroso y a la vez tener el coraje de increparse a sí mismos y luego además hacer reír al lector. Cuenta Savater que en las últimas horas de agonía, él hacía esfuerzos para mantenerse despierto: “¡Qué vergüenza sentía, la siento aún, cuando pienso que me irritaba con mi moribunda adorada porque no se dormía de una puñetera vez y me dejaba dormir a mí! ¿Se puede ser más egoísta, más insensible?”. Y cuando llega el peor momento, dice:
“Recuerdo una y otra vez, imborrables, atroces pero casi impersonales, las palabras de la enfermera que se inclinó sobre ella, ya silenciosa después de tantos gemidos, a las tres de la madrugada: ‘Ha fallecido’. ¡Y yo por un momento, atontado por el sueño y el horror, pensé que se refería a mí!”
Savater sabe utilizar ese inesperado distanciamiento para aventurarse luego en una poderosa reflexión sobre la muerte, el dolor y la supervivencia que en realidad constituye un ejercicio filosófico acerca de la inutilidad de la filosofía. “Son ya para siempre las tres de la madrugada”. ¿Cómo sobrevivir a uno mismo, qué enseñanzas nos han dejado los grandes pensadores para enfrentarnos al sufrimiento? En su particular crepúsculo, Savater parece querer ahuyentar a manotazos al ave de Minerva, pero al hacerlo no acierta sino acompasarse con su vuelo. Su renuncia se convierte así en otra lección filosófica y, a la vez que abomina de las escuelas de moda –Judith Butler, Paul Preciado–, nos deja un testimonio de lo que supone atreverse a pensar todavía como un anciano filósofo en Roma, para decirlo con las palabras que Wallace Stevens le dedicó a George Santayana, cuya sombra sobrevuela en más de una ocasión el élan de estas páginas.
“Bien, ella ha muerto y yo sigo vivo”. Esa tensión es la que alimenta el vigor de Carne gobernada, “la esclavitud obtusa del dolor que se niega a entender y aceptar, la locura rebelde de Lear. Desabrochadme este botón…” Hoy como ayer, sorprende y seduce la vitalidad de Fernando Savater, que aun en la vejez sabe arrancarle al dolor todo lo que tiene de vida. Como decía Auden, hay incluso en el grito de desesperación un hondo placer de estar vivo. Quizá por ello, como en una novela de Iris Murdoch, “lo inesperado” pudo luego aparecerse en la vida del filósofo, regalándole un intenso retour d’âge. El encuentro con la encantadora e inteligente K. tiene algo de milagroso, de recompensa y acto de justicia para alguien que siempre ha sido un decidido partidario de la felicidad y que además nos ha legado una de las meditaciones más vibrantes sobre la trascendencia de la alegría.
“No se puede asumir siempre, pero no hay duda / de que el tiempo no cura nada: el paciente ya no está”. Estos versos de T. S. Eliot podrían ilustrar el cambio que se ha operado en la vida amorosa de Savater y que él se atreve a contar con la ilusión adolescente que nunca le ha abandonado. Su experiencia demuestra cómo uno se puede volver a enamorar no solo sin traicionar el espectro del gran amor perdido sino convirtiendo también ese nuevo regalo de la vida en un homenaje a la plenitud del pasado. “El dolor que siento ahora es la felicidad que tuve antes. Ese es el trato”, escribió C. S. Lewis tras la muerte de su esposa. Savater parece haber invertido el pacto para entregarse a una felicidad que ya no puede ser inocente y pura pero que se manifiesta con una coloración distinta precisamente porque no olvida el dolor. Y como siempre, su inteligencia aprovecha la ocasión para dejarnos retazos de su impagable lucidez y desmontar de paso algunos de los tópicos que se han enquistado en nuestra sociedad neopuritana. Hablando del deseo y del sexo, comenta de pronto:
“Por eso, me repelen todas las magnificaciones del consentimiento, el 'solo sí es sí' y demás formas de castración ideológica propias del neofeminismo. Según esa mentalidad, la mujer está siempre a la espera de la iniciativa del varón, sea para decir sí o para decir no. La pobre está siempre expuesta a los apetitos del macho rijoso y su única conquista en nuestros tiempos emancipados es poder decir no en algunas ocasiones y poder mandar a chirona al que insiste pese a todo. Visto así, toda relación intersexual tiene algo de forzado, de impuesto. La mujer siempre recibe al hombre, abierta de capa o espada en ristre. Pero nunca va a buscarlo ni lo reclama. No hay nada más desolador para quienes no nos conformamos con que la mujer diga sí y queremos que antes haya dicho: ven”.
En este mismo suplemento, Carlos Mármol ha comparado a Savater con Dutton Peabody, el periodista dipsómano que defiende la libertad de pensamiento contra la brutalidad de Liberty Valance en la película de John Ford, alargando la comparación hasta Falstaff. Hay siempre algo triste y deprimente en quienes envejecen claudicando frente a los dictados de su propio tiempo, tratando de congraciarse con la opinión masiva, sobre todo en nuestra época de acosos digitales y falsas fratrías virtuales. Por ello el descaro de Savater, a pesar de sus riesgos al filo del abismo y de sus salidas de tono, tiene algo tan valioso, coherente en el fondo con lo que ha sido su trayectoria de opositor sin tregua a toda forma de coacción totalitaria, desde el franquismo al terrorismo etarra o ahora los distintos separatismos que amenazan la integridad de la convivencia y el principio de isonomía, fundamental en cualquier democracia.
Su sonado despido de El País, seguido de la salida solidaria de Félix de Azúa del mismo periódico, tiene su origen en la diatriba contra la actual dirección del diario que se lee en Carne gobernada, una denuncia con pelos y señales de la obsecuencia del Grupo Prisa con el Gobierno de Sánchez. Algún día se reconocerá como es debido la valentía moral de Savater –que a su edad bien podría haberse retirado a cultivar su jardín y olvidarse de estas cosas– a la hora de enfrentarse al mayor atropello cívico que ha conocido nuestra democracia desde su fundación. Un atropello que sin duda, como él no se ha cansado de divulgar, se debe en buena parte a la extensión en toda España de lo que ha sido en Cataluña el pacto miserable entre el PSC y el nacionalismo reaccionario y criminal, con el apoyo y la aquiescencia de toda la sedicente izquierda de este país. A nadie debería extrañar, por tanto, que Savater pueda sentirse eximido de pertenecer a ese grupo:
“¡Ah, qué alivio comprender por fin que no tenemos obligación de ser cristianos para ir al cielo ni ser de izquierdas para ser personas decentes, compasivas y solidarias! Mas bien todo lo contrario…La izquierda ideológica es solo un apósito para tener buena conciencia y excusar atropellos ajenos y propios. […] ¿Por qué conserva la izquierda tan buena fama en nuestro país, a pesar de los crueles fracasos históricos que ha sufrido allí donde se ha impuesto de manera imperativa? Por una mirada sesgada que ha establecido la norma de juzgar a la izquierda por sus intenciones y a la derecha por sus resultados”.
Anthony Burgess observó que Falstaff encarna la desbordante humanidad que siempre queda fuera de las constricciones del Estado. Carne gobernada equivale al grito que aquel granuja dormilón, el Sócrates de las tabernas, nos dejó para siempre: Give me life!! Curiosamente, al final de Enrique IV Shakespeare anunció, en boca del coro, que en la siguiente entrega, Enrique V, iba a escenificarse la muerte de Sir John. Pero al final no fue así –su muerte off stage la cuenta la maravillosa Mistress Quickly, pero su final es tan pueril que en realidad parece que ha vuelto a nacer–, probablemente porque en aquella obra en la que impera la razón de Estado y la lógica de la guerra, ya no había espacio para Falstaff. Hace unos años, Savater anunció su propia muerte y su retirada de los escenarios, pero por fortuna la vida le ha desmentido y aún se le oye correr por las alcobas de la Cabeza de Jabalí, la posada de Miss Quickly, corrompiendo a los jóvenes que aún no quieren ser reyes.