Rand y Greenspan, flechazo intelectual
La relación de amistad entre la autora de 'El Manantial' y el economista muestra cómo las ideas distintas influyen en los grandes personajes de la historia
24 julio, 2020 00:00Un joven Greenspan y una reconocida autora. ¿Qué pasó? Las relaciones personales, las influencias de amigos, y también de enemigos, acaban perfilando una obra y una forma de entender el mundo. Le pasó al expresidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, que trabajó con los presidentes Reagan, Bush padre, Clinton y el hijo de Bush. Greenspan, un republicano atípico, que tuvo en el presidente demócrata Bill Clinton a su mejor discípulo, y con quien congenió, pecaba de joven de exceso de orgullo. Luego también, pero la experiencia va moderando el carácter. El hecho es que aquel joven, con una espesa mata de pelo negro peinada hacia atrás –¿se lo imaginan?– estaba convencido de que podía ganar a cualquiera en un debate intelectual. Hasta que se encontró con Ayn Rand, una libertaria, la autora de El Manantial, que acaba de editar recientemente Deusto.
Esa novela de ideas, centrada en un arquitecto idealista que trabaja únicamente para su obra, y que se enfrenta al statu quo y a la necesidad de servir a la comunidad, combina muy bien con la biografía de Greenspan que firma Bob Woodward (Península), en la que se muestra las dotes de un matemático que sabe relacionarse, organiza fabulosas fiestas y fue capaz de ir subiendo, ligeramente, y bajando poco a poco, los tipos de interés para conseguir una de las etapas de crecimiento económico en Estados Unidos nunca vistas, y, lo más extraordinario, con una prácticamente nula inflación.
Nuestros dos personajes se conocieron. Fue en 1952. Y fue un flechazo intelectual. Rand era una rusa de Sant Petersburgo, que emigró a Estados Unidos y se nacionalizó norteamericana. No adoptó la corriente liberal imperante, más bien aportó ella el nervio libertario, la concepción de un individualismo que quiere ser fiel a unos principios y una ética concreta, lejos de las convenciones sociales. El gran éxito le llegó con El manantial (1943) y más tarde con otra novela de ideas La rebelión del Atlas (1957). Su particular filosofía se conoció como objetivismo y en ella el hombre es un “ser heroico, con su propia felicidad como el propósito moral de su vida, con el logro productivo como su actividad más noble, y con la razón como su único absoluto”.
Rand tenía 47 años y el matemático listo disfrutaba de los 26 años. Establecían auténticas batallas intelectuales con un círculo de amigos común. Y, aunque los dos defendían el libre mercado, la escala de valores era distinta. Porque Greenspan defendía, como lo demostró al frente de la Reserva Federal, que nada podía ser conocido racionalmente con certeza absoluta. Había que ir probando.
Ello llevaba a Rand a mantener, divertida, que Greenspan igual no podía admitir que él mismo existía. De hecho, el gurú económico de tantos presidentes de Estados Unidos sostuvo en el círculo de Rand que su propia existencia no se podía probar sin duda alguna. Porque, a su juicio, solo hay “grados de probabilidad”. En ese momento, Nathaniel Branden, un díscipulo de Ayn Rand, le puso el apodo que ya nunca le abandonaría: El funerario. Branden se convenció de la existencia de Greenspan y se lo explicó a Rand: “¿A qué no sabes quién existe?; “¿Qué? –le contestó Rand– ¿Lo has conseguido? ¿El Funerario ha admitido que existe?”
Había diferencias, claro, y mucho respeto mutuo. El núcleo de Rand creía que Greenspan era un trepador, y que estaba demasiado preocupado por su posición social. Pero eso era esencial para él, y le ayudó en su carrera, porque siempre estuvo pendiente de todo el entramado político en Washington. Para él era fundamental mantenerse en contacto con gente, y estar presente en los acontecimientos sociales. Tímido, reservado, pero gran jugador de tenis, y organizador de fiestas sociales de primera.
Esas confidencias las explica Woodward en su estupenda biografía del economista que más ha marcado los últimos decenios en la economía mundial. Pero la novela de Ayn Rand hay que degustarla con atención. Y, si se prefiere, es una gozada ver la versión cinematográfica, con el mismo título, El manantial, dirigida por King Vidor en 1949, y protagonizada por Gary Cooper en el papel del arquitecto insobornable, Howard Roark. Ni Rand ni Cooper, en todo caso, acabaron muy satisfechos de la traslación de la novela. A Cooper le costó entender el mensaje de la filósofa, la misma que había discutido tanto con alguien a su altura como el joven Greenspan.
Un joven Greenspan y una reconocida autora. ¿Qué pasó? Las relaciones personales, las influencias de amigos, y también de enemigos, acaban perfilando una obra y una forma de entender el mundo. Le pasó al expresidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, que trabajó con los presidentes Reagan, Bush padre, Clinton y el hijo de Bush. Greenspan, un republicano atípico, que tuvo en el presidente demócrata Bill Clinton a su mejor discípulo, y con quien congenió, pecaba de joven de exceso de orgullo. Luego también, pero la experiencia va moderando el carácter. El hecho es que aquel joven, con una espesa mata de pelo negro peinada hacia atrás –¿se lo imaginan?– estaba convencido de que podía ganar a cualquiera en un debate intelectual. Hasta que se encontró con Ayn Rand, una libertaria, la autora de El Manantial, que acaba de editar recientemente Deusto.
Esa novela de ideas, centrada en un arquitecto idealista que trabaja únicamente para su obra, y que se enfrenta al statu quo y a la necesidad de servir a la comunidad, combina muy bien con la biografía de Greenspan que firma Bob Woodward (Península), en la que se muestra las dotes de un matemático que sabe relacionarse, organiza fabulosas fiestas y fue capaz de ir subiendo, ligeramente, y bajando poco a poco, los tipos de interés para conseguir una de las etapas de crecimiento económico en Estados Unidos nunca vistas, y, lo más extraordinario, con una prácticamente nula inflación.
Nuestros dos personajes se conocieron. Fue en 1952. Y fue un flechazo intelectual. Rand era una rusa de Sant Petersburgo, que emigró a Estados Unidos y se nacionalizó norteamericana. No adoptó la corriente liberal imperante, más bien aportó ella el nervio libertario, la concepción de un individualismo que quiere ser fiel a unos principios y una ética concreta, lejos de las convenciones sociales. El gran éxito le llegó con El manantial (1943) y más tarde con otra novela de ideas La rebelión del Atlas (1957). Su particular filosofía se conoció como objetivismo y en ella el hombre es un “ser heroico, con su propia felicidad como el propósito moral de su vida, con el logro productivo como su actividad más noble, y con la razón como su único absoluto”.
Rand tenía 47 años y el matemático listo disfrutaba de los 26 años. Establecían auténticas batallas intelectuales con un círculo de amigos común. Y, aunque los dos defendían el libre mercado, la escala de valores era distinta. Porque Greenspan defendía, como lo demostró al frente de la Reserva Federal, que nada podía ser conocido racionalmente con certeza absoluta. Había que ir probando.
Ello llevaba a Rand a mantener, divertida, que Greenspan igual no podía admitir que él mismo existía. De hecho, el gurú económico de tantos presidentes de Estados Unidos sostuvo en el círculo de Rand que su propia existencia no se podía probar sin duda alguna. Porque, a su juicio, solo hay “grados de probabilidad”. En ese momento, Nathaniel Branden, un díscipulo de Ayn Rand, le puso el apodo que ya nunca le abandonaría: El funerario. Branden se convenció de la existencia de Greenspan y se lo explicó a Rand: “¿A qué no sabes quién existe?; “¿Qué? –le contestó Rand– ¿Lo has conseguido? ¿El Funerario ha admitido que existe?”
Había diferencias, claro, y mucho respeto mutuo. El núcleo de Rand creía que Greenspan era un trepador, y que estaba demasiado preocupado por su posición social. Pero eso era esencial para él, y le ayudó en su carrera, porque siempre estuvo pendiente de todo el entramado político en Washington. Para él era fundamental mantenerse en contacto con gente, y estar presente en los acontecimientos sociales. Tímido, reservado, pero gran jugador de tenis, y organizador de fiestas sociales de primera.
Esas confidencias las explica Woodward en su estupenda biografía del economista que más ha marcado los últimos decenios en la economía mundial. Pero la novela de Ayn Rand hay que degustarla con atención. Y, si se prefiere, es una gozada ver la versión cinematográfica, con el mismo título, El manantial, dirigida por King Vidor en 1949, y protagonizada por Gary Cooper en el papel del arquitecto insobornable, Howard Roark. Ni Rand ni Cooper, en todo caso, acabaron muy satisfechos de la traslación de la novela. A Cooper le costó entender el mensaje de la filósofa, la misma que había discutido tanto con alguien a su altura como el joven Greenspan.