'El cautivo' de Amenábar
'El cautivo' de Amenábar: fantasía orientalista con un Cervantes en modo 'queer'
El director madrileño manipula la figura del escritor español preso en Argel para rodar una película activista, demasiado superficial, alejada de las evidencias históricas, con serios problemas de ritmo y una puesta en escena excesivamente académica
¿Media España escandalizada, en pleno siglo XXI, por una escena de dos hombres retozando en un baño turco? ¡Pardiez, es que uno de ellos es Miguel de Cervantes! El cautivo de Alejandro Amenábar cuenta -o más bien imagina- los cinco años que pasó prisionero en Argel el futuro escritor, tras ser raptado por piratas berberiscos en algún punto de la Costa Brava. Se libró de ser vendido como esclavo porque una carta que portaba de Juan de Austria hizo pensar a sus captores que era alguien importante. De modo que fue considerado principal, es decir, objeto de posible rescate, y cayó en manos del Bajá, junto con otros privilegiados, cuyo estatus hacía posible que sus familias pagaran por ellos.
El largometraje maneja con razonable solvencia ciertos datos históricos, como la identidad de algunos de sus compañeros de cautiverio, entre ellos el inquisidor Juan Blanco de Paz, que lo traicionó en uno de los intentos de fuga y después lo acusó de pecados nefandos. Amenábar introduce también algunos guiños cervantinos, como darles un aire de Quijote y Sancho a los dos frailes mercedarios que traen los rescates. O incluir la Historia del cautivo, que ocupa varios capítulos en El Quijote y en la cinta el joven Miguel se va inventando sobre la marcha para entretener primero a sus camaradas de penurias y después al fascinado Bajá, al modo de Sherezade, ya que encandilarlo con esa y otras historias le procura privilegios.
La película presenta a un joven Cervantes de espíritu aventurero y mente abierta, que lidera fugas como si fuera Espartaco. Sin embargo, no logra explorar, más allá de una capa muy superficial, la forja del escritor y adolece de algunos problemas de ritmo y de una puesta en escena demasiado académica. Pero lo que ha generado revuelo y polémica es la decisión de dar por cierta la homosexualidad del protagonista, convertido en amante de Bajá.
'El cautivo'
De entrada, es importante dejar claro un punto: ningún cervantista serio da por demostrada la presunta homosexualidad del escritor. La mayoría la niega con rotundidad y los menos rotundos se limitan a decir que nunca lo sabremos. Esta hipótesis -¿las fake news y la batalla cultural contaminan al más grande escritor español?- ha ido ganando posiciones en un contexto sociocultural favorable a este tipo de elucubraciones y cada vez más interesado en el griterío activista y menos en el rigor académico.
Provocateur profesional, Fernando Arrabal se lanzó al ruedo con Un esclavo llamado Cervantes y con el tiempo se han ido acumulando las teorías basadas en la lectura apresurada de ciertos documentos, uno de los cuales ha resultado además ser falso. No detallaré aquí la naturaleza de estos textos y el cuestionamiento por parte de los especialistas de la lectura que de ellos se hace, porque no es el objeto del artículo. Lo relevante es que la suma de difusos indicios -mayormente habladurías- ha servido para dar forma a una idea espoleada por el entusiasmo militante, cuyo eslogan podría ser: “Cervantes fue uno de los nuestros”.
A partir de aquí surgen algunas preguntas, la primera de las cuales podría consistir en echarme en cara: Oiga, ¿y a usted qué le importa si Amenábar se inventa un Cervantes gay? Con mucha pillería, el cineasta, en una entrevista concedida antes del estreno, trataba de acotar el terreno con esta declaración: “Mi película sobre Cervantes será un termómetro de la homofobia en España”. Que es como decir: quien la critique es homófobo. A lo que hay que responder con claridad que no, en absoluto. Se puede criticar el largometraje tanto por sus discutibles logros artísticos como, sobre todo, por su manipulación -¿interesada?- de la figura del autor de El Quijote y del contexto histórico.
¿En qué condiciones es lícito jugar con esa posibilidad desde la libertad de maniobra que concede la ficción? ¿Hacerlo con una figura de la relevancia de Cervantes debería obligar a una especial prudencia? ¿Estamos ante una simple pirueta de la imaginación u obedece a algún tipo de agenda? ¿Amenábar está explorando a Cervantes al introducir este tema o está dando rienda suelta a sus propias fantasías, muy respetables sin duda, pero no cuando se ponen en escena tergiversando una figura histórica? Lo cual nos lleva a la que en realidad es la pregunta más importante: ¿Tiene algún sentido plantear un Cervantes gay, ilumina de algún modo su personalidad o la comprensión de su obra? Si me permiten la boutade, ¿ahora resulta que hay que leer El Quijote como el Brokeback Mountain del Siglo de Oro? Si la respuesta es no –y lo es, porque no hay trazo de homosexualidad, ni siquiera codificada, en la obra cervantina–, ¿entonces qué aporta este juego, planteado, además, sin ambages, sin dejar al menos al espectador cierto margen de interpretación?
'El cautivo'
Tal vez resulte pertinente una comparación, relacionada con Shakespeare, cuya supuesta homosexualidad también se ha sido objeto de debate. En 2018 Kenneth Branagh dirigió y protagonizó El último acto (el titulo original, All Is True, es mucho más ingenioso), sobre los años finales del dramaturgo, cuando regresó desde Londres al hogar familiar en Stratford-Upon-Avon. Apenas sabemos nada de ellos y la película los imagina desde el amor que siente Branagh, gran actor y director shakesperiano, por su personaje. Una de las escenas, que con toda probabilidad no sucedió jamás, nos presenta el reencuentro con el Earl of Southampton (interpretado por Ian McKellen), supuesto destinatario de algunos de los sublimes sonetos amorosos de Shakespeare. Cuando se despiden, Southampton recita con aire melancólico el Soneto XXIX. Se intuye todo sin necesidad de subrayar nada y se permite que el espectador saque sus conclusiones. Se llama sutileza y es el modo sensato de abordar una hipótesis no verificada, algo a lo que El cautivo renuncia.
Para no ser cándidos, establezcamos otra premisa: cada época mira a los personajes del pasado con el sesgo de los parámetros del presente. Si esto se acaba trasluciendo incluso en las biografías, que deberían aspirar a la máxima veracidad, en el ámbito de la ficción las libertades -y hasta los libertinajes- se multiplican. Es obvio que Jesucristo no era rubio, como aparece en tantas películas y estampitas. Hace falta ser Marguerite Yourcenar para tomar la voz de un emperador romano de un modo plausible y, sin traicionar la verdad histórica, convertirlo además en nuestro contemporáneo. La mayoría de emperadores tal como nos han llegado son más mitos -utilizados por Shakespeare o por el cine de Hollywood- que figuras históricas.
Incluso las tentativas de acercamiento al pasado desde la ficción con mayor vocación de fidelidad acaban mostrando que se cuela en ellas el sesgo de una determinada mirada. Un par de ejemplos: Faraón de Jerzy Kawalerowicz está a años luz del cartón piedra hollywoodiense, pero siendo un largometraje polaco filmado en 1966 su Antiguo Egipto está pasado por el filtro de la lectura marxista de la Historia. Y cuando el meticuloso Kubrick hizo su incursión en el siglo XVIII en Barry Lyndon -una película prodigiosa, una cumbre estética- puso tal empeño de veracidad que renunció a cualquier tipo de iluminación artificial de las escenas que no fueran las velas de los candelabros. Sin embargo, sus imágenes están más cerca de la recreación de la realidad de los grandes pintores de la época en los que se inspira, que de la realidad misma. Los personajes parecen posar más que vivir en sus exquisitos encuadres.
Presunto retrato de Cervantes atribuido a Juan de Jáuregui.
Si nos centramos en los biopics, encontraremos abundantes ejemplos de errores históricos o descaradas manipulaciones. Por ejemplo, el ocultamiento de la homosexualidad del retratado, porque en la época era tabú. Es célebre, en el Hollywood clásico, Noche y día, en la que Cary Grant interpretaba al gran Cole Porter, obviando cualquier referencia a su nada secreta condición de gay. Y aquí conviene apuntar un dato relevante sobre la homosexualidad y su representación en la cultura. Dado que ha sido perseguida y penada, se ha vivido hasta tiempos recientes de forma clandestina, secreta o discreta, y en las producciones culturales se ha podido mostrar solo de forma velada o codificada. Hay ejemplos notorios en el cine de Hollywood -Rebecca de Hitchcock es uno- y un interesante documental dedicado al tema: The Celluloid Closet. En literatura, el ejemplo clásico es Proust y los personajes feminizados de la Recherche, pero esta práctica también puede rastrearse en obras de dramaturgos como Terence Rattigan o Tennesse Williams.
En un biopic moderno que aspire a una mínima seriedad las licencias con respecto a la verdad son, en mi opinión, permisibles en dos casos. Cuando se tira de aquella advertencia inicial de que algunos hechos y personajes se han alterado por exigencias dramáticas -sin esto no sería posible construir una ficción solvente-, pero lo que se altera no manipula la veracidad del personaje retratado. Un ejemplo: la serie Feud: Capote vs. The Swans, sobre los últimos años del escritor. Hay alguna escena completamente inventada, como un reencuentro con Lee Radziwill que nunca se produjo, pero tiene sentido dramático, ayuda a construir al personaje y no falsea su figura. Ejemplos de lo contrario, de biopics que edulcoran y tergiversan en modo barra libre los hay a centenares. La segunda posibilidad es la de jugar sin tapujos a la ficción, dejándole claro al espectador que nos situamos en este ámbito. Un ejemplo: Los pasajeros del tiempo de Nicholas Meyer nos presenta a un H.G. Wells que viaja al futuro -nuestro presente- en su máquina del tiempo, en la que se ha colado Jack el Destripador. ¿Sucedió? Claro que no, pero es el punto de partida muy jugoso para dar rienda suelta a la imaginación.
Vayamos a un caso más sutil y vinculado con el tema que nos compete. Sobre Emily Dickinson también han circulado teorías muy discutidas acerca de su lesbianismo, a partir de los trabajos de Martha Nell Smith sobre las cartas a su amiga y cuñada Susan Huntington. Esto ha impulsado, no a los amantes de la literatura sino a los activistas culturales, a apropiársela para convertirla en estandarte. Juegan con esta idea de presentarla como feminista respondona muy adelantada al sufragismo y lesbiana sin complejos una película -Wild Nights With Emily de Madeleine Olnek- y una serie -Dickinson de Alena Smith-. Ambas tienen una ambientación de época, pero acompañada de artificiosidad (no llega a ser distanciamiento brechtiano) que deja claro al espectador que está viendo una interpretación contemporánea de esa figura decimonónica. Más allá de consideraciones artísticas sobre cada una de ellas, nada que objetar a este planteamiento, porque muestra sus cartas.
Ahora bien, cuando Terence Davies abordó su figura en la exquisita Historia de una pasión (el título original, A Quiet Passion, es mucho más sugestivo), con un planteamiento realista, sin artificiosidad distanciante alguna, se mostró muy comedido al abordar este aspecto. Davies, cineasta gay en cuya obra la homosexualidad ocupa un lugar relevante, podría haberse dejado llevar por el entusiasmo activista y hacer lo de Amenábar en El cautivo, pero fiel a su seriedad no lo hizo. No por pudor ni pacatería, ya que en Benediction, su brillante biopic de Siegfried Sassoon, la homosexualidad del personaje se pone en escena sin ambigüedades porque es parte esencial de su biografía.
En El cautivo no hay distanciamiento ni ambigüedad alguna, pero las cartas con las que se va a jugar la partida se muestran enseguida. En una escena es la que uno de los prisioneros decide convertirse al Islam -el único modo de aliviar su situación: no los liberaban, pero sí les quitaban los grilletes y les ofrecían mejores condiciones de vida- y les dice a sus camaradas de cautiverio que “lo que los moros nos hacen aquí se lo hacemos nosotros a ellos allí”. Obviamente, el discurso no está dirigido a ellos, sino al espectador. No vaya a ser que al mostrar a árabes mercadeando con esclavos y maltratando a cristianos alguna luminaria woke monte en cólera y acuse a la película de racista. Porque, según los preceptos de la corrección política, Occidente es culpable de todos los males y debe expiar pecados como el de la esclavitud, pero cuidado con insinuar que el comercio de esclavos nunca fue algo exclusivo de Occidente, no vayamos a provocar que se tambalee el multiculturalismo.
'Los baños de Argel'
Siguiente trampa: presentar Argel como un paraíso de libertad sexual frente a la represión occidental. En la película la ciudad parece el Chueca del siglo XVI. Y aquí la cinta cae en algo sorprendente: una suerte de neo-orientalismo. El orientalismo -un Oriente de Las mil y una noches- es una fantasía occidental a la que Edward Said dedicó dos ambiciosos ensayos críticos: Orientalismo y Cultura e imperialismo. Esta estética vivió su apogeo en el siglo XIX, en la literatura y sobre todo en la pintura de artistas como Jean-Léon Gérôme, hoy denostados por el doble pecado de ser colonialistas y encima academicistas o pompiers. Ya casi nadie se molesta siquiera en reivindicar su extraordinaria calidad técnica, porque las vanguardias impusieron otro discurso, consagrando un urinario como suprema hazaña -aniquiladora- del arte occidental.
Hoy el orientalismo es pecaminoso y sin embargo El cautivo acaba siendo una suerte de nueva versión del siglo XXI. ¿De dónde sale sino el personaje del Bajá que seduce a Cervantes, al que se presenta como un cúmulo de clichés sacados del imaginario colonial: sádico y sibarita, exquisito y cruel, cual Fu Manchú del norte de África? El Bajá concede a su Miguel-Sherezade unas horas de libertad si la historia que le ha contado le ha complacido. Y es entonces cuando un maravillado Miguel puede pasear por Argel y pasmarse con la libertad sexual que reina en ese paraíso de tolerancia, pese a cosillas reprobables como secuestrar para pedir rescates y comerciar con esclavos.
Lo que es objeto de tolerancia es la sodomía, entonces pecado nefando en España. Según la película, parece que Argel era el Chueca del siglo XVI, con calles rebosantes de insinuantes efebos travestidos y barberías dedicadas a cobijar el amor entre hombres. Es una evidente banalización de lo que en realidad se toleraba en el imperio otomano: la relación entre un hombre mayor y un efebo imberbe. La cinta hace trampas, adaptándolo a los estándares actuales y eleva la edad de los llamados garzones, que asumían el papel pasivo ¿Por qué? Porque mostrar la realidad sobre su edad resultaría demasiado incómodo para los espectadores del siglo XXI.
Además, esta realidad histórica dificulta la verosimilitud de la relación entre el Bajá y Cervantes, dado que tenían casi la misma edad. Hay quien defiende estas licencias de la película como un canto a la tolerancia. Pues estupendo, pero no puede hacerse a costa de manipular con frivolidad y a gusto del consumidor la figura de Cervantes, porque entonces ¿qué diferencia hay entre esta cinta y aquel disparatado Cervantes de 1967, una coproducción europea, con participación española, dirigida por el estadounidense Vincent Sherman y con el alemán Horst Buchholz en el papel del autor de El Quijote?
'Cervantes' de Vincent Sherman
No es la primera vez que Amenábar se atreve a hincarle el diente a un escritor español. Ya lo hizo con Unamuno en Mientras dure la guerra, en la que lograba construir un personaje mucho más plausible. Y a través de las dudas y contradicciones del intelectual vasco conseguía uno de los pocos acercamientos a la Guerra Civil con vocación de escapar del cansino maniqueísmo habitual en el cine español. Había más ambición en esa obra que en las desventuras carcelarias de este joven Cervantes, mitad Espartaco y mitad Sherezade. Sin embargo, la película que más admiro de Amenábar es Regresión, su gran fracaso, que casi todo el mundo detesta. Situada en un lluvioso pueblo de Minnesota, aborda lo que se llamó el Satanic Panic, desatado en Estados Unidos en los años ochenta. La publicación de varios libros sensacionalistas sobre sectas que practicaban rituales satánicos, publicitados por entrevistas y reportajes televisivos, a lo que se sumó la presencia de bandas de Heavy Metal que jugaban con esa imaginería, desató un pánico colectivo entre la población y las autoridades.
Hubo denuncias, investigaciones policiales e incluso detenciones, pero acabó demostrándose que todo era una patraña y el miedo, infundado. En la película, se añade como efecto desencadenante el uso de las terapias regresivas, que está demostrado que en personas influenciables pueden generar falsos recuerdos. El fenómeno es un ejemplo fascinante de alucinación colectiva. De cómo, en las debidas circunstancias y con la debida manipulación, la gente puede acabar creyendo casi cualquier cosa. Ahora, gracias a Amenábar -acaso hará falta un empujoncito de lumbreras de las batallas culturales tipo Bob Pop o Irene Montero-, si nos esforzamos un poquitín y aparcamos los prejuicios, podremos ver la luz y gritar en éxtasis la buena nueva: ¡Sí, aleluya, Cervantes era queer!