Pepe Isbert en 'El cochecito' (1960).

Pepe Isbert en 'El cochecito' (1960).

Cine & Teatro

'El cochecito', nostalgia de demolición

La mítica película de Marco Ferreri y Rafael Azcona recupera, por ahora sólo en plataformas ‘online’, su versión original, incluyendo el final que prohibió la censura

5 mayo, 2020 00:00

La censura añadió una dosis de elipsis –y un suplemento de piedad, quizás hasta de “buenas maneras”– a esta parábola oscura, si bien el final originario, y que ahora puede de nuevo admirarse una vez recuperada esta primera versión de la película, suponía el lógico desenlace al férreo dispositivo armado por Ferreri y Azcona: antes de la última huida y de la icónica instantánea –a veces vale la pena rodar películas sólo por el potencial de fijeza de sus fotogramas– de la Guardia Civil custodiando al falso paralítico rumbo a la prisión en cochecito, el anciano observaba a pie de calle cómo introducían uno a uno en la ambulancia los cadáveres de la familia envenenada por su gesto de amarga venganza. Entre la turba de vecinos, inolvidable, el pasante, novio de la pequeña de la casa (Chus Lampreave), un José Luis López Vázquez de tuno junto a su madre, el único que salvaba la vida por el subterfugio del pandero, como le recriminara poco antes de la acción fatal ese casi suegro que ya yacía tapado por una sábana.

El cochecito

Cartel de El cochecito

En el contexto de nuestra censura, no posee el caso El cochecito, en el fondo, un grandísimo interés, pues en su día se pudo rodar el final alternativo y no fue necesario, como en otras ocasiones, mutilar o cambiar de signo imágenes y sonidos a posteriori. Sigue sorprendiendo, en todo caso, que se pudieran rodar todas las escenas previas, o la inaugural (en lo que al tándem creativo se refiere) El pisito, pues la personal asimilación, por parte del cineasta italiano y el guionista español, del godardiano adagio “todo debe pasar por la imagen” ya había hecho todo el daño posible, tal es la virulencia demoledora de este sainete estrangulado, tal la negrura del reflejo deformado de una sociedad injusta, alienante y mísera –económica y moralmente– donde algunos por entonces promocionaban aperturismos de toda laya.

El cochecito (M. Ferreri, 1960).

El cochecito (M. Ferreri, 1960).

Escena final de El cochecito (M. Ferreri, 1960)

El cochecito sí supuso la gota que colmó un vaso, con la principal consecuencia de que a Marco Ferreri no le renovaran el permiso de residencia y tuviera que continuar –con Azcona– su carrera en Italia, al principio bajo parecido signo esperpéntico (L’ape regina, 1963, La donna scimmia, 1964, Marcia nuziale, 1966). Fue la antesala, eso sí, del casi contemporáneo escándalo de la Palma de Oro en Cannes a Buñuel, en 1961 por Viridiana, cuando tras la airada reconvención de L’Osservatore Romano la película devino apátrida y se operó el cortocircuito definitivo entre la modernidad cinematográfica y lo español, suspendiéndose esa posibilidad autóctona que ya sólo fructificaría de contrabando, una vez que lo moderno se encauzara (e institucionalizara) como operación política de lavado internacional de cara –revolución formalista y, en demasiados casos, con mimbres prestados– a través del Nuevo Cine Español y la Escuela de Barcelona

Y no es que en ambos movimientos juveniles y regeneradores desaparecieran del todo las víctimas propicias, por ejemplo, entre los primeros, Francisco Regueiro –cuya valleinclanesca Madregilda (1993) culminara en cierta medida, décadas después, esta veta de la que aquí hablamos–, o Pere Portabella entre los segundos –cuya productora Films 59 se encuentra precisamente detrás de El cochecito y Viridiana–, un director inclasificable entre el underground político, el ensayismo fílmico y el cine de autor; pero lo que se acomete en este encabalgamiento de décadas tiene que ver con la paulatina e interesada marginación de una mirada crítica de los veteranos que, desde posturas ideológicas a veces incluso enfrentadas, señalaba las ruindades de la sociedad franquista a partir de la traducción fílmica y la reformulación tragicómica de nuestros referentes literarios, pictóricos o dramáticos.

Rafael Azcona (Logroño, 1926, Madrid, 2008).

Rafael Azcona (Logroño, 1926, Madrid, 2008).

El guionista Rafael Azcona

Que hasta hace bien poco no se pudiera ver este final censurado de El cochecito, o, por poner un puñado de ejemplos, una copia restaurada de algunas películas de Fernán Gómez como El mundo sigue (1965) o ¡Bruja, más que bruja! (1977); que aún se pueda descubrir, como casi inédita, una pieza magistral como Los toros y la literatura (Regueiro, 1969), o que aún no circulen dignamente películas como El inquilino (Nieves Conde, 1958), Se vende un tranvía (Estelrich, 1959) o La muerte y el leñador (1962) de Berlanga, quien un año después, en El verdugo, también con italianos en juego (Flaiano, Manfredi), firmaba el rien ne va plus de este particular realismo hipertrofiado, explica las profundas consecuencias de esta interesada ocultación que el paso del tiempo ha transformado en una absurda automutilación cultural. 

En lo que respecta a El cochecito, uno de estos films milagrosos, con sus costurones siempre a punto de deshacerse, que se clavara en la memoria de personalidades como Josef von Sternberg o Simon de Beauvoir, en él conviven los trazos airados de dos visiones pesimistas que compaginan expresión y contenido en un mismo movimiento de demolición. Por un lado, Azcona, testigo perspicaz de los regalos de lo real –el grupo de paralíticos motorizados que una tarde salieron del Bernabéu vivamente contrariados (“¡equipo de baldaos!”, iban gritando) con la actitud de los jugadores– que primero en un cuento y luego en el guión iban a verse trascendidos por el trazo goyesco y la profundidad cervantina (no es la enajenada aventura de don Anselmo sino un episodio de raigambre quijotesca) con los que el escritor aderezaba la crónica de estos pequeños destinos en pugna con la mezquindad reinante.

Marco Ferreri (Milán, 1928, París, 1997).

Marco Ferreri (Milán, 1928, París, 1997).

El director de cine italiano Marco Ferreri

Y, por otro, Ferreri, que ya ensayaba en España, desde la asunción de un, digamos, neorrealismo pervertido (es decir, intensamente anti-utópico), un proyecto deconstructivo –y destructivo– que si más tarde, alrededor de Mayo del 68, procedería, en palabras de Jacques Aumont, como una lenta y etérea contaminación (piénsese en la casi abstracta Dillinger ha muerto, 1969), en estos primeros escarceos promocionaba el deseo anarquista de dinamitar lo existente. La obsesión –y, claro, también la pose– de Ferreri durante la década que inauguran sus films españoles se traduce en el convencimiento de que el cine no sirve para nada. También que el sistema industrial (y en esto comulgaba con Buñuel) absorbe y mercantiliza –le encuentra, en definitiva, un canal de rendimiento económico– cualquier iniciativa subversiva; que lo adapta todo, amortiguándolo con un par de etiquetas y buscándole acomodo en el correspondiente nicho de mercado de enfants terribles y planteamientos distópicos e irracionalistas.

Es contra esta predecible fagocitación que Ferreri se revuelve y a la que, con la inestimable ayuda de Azcona, opone enrabietada resistencia. Al cine, entonces, de un paradójico dimisionario –Pasolini lo calificaba directamente de sádico– le corresponden decisiones estéticas como el plano largo, profundo, abismado en la duración, ruidoso pero a la vez coreografiado, enemigo del inserto –alérgico a la caída en una articulación gramática– y que en su fluidez instintiva ampara, en flagrante antítesis, a esta colección de asmáticos físicos y mentales que buscan una salida como sea y sólo vislumbran la libertad como colofón de una ruptura abierta y salvaje con la realidad en la que se ven atrapados.

A Ferreri, a su engranaje inmisericorde, le vino de perlas no sólo el magisterio de Azcona –su inigualable oído, la desarmante economía expresiva de sus descripciones y réplicas–. También, y en igualdad de importancia, la arraigada tendencia galdosiana de un cine, el nuestro, a favor del personaje (sea éste protagonista, secundario o incluso anecdótico), una desmedida inversión en la tipología humana muy por encima de la empleada en el desarrollo de procedimientos narrativos. O, más claramente expuesto, que, entre nosotros, el personaje fuera en sí mismo la historia.

Así, el italiano se aprovecha de la posibilidad escandalosa de que Pepe Isbert pueda, él solo, ser una película. Que El cochecito sea Pepe Isbert. Y que la narración se geste como reflejo indirecto de lo que atraviesa la singularidad de su persona, su fragilidad física, el inimitable grano de su voz sostenida por el aire que le falta, la risa y el llanto como breves raptos, los gestos con los que se pone en escena, como en la legendaria secuencia en la que prepara minuciosamente su falsa caída en el rellano de la puerta del piso familiar, cima de su maquiavélico (y fallido) plan para que le compren el coche de minusválidos. Mefistofélico cruce entre vejez e infancia, en tanto que extremos de una edad intergeneracional en despavorida huida ante la responsabilidad adulta, Isbert encarnó esa inesperada fuerza desintegradora que tanto preocupara por entonces a Ferreri.