Marisa Paredes en el barrio de las musas
La actriz fallecida, que fue presidenta de la Academia del Cine, siempre tuvo clara una máxima: “No hay que tener miedo a la cultura, ni al entretenimiento, ni a la libertad de expresión, hay que tener miedo a la ignorancia y al dogmatismo”
Dolor en la plaza de Santa Ana. De madrugada, todo está quieto, húmedo, arremolinado; solo suena el eco de pasos al doblar el barrio de Cortes, en el Madrid Centro de Manuela Carmena, la capital mestiza que entusiasmaba a Marisa Paredes, la ausente.
Cuando ha despuntado el día, suenan Tacones lejanos acompañando a la voz imaginada de la actriz que interpreta Piensa en mí del inolvidable Agustín Lara. Uno se la pregunta por qué Marisa se ha marchado sin despedirse apenas y, para desmantelar el injusto drama de este fallecimiento inesperado, se encienden, por ensalmo, las luces de La flor de mi secreto, la vida de Leo Macías, escritora de novelas de amor que firma con el pseudónimo de Amanda Gris. Cuando Macías y su marido Paco se separan, se encarna Ángel, el auténtico autor del que Leo se encargará, como agente literaria. El desamor y el maldito poder de los libros (una forma de brujería perversa) se entrelazan en una comedia salvada por la gestualidad de Paredes.
A pocas horas de su desaparición, sobre la mañana impregnada de vaho, aves de la sierra revolotean plazas y calles. Falleció el martes 17 de diciembre de 2024. La ciudad se vuelca ante la dama de la escena y del cine que llenó toda la pantalla con una expresividad “de otro tiempo”, dice Almodóvar, casi sin aliento; nació hace 78 años “un tres de mayo, como Marlon Brando”, escribe Elsa Fernández-Santos.
En este miércoles enmohecido por la ceniza caída sobre la memoria toca recordar que la actriz fue galardonada con el Premio Nacional de Cinematografía y la Medalla del Mérito a las Bellas Artes. “Ella era la mujer amiga de las mujeres”, manifiesta Penélope Cruz; “su elegancia ética encarnó lo más alto de la cultura española” (Urtasun). El balance es bien conocido: 75 películas, 80 series y decenas de obras de teatro. No hay proscenio que no haya pisado la actriz, desde el Tívoli o el nuevo Apolo, desde Gran Vía a la Latina. Hoy, todo parece rosado y apaciguado; el sol no calienta y la niebla ha desaparecido para siempre. Apenas se ven brochazos y manchas verdes.
Ella nació en el barrio de las Musas. Combatió en el frente cultural y quienes la han seguido de cerca recuerdan sus discursos como presidenta de la Academia del Cine con España colgada por la crisis del Euro y la Deuda: “No hay que tener miedo a la cultura, ni al entretenimiento, ni a la libertad de expresión. Ni mucho menos a la sátira y al humor. Hay que tener miedo a la ignorancia y al dogmatismo”.
Mujer de pupila trágica y carcajada limpia por cualquier pequeño detalle. De militancia firme por transmisión de Petra, su madre, que tanto la defendió al comienzo de su carrera superlativa, cuando la actriz era una joven irresistible de labios gruesos y pupilas caídas; una ninfa de sombras, largas piernas y pupilas bajas; impredecible en la decisión, su testuz movía todo el cuerpo, como si tuviera una caja de herramientas digitales instalada en el tálamo para ordenar el movimiento de brazos y el asombro en el rostro.
Empezó muy joven, bellamente encogida, saliendo en piezas televisivas ante los comedores españoles; más tarde, saltó a las tablas y mostró extremidades desnudas con el recato de la gran Isadora Duncan. Marisa encandiló, tuvo una hija, María, también actriz actualmente fruto de su relación con Antonio Isasi-Isasmendi. Y un amor imposible: Fernán Gómez –“mi maestro de vida”- que le dedicó un encaje en su último cuaderno autobiográfico.
Nunca se calló
Nació para la interpretación y se vio obligada a renacer docenas de veces, como ocurre en las tablas y lo platós. Se mostró refulgente en Las bicicletas son para el verano, sobre una historia de un Fernán Gómez, exigente y enfurruñado; aquel fue un cameo libre en blanco y negro del neorrealismo de Vittorio de Sica o de las buenas intenciones de Monsieur Hulot montado en una BH con barra y manillar alto, colocándose la pinza en el dobladillo del pantalón para no mancharse con la cadena. Enseguida entendimos a la ninfa contenida, a la niña mala. Y en esas llegó Almodóvar.
La despedida de Marisa Paredes crece en intensidad a medida que pasan las horas; en los bares cercanos al Tívoli reinan el café y la melancolía. Los meseros se ocupan de todo con displicencia afectuosa. Son como duques serviles atendiendo a un emperador mameluco o son, simplemente camareros asintiendo de mala gana a los clientes y con la mirada camino de ultramar.
Las personas se hacen personajes antes de que las palomas urbanas dejen paso a los mosquitos, producto de la tabla de árboles del Madrid de Almeida, un malandrín sin turbante que no se ha personado todavía ante el catafalco de la actriz, expuesto en el Real. Paredes lideró las protestas contra la tala y se enemistó con el poder marmóreo de Sol (Ayuso) y Cibeles (Almeida). Nunca se ha callado, como sabe bien Chema Prado -ex director de la Filmoteca Española- su pareja durante 40 años, el amor real de Marisa, su discreta intimidad.
Marisa, la heterodoxa, rompió su destino en Ópera prima de Fernando Trueba, en La vida es bella, o en Profundo carmesí. Más adelante, fue la monja herida como mujer, la Sor Estiercol, de Entre tinieblas, en medio de un despliegue de actrices, como nunca se ha visto: Chus Lampreave, Carmen Maura, Julieta Serrano o Cecilia Roth. Cuando nos legó su Becky del Páramo, supimos que Almodóvar, su hacedor, volcaba en ella su admiración apasionada por Chavela Vergas. Y más tarde su Huma Rojo de Tacones lejanos se encargó de poner en cuestión la creación narrativa en medio de dos chicos respetabilísimos, como Imanol Arias y Juan Echanove. Llegó su homenaje, o el de Almodóvar, al Tennesse Williams atropellado por de la caza de brujas a causa de su Tranvía llamado deseo.
El 'No' a la Guerra
El tándem entre Paredes y Almodóvar deja una bipolaridad difícilmente repetible: ella expresa y humaniza hasta producir dolor; él, en cambio, no deja de proteger su intimidad, con un velo sobre otro. Y así llegaron a su último dúo: La Mansión, con Paredes en el papel de Marilla, el ama de llaves del perturbado doctor Ledgard (Antonio Banderas), exponiendo ambos la munición que nos conmueve. Paredes lucha contra un Mal que no es necesariamente malo, sino que funciona como seducción y se muestra irreductible. Los más difícil de Marisa Paredes en la escena ha sido lo más logrado de su exposición pública ante el llamado mundo real. La atracción violenta de su parte maldita se troca en humanidad.
Su relato completo es más auténtico que la misma factualidad de la vida real. "El mal y el bien se destruyen mutuamente en el arte” -así lo escribió George Bataille-, mientras que la deshumanización, cancela la virtud con la que nacemos. Marisa Paredes lo tuvo en cuenta a lo largo de sus sesenta años de cerrera; su relato como actriz acaba con la vergüenza secreta.
No olvidemos que ella denunció la violencia y proclamó su No a la guerra cuando la España estaba en guerra con Irak. Su proclamación en los Goya de 2003 fue firmada por el 90% de la cultura española cuando entrábamos en un cambio de paradigma que ha modificado las prioridades geopolíticas actuales. Era consciente de que el miedo y el desamor germinan en los hogares y, con el tiempo, se trasladan a los cañones.