La necesaria intensidad de Werner Herzog
El documental 'Werner Herzog: un soñador radical' muestra a un cineasta que ha logrado algo único: no parecerse a nadie, con películas que son cada una de ellas un manifiesto
5 marzo, 2024 17:55A mediados de los años 70 pasé por una fase cultural germánica de muchos bemoles. Leía a Peter Handke, escuchaba a Kraftwerk y, sobre todo, pasaba las tardes en la filmoteca de Barcelona en vez de acudir a clase en la facultad de periodismo de Bellaterra, tragándome todo lo que podía ofrecerme el llamado Nuevo cine alemán, representado por cineastas que me siguen acompañando a día de hoy, como Rainer Werner Fassbinder, Wim Wenders, Werner Herzog, Werner Schroeter o Daniel Schmid (éste era suizo, como Bruno Ganz, pero asimilado por la industria alemana). Recordé esa época feliz hace unas noches, viendo en Movistar el documental de Thomas von Steinaecker Werner Herzog: un soñador radical, excelente recuento de la vida y obra del director de Aguirre, la cólera de Dios, El enigma de Kaspar Hauser, Fitzcarraldo o, ya posteriormente y desde Los Ángeles, Grizzly man o Bad lieutenant (casi nada que ver con el film homónimo de Abel Ferrara protagonizado por Harvey Keitel). La primera película de Herzog que vi en la filmoteca, atraído en parte por el título, fue También los enanos empezaron de pequeños (1970), una historia delirante rodada en Lanzarote que me pareció la obra de un genio o de un zumbado (tardé un poco en decantarme por la primera opción). Con ella me enganché a su cine hasta el día de hoy.
Werner Herzog: un soñador radical nos muestra a un Herzog (Múnich, 1942) tan intenso como siempre lo habíamos imaginado, un cineasta único que concibe su oficio como algo que sirve para más que contar una historia. En ese sentido, cada largometraje del señor Herzog es como un manifiesto, como algo que o lo explicas o revientas, ya se trate de una ficción o de un documental (Herzog no distingue entre una cosa y otra). Instalado desde hace años en Los Ángeles junto a su tercera esposa, el cineasta pasa revista a su carrera y a su existencia, desde que era un crío criado en el campo que nunca había visto un teléfono ni ido al cine hasta ahora mismo, cuando sigue moviendo proyectos personales e intransferibles que cada día se decantan más hacia lo documental. Cuando la familia se trasladó a Múnich, el pequeño Werner acabó en una pensión en la que también se alojaba el actor Klaus Kinski (1926 – 1991), sin intuir que éste se acabaría convirtiendo en su compañero de aventuras en diversas películas: le acabaría dedicando una, Mi enemigo íntimo (1999), en la que quedaba meridianamente claro que Kinski era un gran actor, pero también un sociópata desquiciado especializado en amargarle la vida al director de turno, con especial saña en el caso de Herzog (su última colaboración fue en 1987 con Cobra verde, en cuyo rodaje a Kinski se le fue la olla a lo grande, demostrando que no estaba bien de la cabeza y que no valía la pena seguir trabajando con él).
Werner Herzog no fue al cine hasta los diecisiete años, pero a partir de ahí no se ha dedicado a otra cosa, salvo a publicar algunos libros (a destacar Del caminar sobre hielo, sobre el viaje a pie que hizo a finales de 1974 de Múnich a París, donde (aparentemente) agonizaba la gran historiadora del cine Lotte Eisner (1896 – 1983): se le había metido en la cabeza que, si llevaba a cabo esa peregrinación, Lotte se salvaría, y así fue, pues la buena señora vivió ocho años más, aunque no hay pruebas de que ello se debiera a la visita al hospital del buen Werner). Se acaba de editar en España su libro de memorias, Cada uno por su lado y Dios contra todos (el lema de Lope de Aguirre), que pienso pillar después de haber visto el documental, en el que aparecen, entre otros, Wim Wenders, Robert Pattinson, Christian Bale, Nicole Kidman o Patti Smith, devotos todos ellos del cine de Herzog y del propio Herzog, que en Estados Unidos es considerado como una especie de iluminado, pero merecedor del máximo respeto y hasta de la veneración (sentimientos que comparto).
Escepticismo compasivo
A sus casi 82 años, Herzog sigue tan intenso como cuando se metía en fregados del calibre de Aguirre o Fitzcarraldo (en el rodaje de la primera en Sudamérica se vio obligado a viajar a Alemania para recoger más dinero y dejó tirados a los extras, que casi lo linchan a su regreso, y en el de la segunda hubo que transportar un barco a mano a través de la selva). Parece un hombre razonablemente feliz que conserva la curiosidad juvenil sobre el mundo que le rodea y que hasta da muestras de un peculiar sentido del humor (como puede comprobarse en Grizzly man, la triste y grotesca historia de un joven norteamericano que, harto de los seres humanos, se fue a vivir a una zona llena de osos, que se lo acabaron comiendo junto a su desdichada novia). Su mirada sigue siendo la del joven que se enfrentaba a la vida con estupor, pero sin temor alguno, y es evidente que, pese a su edad provecta, aún no ha dicho la última palabra.
Ideal para fans de Herzog de toda la vida y para humanistas en general, aunque no conozcan su obra, Werner Herzog: un soñador radical es un espléndido retrato de un cineasta que ha logrado algo que no está al alcance de todos: no parecerse a nadie, ser su propia persona y ver la existencia desde un escepticismo compasivo más propio de un filósofo que de un director de cine. Aunque nunca me lo han presentado, lleva acompañándome medio siglo y le echaré de menos cuando falte.