El dibujante e historietista René Goscinny, en su despacho

El dibujante e historietista René Goscinny, en su despacho Cedida

Cine & Teatro

Yo quería ser Goscinny

17 julio, 2023 00:29

A principios de la década de los 70, René Goscinny y Maurice de Bevere (en arte, Morris) pasaron por Barcelona y dedicaron un buen rato a firmar ejemplares del último álbum de Lucky Luke traducido al español, que ya no recuerdo cuál era. Yo me presenté en el Corte Inglés de la plaza Catalunya con mi ejemplar en francés de Dalton City (1969), uno de mis libros favoritos de la serie, y pude ver al natural a mi guionista de tebeos favorito, al hombre en el que me quería convertir cuando iniciara mi brillante carrera de escritor de comics y redactor jefe de alguna publicación especializada de esas que no existían en España y que aún tardarían unos años en llegar (acabé controlando relativamente dos de ellas, Bésame mucho y Cairo, y escribí los guiones de algunos álbumes, pero nunca, nunca, alcancé las cotas del gran Goscinny). Aún conservo ese ejemplar de Dalton City, con su amable dedicatoria del autor y un dibujito de Morris hecho en un minuto que es un retrato perfecto del vaquero que disparaba más rápido que su sombra. Ya me he hecho a la idea de que, cuando la palme, el álbum irá a parar a la basura, pero, de momento, aún me hace mucha y agradable compañía.

René Goscinny (París, 1926 – 1977) lo tenía todo para un chaval como yo: dirigía mi revista preferida, Pilote, y escribía para dibujantes estupendos, como Uderzo, Sempé, Morris, Tabary o Gotlib. Y yo quería seguir sus pasos desde la subdesarrollada España: encarrilar una revista de comics y escribir tres o cuatro series era mi particular sueño húmedo adolescente (dejando aparte los sueños húmedos tradicionales, también muy propios de la adolescencia). Goscinny dejó una obra extensa que podría haberlo sido mucho más si no llega a fallecer el cinco de noviembre de 1977 de un paro cardíaco, a los 51 años, mientras se sometía a una inspección médica rutinaria, pero lo que tuvo tiempo de hacer lo consagra sin duda alguna como uno de los autores más interesantes de la historieta mundial.

De padres polacos y judíos, Stanislaw y Anna, el futuro creador de Asterix se trasladó a Buenos Aires a los dos años, cuando le cayó allí un trabajo de ingeniero químico a su progenitor. La familia se instaló en el número 875 de la calle del sargento Cabral y el pequeño René fue matriculado en el Liceo Francés, de donde saldría la inspiración para algunos personajes de El pequeño Nicolas, serie de libros ilustrados por Jean-Jacques Sempé desde mediados de los años 50. Tras la muerte prematura de su padre, Goscinny y su madre se trasladaron a Nueva York, donde vivía el tío Boris, en 1948, y allí nuestro hombre acabó compartiendo estudio con Harvey Kurtzman, Bill Elder y Jack Davis, que no tardarían mucho en crear la seminal revista Mad. En aquellos tiempos, el joven René iba para dibujante, pero no tardó demasiado tiempo en darse cuenta de que lo suyo era la escritura. A principios de los 50, Goscinny ya estaba de regreso en Francia y contaba con la amistad de Morris (al que había conocido en su Bélgica natal) y Uderzo. En 1959 nacieron Asterix y Obelix y, como se dice en estos casos, lo demás ya es historia.

Mantener el ritmo en una historia de humor de 48 páginas no es fácil (la risa sale más fácilmente en un formato breve), pero Goscinny lo consiguió con Asterix, Lucky Luke y el Gran Visir Iznogoud, cuyas respectivas andanzas resultaban tremendamente divertidas y, además, funcionaban para públicos de todas las edades, satisfaciendo a los niños y entreteniendo a los adultos que pillaban los dos niveles de la creación. Aunque practicaba en general un humor bastante blanco, no faltan los elementos de crueldad en las historias de Goscinny: véase la imbecilidad profunda de Averell Dalton o la mezquindad y miseria moral de Iznogoud, cuyo patrón, el califa Haroun El Poussah, es un badulaque de una inocencia suicida que lo considera su más leal servidor, aunque en la práctica ambos recuerden mucho al Coyote y el Correcaminos. En cuanto a las historias cortas, Goscinny también las bordaba: no hay más que ver su serie de reflexiones breves sobre temas de actualidad (y de todo tipo) Les dingodossiers, ilustrada por Marcel Gotlib. Y, aparte de todo esto, al hombre aún le quedó tiempo para escribir algunas novelas humorísticas y hasta los guiones de dos películas de Tintín, El misterio del toisón de oro (1962) y Tintín y las naranjas azules (1964), producciones baratas y algo chapuceras, pero entrañables (y el protagonista, Jean-Pierre Talbot, se parecía bastante al personaje de Hergé).

René Goscinny tuvo una vida breve, pero plena. Un tanto azarosa al principio (si su familia no llega a emigrar a Argentina, puede que los nazis la hubiesen exterminado durante la ocupación), pero movida y entretenida después. Intuyo que el humor le venía de fábrica por sus orígenes judíos, pero yo diría que la compañía de otro judío, Harvey Kurtzman, le vino muy bien para encauzarlo de la manera más eficaz. Y yo, pues bueno, como es del dominio público, nunca conseguí llegarle a la suela del zapato, pero Dios sabe que lo intenté.