Imagen del documental 'In my mind' sobre la serie 'El prisionero' / NETFLIX

Imagen del documental 'In my mind' sobre la serie 'El prisionero' / NETFLIX

Cine & Teatro

La historia de ‘El prisionero’

El documental 'In my mind' muestra la fascinación por la serie de finales de los sesenta, que se vio en España en blanco y negro

13 diciembre, 2022 17:00

A finales de los años 60, cuando las series de televisión solían carecer del interés, la innovación y el prestigio de los que gozan ahora gracias a las plataformas de streaming, se producían ocasionalmente rarezas que, a veces, hasta encontraban su público. Una de ellas fue El prisionero (1967-1968), una fábula de tintes orwellianos ideada por el actor Patrick McGoohan (1928-2009), quien también ejerció de director en algunos de sus diecisiete episodios, así como de guionista y de productor ejecutivo. Era su idea y consiguió imponérsela al productor Lew Grade, fundador de la ITC (Incorporated Television Company), nacido en Ucrania, pero criado en Inglaterra, donde llegó a ser conocido como Lord Grade. Si ya en la actualidad un producto tan delirante como The Prisoner sería difícil de levantar, resulta asombroso que llegara a rodarse a finales de la década prodigiosa, aunque es indudable que obró en su favor el ambiente pop de la Inglaterra de la época, cuando los Beatles y los Stones acababan de publicar álbumes del calibre de Sargent Pepper´s lonely hearts club band o Their satanic majesties request. Aunque de manera un tanto oblicua, El Prisionero encajaba a la perfección, al igual que Los Vengadores, en el país de Mary Quant y Carnaby Street, de Twiggy y Jean Shrimpton, de los Kinks y la Incredible String Band. Puede que, sin pretenderlo, al señor McGoohan le hubiese salido una serie acorde con el signo de los tiempos, ya que gozó de una audiencia considerable que se le acabó rebotando tras la emisión del último episodio, en el que no se resolvía absolutamente nada de lo planteado en los dieciséis anteriores y todo concluía en una algarabía pop de tono metafísico que siempre hizo dudar a los seguidores de la serie acerca de si ése era el final previsto desde el principio o si McGoohan no había sabido salirse del fregado en que se había metido.

La serie era en color, pero en España la vimos en blanco y negro, y recuerdo perfectamente que mi hermano mayor y yo nos enganchamos a ella junto a nuestros sufridos padres, que no tenían otra opción, pues, si no me equivoco, aún no existía ni el UHF, como se denominaba lo que ahora conocemos como la 2 de TVE. El prisionero iba de un agente secreto que presenta la dimisión, es secuestrado por sus mandos y encerrado en un bonito pueblo junto al mar (The Village) del que no hay forma humana de escapar. Carente de nombre, el agente en cuestión es rebautizado como Número 6 y se tirará diecisiete capítulos intentando desentrañar la identidad del misterioso Número 1 y protagonizando intentos de fuga que son siempre abortados por el extraño vigilante del lugar, una enorme bola fláccida que se desplaza a saltitos y engulle momentáneamente a los fugitivos.

Imagen del documental sobre 'El prisionero' / NETFLIX

Imagen del documental sobre 'El prisionero' / NETFLIX

El británico Chris Rodley se sintió tan fascinado como yo por El Prisionero, rodando en 2017 un documental al respecto que ahora puede verse en Netflix para el disfrute de nostálgicos de mi quinta y jóvenes con interés por fenómenos de culto anteriores a su época. El protagonista absoluto de la propuesta es Patrick McGoohan, al que Rodley pilló en 1983 en California, donde vivía nuestro hombre, que, gracias a su amistad con Peter Falk, había llegado a escribir y dirigir algunos episodios de su mítica serie Colombo. Por lo que vemos en el documental, entrevistar a McGoohan era muy parecido a un dolor de muelas, dado el carácter cascarrabias del interfecto, su tendencia a la auto-importancia y su propensión a decirle al equipo de rodaje lo que tenía que hacer. Estamos ante un hombre un tanto pagado de sí mismo que considera El Prisionero su mayor genialidad (la verdad es que en el cine nunca destacó gran cosa, pese a que sus inicios teatrales llegaron a llamar poderosamente la atención de Orson Welles), así como su venganza de una serie anterior que le había dado cierta fama, Danger man (en Estados Unidos, Secret agent y en España, Cita con la muerte), en la que interpretaba a un agente del MI5, John Drake, empeñado, gracias a McGoohan, en parecerse lo menos posible a James Bond, principal inspiración de su amigo Lord Grade. Se deduce viéndolo hablar sin tasa de sí mismo que el señor McGoohan se consideraba un artista polifacético y llamado a convertirse en alguien como Orson Welles, pero a la hora de la verdad, ha pasado a la historia exclusivamente como el creador de esa extravagancia pop que fue El Prisionero.

Un pueblo real

De las conversaciones con su hija Catherine, rodadas con posterioridad a su fallecimiento, se colige que el difunto no era una persona de trato fácil y que se comportaba como el genio que nadie le había dicho que fuese. En cualquier caso, El Prisionero sigue siendo una de las cosas más raras jamás rodadas para televisión y merece ser revisada (la tengo en DVD desde hace años, pero nunca encuentro diecisiete horas libres para tragármela, tal vez porque siempre me da algo de miedo volver a productos audiovisuales que me hicieron feliz en la infancia o en la adolescencia). Que yo sepa, El Prisionero no está disponible en ninguna de nuestras plataformas, pero sí en YouTube gratis total.

La principal novedad de In my mind, por lo menos para quien esto firma, ha sido descubrir que The Village no era un decorado delirante, sino un pueblo real y no menos delirante, Portmeirion, enclave de estilo italiano situado en la costa de Gales y diseñado al completo por un arquitecto extravagante. Según Catherine McGoohan, es uno de esos sitios tan bellamente absurdos que al cabo de tres días te entran unas ganas locas de abandonarlos. Cuando su padre lo descubrió por casualidad, rodando un episodio de Danger man, la cosa tuvo carácter de epifanía: el hombre había encontrado el decorado ideal para la obra de su vida.