Molière, la sátira como máquina de guerra
El dramaturgo francés, de cuyo nacimiento acaba de cumplirse el cuarto centenario, creó caracteres que muestran todas las naturalezas humanas, a través del aguijón moral del teatro
17 mayo, 2022 20:50El aguijón moral de la dramaturgia destruye los muros de la convención; y por muy irreverentes que lleguen a ser algunas verdades, nunca alcanzan al poder dasacralizador de la sátira. Esta es la moraleja de Don Juan o El festín de piedra, un canto salvaje de Jean Baptiste Poquelin, Molière, a la transgresión, inspirada en El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, aquel Fray Gabriel Téllez, que fue cumbre del Siglo de Oro. La pieza de Molière, bañada en el humor que socavó al papado romano, expresa la bajeza de cierta aristocracia que protege al cínico, hipócrita, seductor y valido de la corte. La Iglesia retiró la obra de los teatros, pero Luis XIV la devolvió al gran público de París, convenientemente retocada. Allí comenzó la difícil concordancia entre el absolutismo y la caricatura de sus miserias, expresada en los escenarios. La comunión sacrílega entre el poder y el teatro se sostuvo sobre de telón de fondo de la Guerra de los Treinta Años que transformó Europa y enemistó para siempre a Francia con las dos Casas de Austria: la alemana y la española.
Siempre al borde del precipicio, pero también muy cerca de las mieles del éxito; así fue la vida del dramaturgo, nacido el 15 de enero de 1622 –hace ahora 400 años–, que contó con el favor milagroso del Rey Sol, conocido en Francia como Louis Dieudonné (dado por Dios). El Don Juan de Molière es la versión más descarnada del socorrido personaje, que cuenta con una variedad enorme de perfiles, desde la predilección española por el Tenorio de Zorrilla con las que Carlos Lemos o Luis Prendes ponían el pie al público recitando el consabido “…olvida de tu convento / la triste cárcel sombría…”, el ripio de Zorrilla que paralizaba la platea del Romea en la Barcelona del blanco y negro; sin olvidar las dos versiones francesas posteriores: la de Baudelaire en el poema Don Juan en los infiernos y la de Merimé en la obra Las ánimas del Purgatorio, tocadas ambas por la tradición de Espronceda. El Don Juan de Pushkin, símbolo de las letras cirílicas, desterrado por el último Zar, se inspiró en el Madrid de la capa hasta los bigotes y el sombrero hasta las cejas, un “prejuicio literario” de las noches que huelen a laurel y limón, en palabras de Corpus Barga.
Si hay un Molière exagerado es Don Juan o El festín de la piedra, medido por el clasicismo de Racine o Cornell, y heredero absoluto de Rabelais, autor de lo grotesco y escatológico. Cien años antes de la Comedie, Rabelais reunió a los gigantes Gargantúa y Pantagruel para que desayunaran lechón en miel de la Abadía franciscana y cenaran truchas con leche helada, el plato preferido de Bárbara de Blomberg, la madre de Juan de Austria, como recuerda Cunqueiro en La cocina cristina de occidente. Molière tomó prestados los guisos del gran maestro; le placían especialmente los gustos gastronómicos del Sacro Imperio, aunque a menudo le provocaron enormes problemas de estómago. Se apuntó cuando pudo soportarlo a las salsas de vino cocidas con jamones y cabezas de cerdo, la hegemonía culinaria de Europa hasta la llegada del Segundo Imperio, cuando los fogones del Stauffen germánico tuvieron que rendirse a los pies de su excelencia Talleyrand de Périgord.
Para ser fiel a su creador, el burlador muere por el estómago y no por la bragueta o el corazón. El puritanismo donjuanista, anterior y posterior a Molière, no tiene nada que ver con la parodia hiriente del personaje cortesano y desde luego está muy lejos de lo que, un siglo más tarde, sería el arte amatorio de Giacomo Casanova, marcado por la voluptuosidad del Settecento. Las paredes del Palazzo Pesaro de Venecia, nido del mítico amador, violinista, filósofo, mecenas, tahúr, alquimista y espía desprenden todavía el odore di fémina que aparece en el Don Giovani de Mozart. El drama giocosso del compositor austríaco está lejos del personaje de Molière y a leguas del protagonista de Tirso, impenitente pecador que confundiría la facultad olfativa del amante con el azufre del Infierno.
Las biografías del dramaturgo dicen que hay algo del mismo Molière, íntimo y suspicaz, en el Alceste de El Misántropo, otro de sus grandes caracteres. Este personaje, apodado el pintor, es el modelo de toda aversión a la humanidad; un hombre que se ha jurado así mismo no volver a obrar siguiendo las hipócritas convenciones para convertirse en una ciudadano franco y sincero. Pero se ha enamorado de Célimène, una mujer vanidosa de lengua viperina que lo engatusa y le lleva a rechazar el afecto de la sincera Eliante. La obra desvela la ambivalencia de los sentimientos mas nobles y vigorosos, porque en el fondo amamos aquello que odiamos, y porque, solo desprecian la vida social aquellos que no han recibido sus favores.
Alceste habla demasiado de su sinceridad, pero es ciego a su amor propio. Este personaje hizo exclamar a Molière en alguna ocasión “un misántropo como yo”; pensó que había más de él en su Alceste que en Alceste mismo, y luchó con todas sus fuerzas para no reflejarse en el personaje de La escuela de los maridos, o en Arnulfo en La escuela de las mujeres, dos piezas igual de satíricas, pero menos poderosas en lo dramático. Molière escribió esta segunda obra el año que se casó con Armande Béjart, camarada de la Comedie y compañera de infortunios conyugales. Pero solo llegó a congratularse con su personalidad en El impromptu de Versalles, un encargo real con el que monarca pensaba divertirse con el antagonismo entre la Comedie y la compañía del Hôtel de Bourgogne; fue una daga por la espalda, pero también la alta heroicidad de un teatrero capaz de desnudarse ante el público.
En Molière, la hilaridad aumenta a medida en que la verdad declina. En El Avaro, la Comedie mostró toda la locura que el dinero es capaz de desatar en aquel que le teme a la vida. En Tartufo, su autor empezó en la farsa para acabar en la introspección. Es tal vez su mejor obra, en la que se pone en jaque a la hipocresía a través de la historia de un farsante que utiliza su zalamería para ganarse la confianza del burgués Orgón; se mete en su vida privada, lo aleja de su familia y se hace con su fortuna. Es el antecedente de los religiosamente correctos, las buenas personas que tratan de aprovecharse de la piedad de sus víctimas para orientar sus herencias, siguiendo un estilo que ha tenido acólitos en nuestro país con ejemplos en la ficción que van desde el Magistral de Vetusta, confesor de Ana Ozores, La Regenta de Clarín, hasta el párroco de Los gozos y las sombras de Torrente Ballester, tocando de refilón al homúnculo latinista que escribió el Cajón de Sastre, atribuido al inquietante Baron de Maldà, en la última novela de Joan Perucho.
El Tartufo estuvo a punto de costarle a Molière la excomunión y casi la hoguera, medidas de las que se libró gracias al Rey Sol, a su regreso triunfal de una campaña militar en los campos de Flandes. Pero por pasión y muerte del propio autor, el puesto de honor de la Comedie le corresponde a El enfermo imaginario, la pieza más espectacular de Molière en la que se cuenta la conocida historia de un hipocondríaco que quiere obligar a su hija a casarse con un médico para estar permanentemente atendido por el galeno. El dramaturgo hizo el papel de protagonista cuando estaba realmente enfermo y su representación resultó tan perfecta que los espectadores eran incapaces de aguatar la risa, mientras Molière fallecía de verdad sobre el escenario.
Aquellas candilejas de 1673 han dado mucho juego en medio mundo. En nuestro país, la última comedia del más grande tuvo una réplica digna hace apenas dos años en el montaje de Josep Maria Flotats, traducida por Mauro Armiño, en una pieza que abrió la temporada en el Teatro de la Comedia. Esta misma obra cuenta en España con otros brillantes precedentes, como la versión de Rafael Álvarez El Brujo o el testamento teatral de Juan Luis Galiardo, que se recorrió España, al modo de La Barraca de Lorca, con una furgoneta y un megáfono anunciando las funciones.
Moliere destrozó el universo pequeño burgués antes de la aparición de las clases medias. Advirtió lo que venía; anticipó la modernidad habitando una sociedad devastada por congéneres hipócritas, maliciosos y cómodos. Rompió con el statu quo; expresó el triunfo de las cosas sobre las falsas emociones, hasta el punto de que, después de su desaparición, la lenta decadencia de la Francia aristocrática estuvo influida por la limpieza de su parodia. Mucho antes de Robespierre y de la noche de la Bastilla, las buenas intenciones aparentes fueron descalificadas en la escena. Y Europa entera se sintió concernida por la sátira como la mejor arma de guerra de la crítica social.
Fue Madame de Pompadour, dos siglos después de Molière y de Luis XIV, la defensora de las artes galantes, los escenarios y la libertad poética que marcaron a la nobleza pintada por Watteau. El género Pompadour, incluido el mundo pastoril encantado, había tenido en parte su antecedente en Versalles, concretamente en el Palis Royal en el que la troupe de la Comedie estrenaba sus piezas à l'abri des regards (a puerta cerrada), delante del Rey Sol y su círculo más cercano. El monarca que suspendió el edicto de Nantes y expulsó a los hugonotes fue precisamente el primero en conocer y censurar la farsa italiana y especialmente la comedia de caracteres que emblematiza al gran comediante.
En su momento, Molière confraternizó con el Rey absoluto hasta el punto de que el monarca consintió en ser el blanco del escarnio del dramaturgo. En una de sus obras, el genio de la Comedie tomó el Anfitrión de Plauto para escenificar como, a través de un amor de conveniencia entorpecido por el mismo Zeus, el protagonista consigue hacerse con el trono de Micenas, gracias al engaño. La relación entre el dramaturgo y el monarca llegó a ser tan estrecha que el mismo Stendhal definió mucho después a Molière como “el ministro de cultura” de Luis XIV.
Por su parte, Gustave Flaubert, en su Viaje por Bretaña, cuenta que Molière estrenó El burgués gentilhombre, un encargo personal de Luis XIV, en el castillo de Chambord que había mandado construir el rey Francisco I a su regreso de España. Las pequeñas guerras del intelectual de tuno y el poder más alto del Estado francés, que fueron duras en las etapas de los cardenales Richelieu y Mazarino, irían amoldándose a lo largo del tiempo, hasta alcanzar al equilibrio inestable Robespierre-Desmoulins (guillotinado por desacato, tras un fatal intercambio de pareceres), o a la bizarra amistad entre Clemenceau y Maurice Barrès, después de enfrentarse en la campaña en favor de Dreyfus. Nuestro tiempo ha visto casos más recientes de dúos insólitos, como De Gaulle-Malraux o Mitterrand-Debray.
El reformismo francés empezó en el momento en que Luis XIV quiso superar las rudas costumbres del pasado poniéndose al servicio de unas normas de galantería, capaces de ensalzar el culto a la conversación civilizada; quiso conceder el derecho de las mujeres a escoger marido y permitió la crítica feroz contra los grupos sociales anclados en la Edad Media. Por primera vez en Europa, el poder teocrático consintió; abrió una puerta a un mundo sin retorno: el de Tartufo, Don Juan, El Misántropo, El Avaro, El Burgués Gentilhombre o El Enfermo Imaginario.
Los caracteres de Molière pusieron en marcha una máquina de triturar y caricaturizar la tradición bien pensante, a la que los “salones galantes añadieron la bienséance (el decoro)”, en palabras de Sainte-Beuve, el gran crítico del XIX. Molière contribuyó al continente intelectual francés, que sintetizarían más tarde mujeres, como Lafayet, Sébigné, Roland, Gepffrin, Du Fand o Staël, las amigas de los enciclopedistas Voltaire, Denis Diderot, D’Alambert o Rousseau, afines a la verdad eclarter. El antecedente en la Corte de Luis XIV había sido Madeleine de Skudéry, la ilustre Safo, autora de Morale du monde ou Conversations, pero el sprit de la aristocracia culta tardó todavía en descender de los palcos a las plateas. La Francia que identificamos a través del humor descarnado de Molière fue contemporánea de Pascal y Descartes. La sátira, el pensamiento y la ciencia encendieron el fuego sagrado del futuro.