Letra Clásica
Arte y exceso de la risa
‘Gargantúa y Pantagruel’, de Rabelais, el libro más divertido de la literatura occidental, que elevó a categoría artística el prosaísmo de la vulgaridad, regresa a las librerías
26 febrero, 2022 00:10El gran Enrique Lynch, maestro de ensayistas sabios e impertinentes, dejó escrito en un artículo –que es donde se dicen las cosas trascendentes sin que se repare en ellas– que todo lo que un día nos parece trágico, de pronto, se hace cómico. Incluida la muerte. Basta y sobra con que la broma se entienda bien: el humor, en cualquiera de sus formas, exige comprensión, incluyendo esa variante sardónica de la risa que es el nonsense. Sentido e interpretación, decía Lynch, son dos jinetes que cabalgan juntos. La experiencia cómica requiere actitud, predisposición, un espíritu. Las iglesias, sin embargo, proscriben la risa; los inquisidores la sancionan con el fuego de la hoguera y basta ver lo estupendos que se ponen –cuando hablan de sí mismos– los nacionalistas de cualquier laya y condición para caer en la cuenta de que donde el humor no hace acto de presencia rara vez encontraremos inteligencia, aunque pueda haber erudición (inservible), dinero y prosopopeya. Ya se sabe: si un chiste tiene que explicarse, es que no es un buen chiste. Salvo que la broma sea su exégesis.
El primer fake burlesco de la historia es la verdad. Nos pasamos la vida buscando algo que no existe. “Mi forma de bromear es decirle a todos lo que pienso. Es la broma más divertida del mundo”, ironizó George Bernard Shaw, maestro de la sátira, irlandés antivacunas y el único escritor que ganó el Nobel y un Oscar, lo cual debe entenderse como un mérito irónico, por irrepetible. El humor, en sí mismo, es lo más humorístico que concebirse pueda: se presta a lecturas contradictorias, erráticas y caprichosas, igual que el carácter de cada cual. Todos sabemos bien en qué consiste, pero no resulta fácil explicárselo a los demás. Curiosamente, la risa es el único patrimonio que compartimos sin cobrar tasa. La condición que, según Aristóteles, nos diferencia del resto de los animales, con la excepción (puntual) de las hienas. Y la llave maestra de la sociabilidad.
Retrato de François Rabelais (1483-1559)
La comedia nunca pasa de moda, aunque las isobaras del humor cambien con el tiempo y las épocas. Existen, no obstante, invariantes: en todas las culturas occidentales los chistes tratan sobre el escarnio, la procacidad, la escatología desatada, las desgracias ajenas, el sexo sin freno, la crueldad manifiesta, la exageración retórica y los excesos de la carne. Todos son rasgos que presuponen la existencia de un ideal, al que se le falta al respeto, haciendo de esta desobediencia toda una fiesta. La gente debería hablar bien, no mentar sus miserias en público, atenerse a lo objetivo, ser seria y rigurosa, practicar la contención y profesar una edificante urbanidad. Sí. Todo esto es verdad, pero ¿dónde diablos está esta gente? ¿Existe?
La naturaleza humana, incluso entre las clases que presumen de refinamiento (especialmente en su caso) es vulgar, del mismo modo que a ratos aspira a una espiritualidad contradictodia que rara vez obtiene y que, si acaso aparece, dura un santiamén. Por eso existen los géneros literarios: para expresar los diferentes estados del alma. Ricos y pobres, a fin de cuentas, se divierten de la misma manera; lo único que los diferencia es el precio que deben pagar por los mismos vicios, esas formas universales de regocijo.
Cubierta de una edición antigua de Gargantúa
Que lo alto y lo bajo se mezclan en la vida hasta confundirse mutuamente lo demuestra el caso de François Rabelais, el escritor más interesante del Renacimiento francés, autor del libro más divertido de toda la literatura occidental y un ejemplo de cómo se puede crear una obra de arte con el acarreo de las experiencias más terrestres. Gargantúa y Pantagruel, novela en cinco libros, su obra maestra, vuelve ahora a las librerías después de que el sello Acantilado, que la editó por vez primera hace más una década –con una magnífica traducción anotada a cargo de Gabriel Hormaechea y un prefacio canónico de Guy Demerson– haya anunciado esta misma semana que su tercera edición acaba de salir de sus imprentas en Sant Viçent dels Horts.
La noticia desmiente a quienes piensan que hay que perder toda esperanza porque la cultura clásica ha muerto. Que un libro tan desmesurado, escrito en 1532, hace casi cinco siglos, en francés antiguo y con dialectos coloquiales, que trata sobre los humores del cuerpo, los placeres del vientre, los descargos de la conciencia y los intestinos y las obstinadas pasiones de la entrepierna siga teniendo lectores debe ser calificado como un acontecimiento. Y lo es. Aunque debiera ser algo normal. En primer lugar, porque se trata de una obra que enseña y deleita. Y, en segundo término, porque la mirada prosaica que proyecta en clave de fábula burlesca –sobre las delicias de la vida sucia– nos retrata tanto o más que a los conciudadanos de Rabelais, seres de carne y hueso, con tripas y ansias, que saben que un día van a morirse y, dadas las circunstancias, se entregan sin freno a un glorioso carpe diem.
Ilustración de Gargantúa y Pantagruel / GUSTAV DORÉ
Guy Demerson lo explica en su introducción a la edición de Acantilado: el escritor francés, un monje que cambió de orden religiosa –primero fue franciscano; más tarde benedictino–, padre de sendos hijos naturales –semen retentum venenum est–, cirujano de profesión, astrólogo devocional y disciplinado escritor de calendarios, esa antigua forma de enciclopedia (antes de la enciclopedia), era un perfecto humanista. Un individuo culto y con un alto sentido de la moral. Admirador de Erasmo, erudito bíblico, polígota (fingido) y el primer punk de la historia.
La novela narra las aventuras peregrinas de una saga de gigantes imaginarios –padre e hijo– procedentes de la tradición de las antiguas leyendas celtas– en un mundo carnavalesco y procaz, “lleno de enjundiosa grasa”, donde nada es puro, ni noble, ni duradero. Pero todo está vivo. También es una disparatada narración bizantina, a ratos irreal, otras veces naturalista. Y un desfigurado libro de caballerías que bebe de todas las fuentes posibles, desde las que adornan los jardines a las que nutren las letrinas. Igual que el Quijote, bajo su aparente falta de nobleza encierra un tesoro: un retrato memorable de la naturaleza humana, capaz de soñar con el Olimpo mientras se hunde jubilosamente en el fango.
Ilustración de Gargantúa (1873). Obras Completas de Rabelais / GARNIER FRERES
Se dice que Rabelais concibió los cinco libros –el último es de autoría dudosa– para hacer reír a sus pacientes, especialmente a los moribundos. Nunca es más necesaria la risa que en las postrimerías. Sea cierto o no, lo indiscutible –lo declara el autor en una décima inicial– es que Rabelais escribió su comedia imaginaria, que celebra el vino, la gula y la lujuria, donde las criaturas follan, defecan y engullen lo que encuentran a su paso, llena también de filosofía, sabiduría y conocimiento de la vida, contra los hombres que aborrecen la risa:
Amigos lectores que este libro leéis, / Renunciad a toda afección, / Y al leerlo, no es escandalicéis: / No contiene mal ni infección, /Aunque tampoco gran perfección. / Si no aprendéis, reiréis al menos: / Mi corazón no puede otra materia elegir /Al ver pesar que os consume y mina; / Mejor es de risa que de llanto escribir, / Pues lo propio del hombre es reír.
Ilustración de Gargantúa (1873). Obras Completas de Rabelais / GARNIER FRERES
He aquí la maravilla. En una Europa instalada en el dogma católico, que ignora el nacimiento de Montaigne, donde ser un heterodoxo podía llevarte a la hoguera, un religioso dedicado al estudio de los clásicos, animado por su afición a las libaciones, dinamita (desde dentro) la filosofía del decoro –que establece que el estilo de una obra literaria debe ajustarse a la nobleza de su asunto y la prestancia de sus personajes–, manda la Escolástica a tomar viento y grita lo que hace la humanidad y piensa de sus semejantes. No es nada honroso, por descontado, pero sí honesto. Bien es verdad que, al principio, Rabelais, que ejerció como diplomático profesional, adoptó algunas precauciones: dos de los cinco libros de la colección salieron firmados con seudónimo –Alcofribas Nasier–, pero, tras el asombroso éxito editorial (fue editado ocho veces en dos años), el nombre del autor, antiguo novicio en Chinón en Turena, que ejercía también el derecho, no tardó en aparecer en las ediciones.
La figura de Rabelais encarna en su persona los nobles valores morales que, en apariencia, están ausentes en su novela, que no es sino un juego de espejos donde las cosas –lo advierte el escritor francés en su prólogo al libro I, Gargantúa – nunca son lo que parecen:
“Las materias de que aquí se tratan no son tan jocosas como sugiere el título. Y en el supuesto de que, en su sentido literal, hallarais materias festivas a tono con el título, no debéis deteneros como quien está oyendo el canto de las sirenas, sino que hay que interpretar en el más alto sentido lo que está dicho de modo aparentemente casual y regocijante”.
François Rabelais (1651) / F. CHAUVEAU
¿Era una prevención ante posibles condenas morales o un arte poética que hace virtud de la necesidad de escribir con máscaras literarias? Probablemente, ambas cosas. Escándalo, sin duda, causó el libro. Calvino llegó a considerar la novela una obra depravada. Pero la condena de los ayatolás religiosos es una de las señales mayúsculas del éxito. Todo el que sabía leer en la lengua vulgar –francesa– disfutaba con las exageradas aventuras de estos dos gigantes bonachones e inconscientes, padre e hijo, que se pasan los cinco tomos enredados con su genealogía, liberando sus instintos carnales y buscando a la “Divina Botella”.
El libro, dedicado a los “ilustrísimos bebedores y apreciadísimos sifilíticos”, es tanto una enmienda contra las supersticiones de la gente del común –las clases populares– como un memorándum de los deméritos de los teólogos, esos “asnos de la Sorbona”. Una sátira coral que ataca las doctrinas infalibles y censura la credibilidad de los ignorantes y la insolvencia de los predicadores de la virtud. No habla de la vida eterna, sino del aquí y del ahora. Por eso no va a pasar nunca de moda. Frente al suicidio de la inteligencia, trance por el que estamos pasando otra vez en estos tiempos políticamente correctos, la vacuna que se propone es el Humanismo, lo único que ayuda al individuo no ser la marioneta de sus semejantes.
Rabelais no puede ser más actual. El hecho de que su mensaje ilustrado esté encerrado dentro de una crónica festiva de la procacidad dionisiaca, que trata en clave asuntos políticos muy candentes en el siglo XVI, como la corrupción de la Iglesia, la depravación del papado o el absolutismo de la monarquía española, ha desdibujado su imagen pública hasta condenarle, en coherencia con el tópico, al disfraz del último goliardo. Demerson, en cambio, lo sitúa dentro del erasmismo y se distancia de la brillante lectura sobre su obra que hizo en su día en un libro extraordinario Bajtín, que lee al escritor francés como uno de los primeros intelectuales contraculturales de la historia universal.
Al margen de estas interpretaciones, la evidencia, que en literatura siempre reside en el texto, es que se trata de un libro divertidísimo, incorrecto, rebosante de osadía intelectual, donde se nos advierte (con el gozo de la risa y la perspicacia de conocer el fondo último de la condición humana) de los peligros que implica olvidar la cultura, único escudo que impide que uno se vuelva tonto. Que esta amenaza inquietase en la Francia de siglo XVI, donde sólo una parte de la población sabía leer y escribir, era una gran calamidad. Pero que suceda de nuevo en la era de internet se nos atoja un drama. La estupidez tiene un asiento preferente reservado en todas las épocas. En la nuestra, sin embargo, goza del atrio supremo: el trono.