Juan Diego, la piedra de Dioniso
El actor, ganador de tres Goyas y una Concha de Plata, fue un hombre de teatro que rodó cine con los mejores y engrandeció sus personajes con talento, expresividad y economía de recursos
28 abril, 2022 22:40Era uno los grandes. Un actor de oficio, no de estrellato, que se despide tras un carrusel, made in Harlem, como secundario ilustre del Viaje a ninguna parte de Fernán-Gómez, con Pepe Sacristán, amigo de bolos en la España interior de los dolorosos cincuenta; y naturalmente, de Paco Rabal (Los santos inocente, de Mario Camus), en el papel del señorito Iván, el canalla que maltrata al pobre Alfredo Landa. Y siguiendo este orden, sin complejos, damos el adiós al Juan Diego protagonista, haciendo de Juan de la Cruz, preso y torturado en el convento de Carmelitas, en La noche oscura de Carlos Saura; en El rey pasmado de Imanol Uribe o en el sorprendente mimetismo del general Franco, en Dragón Rapide, de Jaime Camino. Sin olvidar que fue Diego quien clavó el atribulado conquistador Cabeza de Vaca, en la película homónima del mexicano Nicolás Echevarría, mostrando la doblez del acero y la soberbia del recaudador de la Corona.
Tres Goyas y una Concha de Plata no son nada para columbrar la trayectoria de este actor coral: hoy despedimos a un hombre de teatro, vindicación del proscenio, que hizo muy buen cine. Estaba enfermo, pero su muerte nos ha pillado con el pie cambiado; él era de los que no se quejan. Y dejan este reguero: “Maestro, amigo, adiós con el alma rota” (Antonio Banderas); “hoy, este país es más pobre” (Carlos Bardem); “hace mucho, un amigo me llevó al teatro para ver a Juan en No hay camino al paraíso, nena, de Charles Bukowski y aquella función me cambió la vida” (Victor Clavijo). También Pepe Sacristán, claro: “Juanito se ha ido demasiado pronto, estoy cabreado y triste”. Justo el día que nos vienen a la memoria aquellos Premios del Rojas (de 2013) en los que Pepe y Juan compitieron. Sin olvidar que, en la política de los consecuentes, también duele la pérdida: “Nunca se irá su voz” (Yolanda Díaz).
Y sí, su voz permanecerá, como sabe bien cualquiera que haya visitado el Teatro de Epidauros en el Peloponeso, donde la piedra de Dioniso (Dios del éxtasis) permite oír los jadeos del actor desde arriba, en el gallinero, por mucho que fuera la voz ronca y tierna (a veces atrabiliaria) de Juan Diego. Hay otras piedras y plateas que lo lloran: los Corrales de Comedia, ¡oh grande entre los grandes del barroco español!, comparable a su hermano, José Luis Gómez, relator de un Renacimiento que no solo fue florentino, sino también español; le llora el Madrid de las tablas, cuna de la escenificación; y el de la Gran Vía, que es de todos, desde Lope y Calderón hasta Buero o Delibes.
Luto y dolor en el tanatorio de San Isidro en la tarde madrileña y plomiza; la capilla ardiente en el Teatro Español, desde las diez hasta las dos de la tarde. Juan Diego era académico, tenía premios Goya –por El rey pasmado, París-Tombuctú y Vete de mí– y había recibido la Medalla de Oro de la Academia de Cine. Juanito, como le llamaban en su Bormuho natal –“¿Quieren que se lo diga en castellano? Bormujosss del Aljarafe”, soltaba– se marchó a estudiar a Sevilla para escapar de las faenas del campo. La primera vez que se subió a un escenario tenía quince años y ya no volvió a bajarse nunca. Llegó a la capital madrileña con pocos recursos, pero pronto arrancó una carrera realizando todo tipo de papeles en Televisión Española y en el cine poco primoroso de entonces. Si recopilamos, nos salen más de cincuenta películas, veintidós obras teatrales y un enorme número de galardones. Lo despiden sus amigos, como Concha Velasco con la que empezó a trabajar en el teatro Lara, en Llegada de los dioses, de Buero. El tiempo cura; la ternura permanece; la complicidad es eterna.
En 1980 participó en el estreno de Petra regalada, de Antonio Gala, y un año después protagonizó la versión teatral de la novela El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, dirigida por José Luis García Sánchez, su gran amigo a lo largo de toda una vida. Fue precisamente con García Sánchez con quien el actor formó parte de llamada troupe post-berlanguiana, apoyada en los guiones de Azcona y a la sombra esperpéntica de títulos como El love feroz, La corte del Faraón, Pasodoble, Tirano Banderas, La noche más larga o María querida. Muy entrados los noventa, estrenó piezas de Sanchis Sinisterra; ya en el dos mil, llevó a las tablas el monólogo La lengua madre, de Juan José Millás; poco antes había abordado La gata sobre el tejado de zinc y un Ricardo III. Su último trabajo en el teatro fue el estreno en Huesca en 2019 de la adaptación de El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez, dirigida por Carlos Saura. Solo participó en las primeras funciones de aquella producción, ya que problemas de salud le impidieron continuar con la gira y fue sustituido por Imanol Arias.
Siguiendo a Brecht, Diego pensó, a lo largo de su carrera, que el teatro podía ser una forma de épica, capaz de abultar la realidad para transformarla. Trató de ser un agente provocador (en el sentido de Pere Gimferrer, no del Living Theatre de NY, ni del Piccolo de Milán) de sutiles, casi invisibles, contradicciones, sociales, y lo hizo pensando en ampliar la escena al espacio natural del espectador, sentado en una butaca. Defendió un tipo de representación reflexiva, capaz de permitir la comparación y encontró los antecedentes en nuestro teatro medieval. Quiso ejemplificar, ante todos, el llamado teatro dialéctico; primó la argumentación y promovió la discusión.
Su militancia inequívoca en la izquierda política, a lo largo del tardofranquismo, le acercó más a la escena europea que al teatro realista americano, de autores como Arthur Miller o de pioneros, como Stanislavski. Se apuntó sin complejos a la escuela de los mal llamados escapistas. Juan Diego engrandeció a sus personajes con talento, expresividad y economía de recursos. Llegó a la escena marcado por la tradicional sobreactuación acastizada de los personajes de Valle Inclán o de Clarín, pero supo replegar a tiempo el instinto y recoger la emotividad antes de trasladarla al patio de butacas; así lo había aprendido de los grandes. Fue un autodidacta estudiado con todas las de la ley, al que ahora, en su despedida, varios colegas norteamericanos le recuerdan como a un intelectual inveterado.