Pepe Sacristán, el inventor de almas
El actor de Chinchón, Premio Nacional de Cine, castellano recio y maestro de su oficio, ha navegado muchos mares antes de convertirse en el gran profeta de los escenarios
6 julio, 2021 00:00En el cine de calidad, los lugares tienen rango de personaje. Y en estos lugares callejea Dios, un hombre de edad madura con atuendo extranjero, que se mezcla con la gente sin ser reconocido. Supongamos que una tarde, Dios se encuentra a José (Pepe) Sacristán, en el papel de tío Esteban, en una calle de adoquín roto, mientras un arcoíris se aboveda al fondo de un cielo cernido sobre Guadarrama. La sobrina de Esteban, Pamela, está a punto de celebrar su octavo cumpleaños y recibe por parte de su tío un regalo de Dios muy peculiar: un muñeco con forma de bufón llamado Hellequin. Este ingenio le permite a la niña ver más allá de lo que se esconde tras las apariencias de los adultos que la rodean. Partiendo de este momento, Pamela vive bajo la vigilancia del escalofriante muñeco y es testigo de un entramado de mentiras, celos, traiciones y engaños que se tejen a su alrededor.
Estamos deseando ver la película Cuidado con lo que deseas, un título que lleva inevitablemente pegado el socorrido chascarrillo que dice cuidado con lo que deseas, porque puede convertirse en realidad. Y eso pensó tal vez, ¿o no?, Pepe Sacristán el pasado viernes, cuando en un punto desconocido entre Segovia y Torrelodones –un lugar con rango de personaje– se enteró de que había sido galardonado con el Premio Nacional de Cinematografía. Él no lo necesita, pero el actor jamás le pierde la cara a la celebración de una trayectoria labrada de éxitos.
En el momento de conocer la noticia, se encontraba en pleno rodaje junto a su amigo, el director Fernando Colomo. ¿Cómo sabemos que nos gustará Cuidado con lo que deseas? No podemos saberlo mientras se esté cocinando, pero “lo sabemos por nuestro propio disfrute”, parafraseando a Paul Valery, poeta y amante del arte, que murió en pleno siglo XX, después de ser diseccionado por Octavio Paz y Jacques Derrida.
Con más de cien películas sobre sus espaldas, Sacristán es un enemigo del autobombo y de la hagiografía. Piensa como Orwell: “Una vida vista desde dentro sería una serie de derrotas humillantes”. Los actores trabajan su oficio a base de briznas de información inútil; trocean la realidad circundante. La ficción sobrevive en el lugar de los hechos y quienes la interpretan lucen, orlados de laurel, su descenso al drama: “Luz que brillas sobre épocas desvanecidas / estrella que aun doras esta fantasmal orilla….” (Tennyson sobre Virgilio, casi 19 siglos después de la muerte del poeta latino). Sacristán sabe que los versos más inspirados deben ser leídos como encantamientos, en voz alta, la voz del actor.
Al concederle el galardón, el Ministerio de Cultura dijo que Pepe había trabajado con algunos de los cineastas más relevantes, entre los que destacó a Luis García Berlanga y Fernando Fernán Gómez, cuyos centenarios se celebran este año. Una evidencia si tenemos en cuenta que el Último Austrohúngaro (Berlanga) y el Viejo (Fernán Gómez) fundamentaron en parte la carrera del actor premiado. Y él es diáfano en la referencia a sus amigos-maestros: “Hay formas de andar por la vida, como la de Fernán Gómez o la de Adolfo Marsillach, que me gustan”. Esta vez, el reconocimiento le ha llegado del celuloide, con 83 años cumplidos; antes, en 2015, el galardón le llegó del proscenio, cuando el actor recibió el Emérita Augusta en Mérida. En aquella ocasión no pudo contenerse; se emocionó hasta la lágrima y soltó el mejor homenaje de un lector empedernido de imponente voz: “La necedad es homicida”, célebre frase de Albert Camus.
Nos despabiló con la búsqueda del sentido; podría decirse que, con apenas tres palabras, nos adentró en la ingente novela de Flaubert, Bouvard y Pécuchet, una pieza bizarra, diseñada como una inmersión en la cartografía de la estupidez humana. Sacristán es un creador perplejo dispuesto siempre a barruntar paradojas irresolubles, como el encabezamiento de aquel Contrato social de Rousseau: “El hombre nació libre y sin embargo en todas partes está encadenado”. Le interesa el modelo de sociedad en el que vive; no una patria modélica ni una familia perfecta como la que destrozó Ana Karenina, la heroína de Tolstói, al defender su causa con la idea de que hay dos tipos de familias “las felices, que todas se parecen, y las desdichadas, que cada una lo son a su modo”.
El que es dueño de la declamación distingue fácilmente el fondo frívolo de la ficción frente a la prioridad inmutable del poema. Será por eso que Sacristán se emocionó en Mérida, cuna del teatro greco-latino; será por eso que hoy uno espera pillarlo en plena gira sobre las tablas del Teatro Falla de Cádiz, por ejemplo, con la versión de Señora de rojo sobre fondo gris –homenaje a su autor, Miguel Delibes– estrenada hace poco en el Bellas Artes de Madrid, donde con solo su presencia fluyeron el manejo de los tiempos, el arte escénico, el magnetismo y los silencios.
Los italianos tuvieron a Marcelo Mastroiani, en La Dolce vita de Fellini y en Una giornata particolare de Ettore Scola; además, al final de su vida, el actor italiano nos dejó el Sostiene Pereira, una retrospectiva de la Lisboa en plena dictadura de Salazar, basada en la obra homónima de Antonio Tabucchi, encumbrada en las oscuras calles de Alfama, en los tranvías sobre acantilados y en los salones de la Baixa, que frecuentaba El primo Basilio (Eça de Queirós). Pues bien, sin establecer comparaciones, nosotros tenemos a Sacristán que hizo de Mastroianni en la versión española de Una jornada particular (en 1988) y participó en un montaje de Muerte de un viajante, de Arthur Miller, (en 2000). Teatro del bueno, diría el entrenador Mourinho sin caerse del guindo. Además, Sacristán cantó con Paloma San Basilio en My Fair Lady ( 2001-2003) y El hombre de La Mancha (1997-1999). Difícil, muy difícil.
Pero nuestra retrospectiva empieza mucho antes, en el cine los sesenta con La familia y uno más (Fernando Palacios), trampolín de Pepe para convertirse en referencia junto a Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí (Pedro Lazaga, 1966), con Don Erre que erre (Sáenz de Heredia, 1970) o con la inolvidable Vente a Alemania, Pepe, al lado de Alfredo Landa, replicando el estilo del Buscón, tradición barroca, en el corazón del landismo, una corriente subversiva nacida aparentemente para echar unas risas. Rompió muchas muecas con Un hombre llamado Flor de Otoño, de Pedro Olea, o El diputado de Eloy de la Iglesia y destempló frustraciones precarias en Asignatura pendiente de José Luis Garci.
Leer e interpretar son dos actividades hermanas. Pero cuando un actor prevalece se produce una simbiosis indestructible entre ambas; por eso los buenos se preguntan si están a la altura de su cometido. Para responder a este interrogante, que llegó a paralizar al mismísimo Charlie Chaplin, el gran crítico francés del ochocientos, Saint-Beuve, se anticipó al aconsejar a los que se subían a unas tablas isabelinas o a un empedrado clásico hacerse esta pregunta: “¿Qué habría pensado de mí este autor que estoy leyendo?”.
Para no ceder la vez al reino de la chismografía, debemos aceptar que los papeles engendran el descubrimiento de la personalidad, no la celebridad. Leer en voz alta y unir la palabra al gesto es una forma de plagiar al creador de una obra; pero los actores, al copiar, inventan, y “solo los inventores saben tomar prestado” (Emerson). Sacristán ha trabajado con la gran mayoría de los cineastas del país de distintas generaciones, de Berlanga (La vaquilla, 1985, Todos a la cárcel, 1993), Mario Camus (La colmena, 1982) o Pilar Miró (El pájaro de la felicidad, 1993) a Javier Rebollo (El muerto y ser feliz, (2012). Desarrolló una parte de su carrera profesional en Argentina, donde se hizo popular en 1978 con Solos en la madrugada.
Hacer cine o teatro es contar historias, un oficio que exige “pasión, abnegación, sacrificio”. Son palabras de Sacristán, el hombre maduro que de niño, en su pueblo natal, Chinchón, quería ser Tyrone Power, en la España de posguerra. La contribución de un actor, al margen de su papel, no emerge como un ensalmo; es fruto del trabajo en equipo al estilo del andén de Londres en el que Korda y Graham Green recrearon el plano cenital de El tercer hombre, cuando este segundo no había escrito ni un párrafo de su novela.
El actor, la herramienta inicialmente al servicio del guionista omnisciente, enriquece la historia antes de aprehenderla. Así trabajaron Kubrick, Anthony Burgess y el joven Malcolm McDowell, en La Naranja mecánica o el mismo Buñuel y la actriz francesa Marie-France Pisier, en Viridiana. Y así lo hizo Sacristán en el Cono Sur con Adolfo Aristarain, en dos de sus películas más aclamadas Martin (Hache) (1997) y Un lugar en el mundo (19929.
Su campo de batalla profesional cubre un largo recorrido hasta llegar a sus trabajos más recientes entre los que figuran series como Alta mar o Velvet y películas con directores como Carlos Vermut o Isaki Lacuesta. Sacristán “ha conectado con distintas generaciones y sensibilidades”, dice textualmente el comunicado de Cultura que certifica su premio. Algo que tiene que ver con su forma dialogante de colaborar con directores y repartos; lo que está haciendo ahora con Colomo lo aprendió mucho antes con Berlanga, aunque a las puertas del estreno de Cuidado con lo que deseas les recomiendo una breve reflexión sobre Hellequín, el muñeco socarrón de Palmira, la blanca mano del Diablo, aunque tenga un matiz irónico. Tocado por el sol de invierno, la mala leche y la humildad, Sacristán, castellano recio, ha movido muchos palos antes de convertirse en un profeta de los escenarios, sean el celuloide o las tablas. No es la memoria rediviva, pero casi.