La España brutal de Fernán Gómez
El actor creó una de las obras más importantes del cine español sobre la sociedad moralmente devastada de la posguerra retratada por Juan Antonio Zunzunegui
20 mayo, 2021 00:00No resulta extraño que Fernando Fernán Gómez se extasiaría frente a El mundo sigue de Juan Antonio Zunzunegui y quisiera encauzar, condensándolos, sus efectos. Por un lado, los temáticos, esa valleinclanesca queja total, una arremetida contra la sociedad en su conjunto –la guerra civil había deparado vencedores y vencidos, pero los XXV años de paz traían una insalvable quiebra moral, una bajeza de miras que afectaba a todos por igual–. Por otro, los formales, esa brutalidad claustrofóbica y pesimista que se traducía en un casi constante combate de diálogos como navajazos que punteaban las amargas reflexiones de unos personajes monologantes que no ahogaban del todo la voz del propio Zunzunegui, un autor, como Torrente Ballester o, ya en el terreno del cine, Nieves Conde –de quien tanto aprendiera Fernán Gómez, como espectador de Surcos y protagonista de Balarrasa o El inquilino–, que aún respiraba por la antigua herida de la militancia falangista traicionada.
La película, como se sabe, pasó desapercibida –“no interesó nada; no interesó a nadie”, leitmotiv que, sobre muchos jalones de su obra, el cineasta dejaba caer en casi todas sus entrevistas– y hasta no hace demasiado era desconocida hasta por muchos aficionados, lo que habla a las claras del escaso interés de nuestro país por el patrimonio cinematográfico y nos retrotrae a esa coyuntura decisiva, la de los primeros años sesenta, en la que el cine español se hizo el último gran harakiri. Tras una primera presentación, en 1962, a la junta de censores, donde se le explicitó al cineasta que una película así nunca se rodaría, los cambios en el gobierno –Manuel Fraga Iribarne entraría poco después como Ministro de Información y Turismo y José María García Escudero, hasta entonces defensor del cine de Fernán Gómez, como cabeza de la Dirección General de Cinematografía– propiciaron el permiso de rodaje con algunas restricciones y cortes en los afilados diálogos.
Gemma Cuervo (Luisita) en El mundo sigue
García Escudero no tardó en darle la espalda a un cineasta que, cuando como una obligación gubernamental más nacía, entre fórceps y tenazas, el Nuevo Cine Español, ése que debería lavar la cara de la dictadura en los festivales europeos con un cine de factura joven y moderna, soltaba esta película rabiosa y opresiva, la primera de Fernán Gómez donde el humor quedaba arrinconado y se llevaba a las últimas consecuencias su inclinación por torpedear la identificación entre el espectador y los personajes; en esta ocasión, simple y llanamente, porque no había ninguno positivo en quien hacerlo.
La película no se estrenaría hasta 1965 y luego, de nuevo, en algunos programas dobles para pasar al olvido durante décadas. Sin embargo, por esa amalgama de inocencia y orgullo que siempre caracterizó la personalidad de Fernán Gómez, quedaba claro que, con el proyecto de fiel adaptación de la novela de Zunzunegui, el cineasta, antes que provocar el desconcierto o la indignación, pretendía consolidar ese –así lo llamaba– cine válido que hasta la fecha había traducido las vetas creativas populares de sus mayores –el costumbrismo realista de Galdós, el castizo de Fernández-Flórez, la comicidad absurda (y, en ocasiones, de ramalazos vanguardistas) de Arniches, Mihura, Poncela y Gómez de la Serna, o el estrangulamiento esperpéntico de Solana y Valle– y que por entonces, como tan certeramente ha explicado en sus libros el historiador José Luis Castro de Paz, se sometía a un proceso de crispada estilización.
De lo que el absorbente Fernán Gómez había aprendido como espectador, como cinéfilo empedernido junto a los telúricos –Carlos Serrano de Osma o Antonio del Amo, por ejemplo–, como actor con Sáenz de Heredia, Nieves Conde, Luis Lucia o, especialmente, Neville y su “descuido sainetesco y popular” (De Paz), nació su cine escéptico, satírico y desajustado de los años cincuenta –con cimas como La vida por delante y La vida alrededor–, el mismo que, al hilo del paso del tiempo y las supuestas mascaradas aperturistas del franquismo, se fue ennegreciendo, exacerbando su condición crítica, como si en el esqueleto de los géneros chicos lo popular ya sólo sobreviniera en su versión más sarcástica y cortante, de un tremendismo y naturalismo sabiamente trabajados.
Con el Nuevo Cine Español se recondujo la carrera de Carlos Saura, que había comenzado, en esta línea que venimos de describir, con Los golfos (1959), y se taponaron las de Ferreri con Azcona –El pisito (1959) y El cochecito (1960)–, Berlanga con el mismo guionista –Plácido (1961), El verdugo (1963)–, y Fernán Gómez tras El mundo sigue (1963) y la milagrosa, por ya inesperada, El extraño viaje (1964). Ese, en definitiva, otro nuevo cine español, que también fue el del Buñuel de Viridiana (1961), aquel que, como observara con perspicacia Manuel Vidal Estévez, arremetía contra la tradición sin dejar de estar profundamente arraigado en ella.
Lina Canalejas y Fernán Gómez en El mundo sigue
Lo que Fernán Gómez encontró, y así lo alabaría públicamente, en la novela de Zunzunegui, una manera seca y contundente, sin miramientos en la radiografía de aquella ruina moral colectiva, le permitió ejercitarse en su propio estilo rabioso y desmañado, el que el cineasta, siempre con algo de guasa –aunque, en el fondo, este proceder se enraizara con las maneras intuitivas, negligentes y anarquizantes de su querido amigo y valedor Jardiel Poncela–, conectaba, en lo personal, con su infancia entre criadas analfabetas y, en lo histórico, con una supuesta incapacidad de los españoles para hacer cine.
Y nunca fue tan brutal Fernán Gómez como aquí, en planos-secuencia al límite de lo soportable, seccionados por zooms violentos, brochazos que hieren la mirada. Claro que, al mismo tiempo, como por ejemplo en el justamente famoso flashback de las escaleras, con Luisita subiendo a ver a su madre y entrando en un túnel de tiempo que refleja otra ascensión suya, de niña, por los mismos peldaños, junto con fulgurantes retazos de su vida, al gesto destemplado le acompañe una extrema sutileza –la trepidante secuencia es digna de un Alain Resnais–; señas de identidad –el plano anticlásico, pulsional, vecino de la filigrana autorreflexiva, compleja y de inagotables implicaciones–, a fin de cuentas, de uno de nuestros mejores cineastas.
Pero hay otro aspecto fundamental que pudo atraer especialmente a Fernán Gómez en El mundo sigue de Zunzunegui y que suele pasar desapercibido. Se trata de uno de los pasajes en los que más se nota la presencia del escritor bajo los personajes, como si, en este caso de nuevo Luisita, fuera por momentos un muñeco de ventrílocuo que permitiera escuchar la voz del autor, enrabietada y triste, y la verosimilitud de la ficción se suspendiera por unos instantes. Nos referimos a cuando la chica, que ha optado por una inescrupulosa prostitución de lujo para dejar atrás las estrecheces del humilde hogar familiar, habla del daño que López Silva y Arniches han provocado con sus comedias y sainetes entre las clases bajas madrileñas.
Luisita habla entonces, con quizás demasiada autoconsciencia, de sus padres, que según ella evolucionan en “el esqueleto moral de los personajes de sainete, hasta con sus réplicas”. En parte, es cierto que en ellos, el guardia de tráfico y la madre sufriente, se deposita, muy escondidamente, algo de esta tradición, y sólo de estas figuras podría decirse que, en contadas ocasiones, enseñan las cicatrices de aquel humor que ya evolucionó al sarcasmo. Y esa imposibilidad de volver atrás, de reír con la tradición popular, es la que Fernán Gómez aprovechará para ajustar cuentas con su pasado de actor –es decir, con la vasta memoria de los papeles de paria madrileño con ganas de salir adelante que alojó en su cuerpo– y, en ajustadas palabras de Castro de Paz, “destrozar el tipo arnichesco tan arduamente construido y que nunca regresará”.
Así, Fernán Gómez, al no poder contar finalmente con su amigo Francisco Rabal para interpretarlo, como era su voluntad, asumió la inolvidable encarnación de Faustino, aquel, en palabras de la novela, “gracioso, alto y achulapadillo” personaje –es decir, el tipo que venía interpretando desde la primera posguerra civil–, mediante el que iba a aniquilar sin miramientos la imagen propia, la que lo popularizara y convirtiera en un actor querido, obstaculizando lo que antes convocaba su sola presencia: la conexión inmediata con el público. Con este gesto inaudito, suicida, Fernán Gómez, aquí uno más dentro de la condenada coralidad, halló sin embargo la manera de ponerse a la altura del ataque de Zunzunegui, trasplantando al universo del cine español tamaña mordacidad literaria.
Precisamente será a partir de que la cámara siga al botarate y ludópata Faustino tras gastarse compulsivamente el poco rédito obtenido finalmente en las quinielas, que la película alcanzará las cotas más elevadas de esperpento, ahí donde mejor –más incluso que en el tremendista desenlace– se percibe el proceso de deformación que se cierne sobre ese Madrid costumbrista del que Luisita hace mofa: la paulatina degradación de Faustino hasta la cárcel y la locura irá de la mano de la muestra frontal de espacios amenazantes y crudos personajes, mientras que las elipsis –más pronunciadas y menos expuestas que en la novela– van desangrando la ficción, ya exangüe en su tramo final, que Fernán Gómez, contraviniendo su fama de despreocupado, había suturado, mediante el fatídico automóvil, con el inicio del film, con lo que a la claustrofobia se le añadía la circularidad, como destino inevitable de las criaturas cuando, al modo de Valle, se las mira tan desde arriba.