El cineasta español Francesc Betriu / EP

El cineasta español Francesc Betriu / EP

Cine & Teatro

Réquiem por un cineasta español

Francesc Betriu era un tipo estupendo creador de la película 'Furia Española', un delirio sobre fútbol y putas en el que brilla con luz propia nuestro cutrerío inherente

19 octubre, 2020 00:00

La última vez que hablé con él (por teléfono) fue en enero del año del coronavirus, cuando la Academia del Cinema Catalá le concedió un Gaudí de honor por toda su obra. Quedamos en vernos cuando pasara por Barcelona, como teníamos por costumbre desde que hicimos amistad a mediados de los 90, pero al final, por pitos o flautas, no lo conseguimos. Durante bastante tiempo, cada vez que aterrizaba en Barcelona --mientras lo traté, vivía en Madrid y en Valencia--, comíamos en El Caballito Blanco, restaurante que, al igual que él, ya no existe. Su muerte me cogió por sorpresa porque conservaba, a una edad provecta, un aspecto extrañamente juvenil y porque no me constaba que sufriera ninguna enfermedad grave. Es muy posible que Francesc Betriu (Organyà, Lérida, 1940 - 2020) se muriera, sencillamente, de viejo, aunque era imposible considerarlo como tal: pese a que las cosas nunca le habían ido especialmente bien --y se le iban complicando a medida que iba cumpliendo años--, Paco siempre tenía algún proyecto entre manos; la mayoría de las veces, tales proyectos no se hacían realidad, pero el hombre, inasequible al desaliento, nunca dejó descansar a sus pequeñas células grises, como decía Hércules Poirot.

Conocí al gran Paco Betriu a mediados de los noventa, cuando Andrés Vicente Gómez lo tenía al frente de lo que él llamaba la “división barata” de Lola Films. Andrés, ese magnate, se reservaba para las grandes producciones y delegaba en Paco para las películas de medio pelo y escaso presupuesto. Desde esa posición, el amigo Betriu puso en marcha una docena de proyectos de los que no llegó a la pantalla ninguno. Dos de ellos me concernían de manera especial, pues eran sendas adaptaciones de dos novelas mías, Redención (1989) y Un mundo perfecto (1990). Paralelamente, Andrés lo enredaba para dirigir películas que ni le iban ni le venían con la promesa, jamás cumplida, de financiarle algún proyecto personal. Redención no pasó de una propuesta que Telecinco rechazó y de la que nunca vi un duro porque Andrés sustituyó la tradicional opción por lo que él definió, de una manera que a mí se me antojó algo sarcástica conociendo al personaje, como “un pacto entre caballeros”. Con Un mundo perfecto llegamos más lejos: escribí el guión y lo cobré, pero no apareció el director adecuado --yo me ofrecí amablemente como tal, pero Andrés le dijo a Paco: “Dile a ése que aquí no financiamos meritoriajes”-- y la película nunca se rodó.

Durante el desarrollo de ambas desgracias, me hice amigo de Paco porque era un tipo estupendo, porque le gustaban mis novelas y porque lo admiraba desde 1974, cuando vi en el cine Pelayo Furia española, mi favorita entre todas sus películas, un delirio sobre fútbol y putas con Cassen y Mónica Randall que se insertaba en la rica tradición de ese esperpento español que va de Valle Inclán a Álex de la Iglesia, pasando por Berlanga y Azcona, y en el que brilla con luz propia nuestro cutrerío inherente, fuente inagotable de diversión. Paco ya había ensayado el género en un largometraje anterior, Corazón solitario, defendido por algunos críticos e ignorado por el público.

Los que recuerdan a Betriu suelen hacerlo por sus académicas adaptaciones de Ramón J. Sénder (Réquiem por un campesino español), Mercé Rodoreda (La plaça del diamant) o Juan Marsé (Un día volveré), pero yo siempre preferí su frustrada vocación esperpéntica, concluida brillantemente con ese extraño precedente de la oscarizada Parásitos que es Los fieles sirvientes y que tuvo un epílogo formidable con Mónica del Raval, documental mezclado con algo de ficción que no era ni un documental al uso ni eso que los americanos definen como mockumentary (siendo Christopher Guest el maestro indiscutible del género). Ese retrato de una prostituta valenciana obesa y pintarrajeada como un ninot de las fallas marcó el retorno de Betriu a los tiempos de Furia española y me proporcionó un torrente de carcajadas que no bajó de intensidad a lo largo de las tres ocasiones en que me tragué la cinta.

Entre el azar y la necesidad, Paco tuvo una carrera irregular, con altos y bajos, pero nunca tiró la toalla. Cuando hablamos por teléfono en enero del 2020, dijo que me contaría el nuevo proyecto en el que andaba metido. No hubo ocasión. El estado de alarma vino y se fue, el coronavirus siguió campando por sus respetos y lo siguiente que supe de mi amigo fue que la había diñado. Echaré de menos los almuerzos con ese hombre que creyó en mí --¡dos veces!-- y que supo combinar dos pulsiones tan aparentemente opuestas como el entusiasmo y el fatalismo. Cualquier día de estos me vuelvo a tragar Furia española por enésima vez. Si es que está colgada en alguna plataforma de streaming, lo cual, tal como está el patio, adquiriría para mí carácter de epifanía.