¿Es Hollywood un panfleto progresista?
La industria audiovisual norteamericana aparece retratada en un ensayo de Pedro Vallín como un contrapoder frente al tradicionalismo del cine europeo
20 junio, 2020 00:10Martin Scorsese arremetía en una entrevista, a comienzos de octubre de 2019, contra las películas de Marvel Studios: “No son cine. Son un parque de atracciones”, afirmó el director de Taxi Driver. El revuelo originado por sus palabras, que coincidió con la llegada de su última película, El irlandés, a la plataforma Netflix, obligó al realizador a aclarar cuál era el alcance de su afirmación: “En los últimos 20 años la industria del cine ha cambiado en todos sus frentes. Sin embargo, el cambio más siniestro ha sucedido de manera sigilosa y en la oscuridad de la noche: la eliminación gradual pero constante del riesgo. Muchas películas actuales son productos perfectos fabricados para el consumo inmediato. Muchas de ellas están realizadas por equipos de personas talentosas. Aun así, les falta algo esencial: la visión unificadora de un artista individual. Un artista individual es el factor más peligroso de todos”, escribió en The New York Times.
El sonado desprecio de Scorsese a la principal franquicia de películas de superhéroes –con permiso de DC y Batman, claro–, certificada por esa extensa saga llamada Universo Cinematográfico de Marvel (MCU) compuesta por veintidós películas a lo largo de once años, desde Iron Man (2008) a Vengadores: Endgame (2019), es el último choque entre dos concepciones del hecho cinematográfico: la del autor frente a la de la industria, la del arte frente a la del producto y la del creador frente a la del artesano. También, por extensión, es el (pen)último asalto del combate entre alta cultura y cultura de masas, cuyo rastro nos conduciría hasta su origen en la mismísima Revolución Industrial y el surgimiento de las sociedad modernas, que se caracterizan, entre otros atributos, por la generalización del ocio y el acceso de clases bajas y medias a los productos culturales. Nacieron así las novelas por entregas, los espectáculos de variedades, las ferias de arte.
Esa misma lucha es la que palpita en el ensayo firmado por Pedro Vallín ¡Me cago en Godard!, publicado por Arpa. Con tono impertinente y ritmo ágil, el periodista sitúa el tradicional conflicto en los clichés colgados desde la cinematografía europea –o, mejor dicho, las cinematografías europeas, porque la UE también aquí tiene importantes vías de agua– a las producciones made in Hollywood. Así, las películas americanas se suelen despachar por un buen número de críticos e intelectuales del Viejo Continente como simples productos concebidos para el puro entretenimiento y el consumo inmediato, cuando no directamente sutiles y efectivos difusores de los valores políticos conservadores y de los principios del ultraliberalismo económico. En definitiva, una oda a la superficialidad y una estrategia de conquista. La sublimación del imperialismo. La perversión de la cultura. Casi la mismísima encarnación del diablo.
Pero, en opinión de Vallín, no es ni mucho menos así: el cine estadounidense es, por lo general, un potentísimo ventilador de ideas progresistas y voluntades libertarias. Y, a su modo, un gigantesco contrapoder del conservadurismo y el capitalismo que precisamente encarna su país, Estados Unidos. Por contra, las películas europeas han insistido en el esteticismo, el ensimismamiento, el sesgo burgués. Y casi siempre están ayunas de humor. “Cuitas existenciales pequeñoburguesas recorren las filmografías de colosos como Ingmar Bergman, Carl Theodor Dreyer, François Truffaut, Luis Buñuel, Claude Chabrol, Federico Fellini, Luchino Visconti, Michael Haneke, James Ivory, Pedro Almodóvar o Woody Allen –un director de cine ontológicamente europeo–. Las suyas son películas en las que es difícil hallar más enseñanza que la pugna infructuosa con la certeza de la muerte que asalta a quienes tienen resuelto lo material para los restos”, señala el autor de ¡Me cago en Godard!
Capitán América, el superhéroe de Marvel interpretado por Chris Evans
Para armar este argumento con cierta voluntad de escándalo, acude a la taxonomía de la narración establecida por Walter Benjamin (“Hollywood, por suerte para todos, nunca se ha emancipado de los inveterados deberes del narrador, nunca ha renunciado a pensarnos mejores, a proporcionar consejo, a ser edificante”), a la hegemonía del enfoque marxista en la crítica cinematográfica, que obliga a recelar de todo lo que no lleve una carga explosiva contra el poder (“El marxismo es un relato moral, de ahí que habite en él una profunda vocación defensiva”) y, como extensión del fenómeno, al cultivo intensivo del placer culpable entre los profesionales de la información cultural. “Si el objetivo del analista cultural es hacerse una firma de prestigio, no hay grandes incentivos para dejarse llevar por el entusiasmo y hay buenos motivos para desconfiar del propio gozo emocional o intelectual. O, cuando menos, para disimularlo”, sostiene Pedro Vallín.
Por supuesto, entre las víctimas predilectas de ese placer culpable instalado entre la crítica cinematográfica de prestigio, se encuentran ese final feliz o happy end tan común entre las producciones de Hollywood, reconocido entre estas páginas como un acuerdo o un compromiso entre el narrador y su público para proporcionar gozo y, sobre todo, sentido, y esa tendencia a la revisión o al remake, justificada aquí no como el resultado de una falta de riesgo o de imaginación como se suele explicar, sino como “parte de la historia de la ficción desde tiempos no ya anteriores al cine, sino a la escritura”. “En las revisiones y remakes –recalca Vallín, en plan trascendente– viajan los cuentos de generación en generación, no instalados en los anaqueles polvorientos de una biblioteca, inmaculados y puros, sino encarnados en la conciencia de quienes fueron seducidos por su magia y habrán de embelesar con ella a humanos venideros”.
Ingmar Bergman con Sven Nykvist durante el rodaje de
A los argumentos en favor del cine americano, ¡Me cago en Godard! añade también el tradicional recelo del poder radicado en Washington a las películas de Hollywood, esa peligrosa reserva de “comunistas, judíos, drogadictos y maricones”, en opinión de Joseph McCarthy. Precisamente, el senador por Wisconsin afinó en plena Guerra Fría hasta la persecución el entonces vigente código Hays –llamado así por su impulsor, el líder republicano William Harrison Hays– que recogía en uno de sus principios generales: “No se autorizará ningún film que pueda rebajar el nivel moral de los espectadores”. Pasadas las décadas, la caza de brujas de Joseph McCarthy tuvo un amago de réplica en la aspiración de George W. Bush de que la Ley Patriótica (Patriot Act) incorporase la posibilidad de censurar previamente las creaciones culturales, patente en la decisión de la cadena ABC de retransmitir la 76ª edición de los Oscar, en febrero de 2004, con cinco segundo de retraso para amputar cualquier comentario inconveniente respecto a la guerra de Irak.
Como resultado de estos ingredientes, condimentados en ocasiones por Pedro Vallín con la misma generalización y brocha gorda que critica en su ensayo, las producciones comerciales de Hollywood –fruto de un trabajo de incontables profesionales sostenidos por una poderosa red de sindicatos– son un termómetro social maravilloso. “Se puede rastrear en la evolución del cine estadounidense cómo el ahora mismo empapa las producciones que emanan de esa industria, un colectivo incapaz de emanciparse de su presente y que acaba impregnando su trabajo de forma muy a menudo indeliberada. En cambio, las grandes obras del cine europeo a menudo son imperecederas, en el peor sentido: no les afecta el tiempo histórico porque se crearon sin contar con él”, se lee en las páginas de ¡Me cago en Godard!
El senador republicano estadounidense Joseph McCarthy
A partir de aquí, el ensayo de Pedro Vallín propone un repaso a la historia del cine de Hollywood a través de sus modelos narrativos de más éxito, desde el vagabundo (Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd) surgido en los proyectores del cine mudo a la sociedad y los personajes del género negro, donde sobresale la aportación de los roles femeninos. “La mujer del cine negro, siempre magnética, apasionada y, con frecuencia, peligrosa –de forma activa o como mero agente indeliberado de un destino funesto–, sirvió para una articulación de la feminidad novedosa porque dejó de conjugarse en voz pasiva apara hacerlo en voz activa”, señala. Ese nuevo papel de la mujer aparece rematado en las comedias, donde emerge independiente, soberana en sus decisiones y, en muchos casos, con una exitosa carrera profesional en la que se bate ante los hombres como igual. En esos parámetros se presenta, por ejemplo, la periodista Hildy Johnson (Rosalind Rusell) en Luna nueva (1940), de Howard Hawks.
Pero, quizás, esa atribución de vocación social y progresista atribuida a las producciones hollywoodienses se pone realmente en juego en el western. Las películas del Oeste, con una fecunda historia surgida casi al mismo tiempo que el cinematógrafo, dan cabida “a todas las imágenes que Estados Unidos ha tenido de sí mismo, tanto las más gloriosas como las más mezquinas”, sostiene Vallín, quien apunta a que “ese desheredado que trata de edificar una vida buena es el alma pura de América”. Además, el autor de ¡Me cago en Godard! fija aquí un arquetipo de enemigo sorprendente: el rival del vaquero, del pistolero o del conquistador no es el indio, pues su presencia es realmente limitada, sino el millonario: el terrateniente que se puede pagar pistoleros, el propietario del ferrocarril o el empresario de la mina del oro.
Imagen promocional de la película
Pedro Vallín también se sumerge en el cine de superhéroes, apartando de golpe esos clichés que lo desprecian por ser americano, estar plagados de efectos especiales y gustarle al público joven. En esa tarea, el autor del ensayo despelleja su origen popular y lo sitúa a la vanguardia de la lucha contra el fascismo –casi en hora con El gran dictador de Chaplin– con portadas de cómics como la inaugural del Capitán América (1940), donde el héroe de las barras y estrellas propina un soberano puñetazo en la cara al Führer) y la de Daredevil Battles Hitler (1941). A este respecto, el puro entretenimiento está sazonado, en muchos casos, con debates de hondo calado, como la imposibilidad del hecho religioso en el mundo actual planteado por Zack Snyder en Batman vs Superman. El amanecer de la justicia (2016) o si las personas con poder deben estar sometidas a algún tipo de control, como se ve en Capitán América: Civil War (2016).
Como extensión, el cine americano se inventó al héroe cotidiano, al hombre de la calle enfrentado a circunstancias excepcionales, sin trajes ni poderes extraordinarios. “No se trata solo de glosar la vida de alguien que mereció mayor gloria –se defiende en el ensayo–, sino idear ficciones apoyadas en estos bastidores para generar un santoral de vidas que merecen ser vividas, un patrón de ciudadanía narrado desde el naturalismo y el realismo social. A diferencia del cine militante europeo, a menudo estas historias aportan parábolas que no tratan de mostrar lo peor de lo que son capaces las democracias, sino lo mejor. Tratan de probar por qué, pese a sus contrasentidos y arbitrariedades, estos modelos de convivencia son una cumbre del desarrollo de las sociedades humanas”. Qué oportuna reflexión en estos tiempos. Aunque se moleste el mismísimo Scorsese.