Helter skelter
Vale la pena ver 'Manson. The lost tapes' para comprobar que, en aquella secta de majaderos, el jefe era, en realidad, el más idiota
11 mayo, 2019 00:00Morbosos como somos, todo parece indicar que nos disponemos a celebrar a lo grande el 50 aniversario de los repugnantes crímenes de la secta de Charles Manson. La serie Aquarius, protagonizada por David Duchovny, se adelantó un poco a tan siniestra celebración y no llegó a la tercera temporada, aunque estaba francamente bien. Quentin Tarantino se prepara para el estreno de su versión de los hechos, Once upon a time in Hollywood (Érase una vez en Hollywood), con Leonardo Di Caprio y Brad Pitt. Y Movistar acaba de emitir el documental en dos partes Manson. The lost tapes (Manson. Las cintas perdidas), que no aporta grandes novedades a la historia e incurre en redundancias y repeticiones, pero parte de un material inédito en el que algunos miembros de la familia Manson son entrevistados en sus años de esplendor, por llamarlos de alguna manera: eso es lo más interesante de la propuesta, pues el cineasta Robert Hendrickson tuvo libre acceso a la guarida del monstruo y pudo hablar con unos cuantos majaretas cuyas explicaciones y visión del mundo ponen los pelos de punta. En cualquier caso, más allá del confuso anything goes de los años sesenta, seguimos sin entender muy bien cómo un delincuente común y un proxeneta que admiraba a Hitler y odiaba a los negros, cuya revolución se le antojaba un peligro inminente, pudo convertirse en el líder espiritual de una pandilla de pobres desgraciados que lo consideraron una mente privilegiada y liberadora.
Cuando se convirtió en una especie de gurú, Charles Manson era un tipo de treinta y tantos años que había pasado media vida en la cárcel tras una infancia horrenda junto a su madre alcohólica, que se lo pasaba a sus novios para que lo sodomizaran a gusto. El hombre se las daba de cantautor y se hizo amigo de Dennis Wilson, el batería de los Beach Boys, para que le echara una mano en el mundo de la música (también se le incrustó en casa, junto a su alegre pandilla, hasta que Wilson se dio cuenta de que no estaba bien de la cabeza y se los quitó de encima a todos). Sus esfuerzos fueron baldíos y dedicó todo su rencor a enloquecer a los miembros de su peculiar secta. El 9 de agosto de 1969, cuatro de ellos --tres hombres y una mujer-- se colaron en casa del ausente Roman Polanski y asesinaron a su mujer, la actriz Sharon Tate, embarazada de ocho meses, y los amigos que la acompañaban en esos momentos: a la pobre Sharon la colgaron de una viga con el vientre destrozado a puñaladas. La noche siguiente, hicieron lo propio en casa del matrimonio LaBianca. Manson se quedó en casa y nunca llegó a mancharse las manos de sangre. Obsesionado por el doble álbum blanco de los Beatles, encontraba en canciones como Blackbird o Helter Skelter claves ocultas del apocalipsis racial que se avecinaba en su mente enferma. La década milagrosa que inauguraron Phil Spector y los Beatles acababa así con una matanza ideada por un músico fracasado que, por cierto, acabó en la misma cárcel que Spector, al que perseguía para que le produjera un disco, lo cual habría dado para una sitcom un pelín siniestra.
Sharon Tate y sus amigos murieron por error. En el 10050 de Cielo Drive había vivido el productor discográfico Terry Melcher, hijo de Doris Day, al que Manson había visitado en su momento para reclamar sus servicios, cosa que no logró. Melcher era, pues, el objetivo del sangriento ataque, librándose gracias a un oportuno cambio de domicilio. Así de espabilado era el jefe de La Familia: ni siquiera estaba al corriente de donde vivía su Némesis.
Yo creo que si nos fascina Manson es porque con él terminan, de la peor manera posible, los años 60, aunque ese mismo verano el hombre llega a la luna. Sus crímenes se llevan por delante la alegría tontiloca y bienintencionada de los hippies, demostrando que el Mal adopta la identidad que le conviene en cada momento histórico. Vale la pena ver Manson. The lost tapes para comprobar que, en aquella secta de majaderos, el jefe era, en realidad, el más idiota.