Ilustración de Charles D. Gibson para la revista 'Life' (1900)

Ilustración de Charles D. Gibson para la revista 'Life' (1900)

Artes

‘Ars longa, infinitum lectio’

El arte ha sacralizado a través de la pintura, la escultura o las instalaciones el poderosísimo imaginario cultural que en todas las civilizaciones históricas existe entre libros, saber y lectura

26 febrero, 2023 19:15

Antes de que se inventara el libro en forma de cuaderno, tal y como lo conocemos hoy, la imagen de un lector leyendo ya se representaba con rollos en las manos o sosteniendo tablillas. Lectores solos o en compañía, dormitando con libros en las manos, con lentes, marcando las páginas o mirando al infinito, absortos hasta del mismo cuadro, son infinidad las representaciones de libros y lectores en la historia del arte desde la antigüedad que han transcendido, como recuerda David Trigg, a las épocas y culturas donde fueron elaboradas. Los artistas al pintar, esculpir o utilizar los libros y el acto de la lectura –sea en cuadros, esculturas o instalaciones– recrean o reinventan un mundo de emociones para el espectador. Desde el aburrimiento hasta el placer de leer, desde la sorpresa a la pasión, desde el primer ejercicio de creación del autor a la colocación de volúmenes en los estantes, todo es posible cuando el libro es materia prima en las manos de los artistas.

Cuando se observa el cuadro de Arcimboldo El bibliotecario, pintado en 1566, abruma la acumulación manierista de tantos libros. Unos están puestos horizontalmente, como se solían guardar para evitar los ataques ondulantes y destructores de la humedad; otros, muy bien encuadernados, parecen libros caros. El pintor milanés evoca la labor del bibliotecario (dicen que quiso representar al repelente erudito austríaco Wolfang Lazius), conservador y guardián de los libros, para eso están los plumeros como barba y las llaves de baúles como gafas. El único libro abierto está sobre su cabeza, quizás indique que su contenido está fuera de su entendimiento, como hizo El Bosco en su cuadro La extracción de la piedra de la locura (1501), que también puso un libro sobre la cabeza de una monja, aunque en ese caso la ignorancia parece aún mayor: el libro se posee, pero no sirve de nada si está cerrado.

El bibliotecario de Arcimboldo (1566)

El bibliotecario de Arcimboldo (1566)

La biblioteca como bibliotafio fue muy criticada en los siglos XVI y XVII, lo que hace suponer su frecuente utilización simbólica como signo de distinción. Juan de Zabaleta en El día de fiesta por la tarde (1660) criticaba severamente los cadáveres-libros: Los que les ven en los estantes los consideran trasladados al pecho de su dueño y miran en aquel pecho toda aquella librería desatada en venerables conocimientos. Engáñanse, porque de todos aquellos libros no hay en aquel hombre más que la malicia de hacerlos testigos falsos”. Rodrigo Méndez de Silva en Engaño y desengaño del mundo (1665) denunciaba a aquellos “que cargan con libros como melones sin cala, a Dios te la depare buena y no les deja de ser pesada carga librerías tan cargadas, pues habiendo de entender lo que tratan, tratan de lo que no entienden”.

Si libro poseído no implica necesariamente su lectura, tampoco todo lo leído tiene porque ser poseído. El préstamo y el intercambio eran formas de acceso al libro mucho más frecuentes que la imagen que pueden ofrecer la colección compulsiva de libros. En 1809 Thomas Frognall publicó un extenso tratado sobre la locura por los libros (The bibliomania or Book Madness), donde describió los síntomas de una enfermedad llamada bibliomanía y los medios probables para su cura. Nada nuevo sobre una dolencia tan antigua como el mismo libro –en rollo o manuscrito–, y que se agravó mucho más con la difusión del libro impreso. Apenas cuarenta años después de la invención de Gutenberg, Sebastian Brant incluyó ya en La nave de los necios (1494) un grabado con el que denunciaba el extendido vicio de coleccionar libros. Atribuido a un por entonces joven Durero, el grabado ridiculiza al lector erudito, vestido como un bufón, con un plumero en mano mientras espanta las moscas o quita el polvo acumulado en sus volúmenes.

Un religioso leyendo / VAN EYCK

Un religioso leyendo / VAN EYCK

La representación del libro como objeto central ha sido un tema muy recurrente desde la alta Edad Media, sobre todo a partir del triunfo del cristianismo y la irrupción del cuaderno como formato predominante, que fue desplazando al rollo de papiro durante los siglos II y IV. El libro pasa a ser venerado como símbolo de la palabra divina en iglesias o en manuscritos iluminados. Y ante el objeto se exalta la actitud. La imagen de lectores devotos se difunde en escenas anacrónicas. Los cuatro evangelistas (Mateo, Marcos, Lucas y Juan) comienzan a ser representados, desde el siglo VIII, con las Sagradas Escrituras en formato códice y no con sus coetáneos rollos, o como si fueran escribas medievales trabajando en unos imaginarios scriptorium monásticos, una escena que se hará familiar a ojos de los creyentes de siglos posteriores hasta la actualidad. El erudito cristiano por excelencia será San Jerónimo (s. IV) que, en numerosas y distintas versiones, fue representado casi siempre también de manera anacrónica: rodeado sólo de códices en lugar de rollos, y con un capelo cardenalicio a pesar de que ese título fue creado varios siglos después.

La cristianización del libro alcanzó a las lectoras. Aunque iconográficamente existían otros modelos religiosos como las santas –especialmente Catalina de Alejandría–, la representación de la mujer lectora que obtuvo una mayor y extraordinaria popularidad en la época bajomedieval fue la Anunciación. Entre los siglos XIII y XIV se produjo una transición en la representación hegemónica de la Virgen como Maestà (sentada en su trono como madre de Dios) a la Anunciación (la mistérica concepción, vínculo entre cielo y tierra). Desde el siglo XV, la representación pictórica de las Anunciaciones fue cambiando de dama ricamente vestida al de una religiosa, y el espacio doméstico se fue convirtiendo en un lugar celestial poblado de ángeles y nubes, cada vez más tenebrosos y espectaculares.

La Anunciación de El Greco

La Anunciación de El Greco

La escena más repetida será la de María que, mientras lee, es sorprendida por el ángel Gabriel que le anuncia la encarnación que en sus entrañas hace el Espíritu Santo mediante la palabra de Dios. En los grabados o en los elaborados modelos pictóricos, los artistas no se preocuparon por el anacronismo del libro-cuaderno en lugar del libro-rollo, ni tan siquiera se molestaron en reproducir fielmente el pasaje del Antiguo Testamento y la profecía de Isaías. De ese modo representaban a la Virgen en misales, libros de Horas, en retablos y en cuadros. Por ejemplo, en la Anunciación de Nicolás Francés (s. XV) en el libro que tiene la Virgen se puede leer en latín su respuesta al ángel (“He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según su palabra”); en la del holandés Dirk Bouts (s. XV) se pinta un libro de horas; en la de Juan de Correa (s. XVI) se observa una página con texto y un grabado de la zarza ardiendo.

¿La Anunciación –como lectora en la intimidad- fue un modelo para las mujeres? Quizás lo fuera para monjas, al mismo tiempo que se difundió desde mediados del siglo XVI como un icono contrarreformista de la labor doméstica, puesto que a los pies de la virgen lectora se van a añadir cestos con ropa para recoger, una muestra de la imprescindible sumisión que suponía la encarnación. No es de extrañar que la escena, como apuntó la historiadora Mindy Nancarrow, fuese rediseñada para desanimar a todas las mujeres a ser lectoras de las Escrituras.

Mujer leyendo de Pieter Janssens Elinga

Mujer leyendo de Pieter Janssens Elinga

Hubo otros dos modelos de lectura que constituyeron la biblioteca metafórica de las mujeres desde el siglo XVI, cada uno con su programa iconográfico. Se trataba de la lectura de textos de devoción representado con Santa Ana enseñando a leer a la Virgen, y de textos de ficción con el retrato renacentista de la dama con un libro entre las manos. Imágenes que no contradicen los datos sobre las bajas tasas de alfabetización de las mujeres, pero son testimonios de que las mujeres disponían de modelos de lectoras, fuesen damas o plebeyas. Fueron muy frecuentes los casos de mujeres que aprendieron a leer en el contexto familiar, rodeadas de estampas de santa Ana, de vírgenes o de tantos otros santos que sostenían en su mano un libro. Pero sólo fue en los cuadros renacentistas donde proliferaron las imágenes de mujeres no religiosas con libros.

En el retrato de Laura Battiferi de 1560, Agnolo Bronzino sitúa en primer plano un libro manuscrito abierto. El espectador contemplará la mirada perdida de la poeta y, a buen seguro, intentará descifrar el contenido de los versos que los delgados dedos de la protagonista señalan: dos sonetos de Petrarca. Dirá el historiador del arte que con estos cuadros los artistas destacaban el compromiso humanista con la expresión individual e intelectual. Pero también es cierto que muchos de estos retratos fueron y siguen siendo, muchos siglos después, un divertimento visual y poético, una suerte de juego de lectoras y lauras.

La historia de las mujeres lectoras fue también la historia de una resistencia. Fuese leyendo textos sagrados abiertos o libros cerrados, muy pocas escenas representan a mujeres en espacios públicos, la mayoría lo hacen en privado e, incluso, en momentos íntimos. Esa la imagen tan conocida de Mujer leyendo de Pieter Janssens Elinga que, sentada de espaldas y después de dezcalzarse, esconde su expresión con la excusa de buscar la luz que entra por las ventanas.

Laura Battiferi de Agnolo Bronzino (1560)

Laura Battiferi de Agnolo Bronzino (1560)

Las lectoras fueron cada vez más numerosas y exigentes en las dos siguientes centurias, hasta manifestar su absoluta independencia en el acto de leer. En la ilustración de Charles D. Gibson para la revista Life en 1900, una mujer, sentada y acompañada por dos jóvenes en una cena de gala, opta por leer un libro, y al pie se anota este comentario “Una palabra para el sabio: llevad un libro por si os aburrís”. Ya no hay nada que esconder, ni la tentación erótica ni el aburrimiento devoto, cualquier emoción es una excusa para que el artista plasme la intensidad de la lectura, como sucede con la lectora de Magritte.

En numerosos retratos, el libro aparece como símbolo de sabiduría y poder o como simple adorno y ostentación de reyes, nobles, burgueses, escritores o demás eruditos, hasta convertirse en naturaleza muerta. A los artistas siempre les ha fascinado la forma de los libros, su volumen y encuadernación, el vuelo o el uso de sus páginas, su esplendor o su deterioro, su antigüedad o novedad… Así, del asombroso Misal abierto (h. 1570) de Ludger Tom Ring el Joven (206) a la instalación Hogar de Miler Lagos o a los torrentes de libros que expuso Alicia Martín en distintos espacios en Madrid durante 2012 ha transcurrido algo más de cuatrocientos años y el libro sigue siendo el único protagonista de la obra. Se ha pasado de un caos ordenado a un concierto edificatorio en forma de iglú o a un movimiento continuo por la sobreabundancia de ejemplares y de información. Pero, en esos casos, como en tantos otros, el libro expuesto sigue pareciendo tan vulnerable como el mismo conocimiento que atesora en su interior.

La lectora de Magritte

La lectora de Magritte

En 1526 Alberto Durero realizó uno de sus grabados más famoso, en él representó a Erasmo escribiendo y rodeado de libros en su estudio con una leyenda enmarcada al fondo: “Esta imagen de Erasmo de Roterdam la dibujó al natural Alberto Durero. Sin embargo, la mejor es la que aparece en sus escritos”. Tan buena suele ser la imagen y el contenido de un libro que, con frecuencia, esa ha sido la causa o excusa de su olvido o censura. El libro no sustituye a la vida, pero la simboliza, porque –como ella– siempre está en continua lucha y transformación. Y, por muchos abandonos o destrucciones, el libro siempre sobrevive, incluso a las nuevas tecnologías y a las dudas, sea almacenado en infinitos estantes, dentro de nosotros mismos o volando sobre nuestras cabezas.