Dos visitantes cruzan por delante de la obra de Andy Warhol ‘Pintura de hilo’ (1983), en las salas del Museo Thyssen-Bornemisza.

Dos visitantes cruzan por delante de la obra de Andy Warhol ‘Pintura de hilo’ (1983), en las salas del Museo Thyssen-Bornemisza. FRANCIS TSANG /MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA

Artes

Warhol y Pollock, la semejanza entre el aullido y el eslogan

El Museo Thyssen-Bornemisza desafía al canon y se sirve de dos de las grandes estrellas de la pintura del siglo XX para fijar las conexiones entre la abstracción y el arte figurativo

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A Nueva York llegó el pop como una revolución a deshora, cuando ya se había acabado la verbena vanguardista en Europa y el expresionismo abstracto se empezaba a colar en los museos como una reliquia prematura y caliente. En ese tiempo entre dos tiempos, Andy Warhol hizo de sí mismo un icono feroz, acumulando una mercancía de obsesiones que estaban entre el delirio, la audacia y el capitalismo. “Yo soy mi propio símbolo”, proclamó ese chico tímido, feúcho y enfermizo al que remataba una peluca plateada

Aparentemente era una forma de echar el cierre al paisaje angustiado que trajo Jackson Pollock y toda aquella generación –Rothko, De Kooning y Cy Twombly, entre otros– que pintaba a dentelladas. Como si después de tanta solemnidad, Warhol hubiera puesto el catalejo más acá de los abismos del alma para encontrar en un bote de sopa industrial la expresión de un insólito fundamento filosófico: vive intensamente, genera excitación y vende caro.

‘Coca-Cola [2]’, de Andy Warhol, fechado en 1961.

‘Coca-Cola [2]’, de Andy Warhol, fechado en 1961. THE ANDY WARHOL MUSEUM / VEGAP. MADRID, 2025

Ocurrió que su trabajo vino a sitiar la modernidad con una ráfaga de luces de neón, igualando el cartel publicitario a la Gioconda. Casi a modo de gran manifestación irónica, como una estruendosa risa contracultural –“comprar es mucho más americano que pensar, y yo soy el colmo de lo americano”, decía–, una agitación reactivada con productos de supermercado. Warhol ha quedado fijado como el reverso de Pollock: un alivio de frivolidad frente a aquella pintura instalada en la llaga.

A ese momento exacto echa la vista la profesora, comisaria y crítica de arte Estrella de Diego al frente de una exposición amplia, profunda y atrevida: Warhol, Pollock y otros espacios americanos, abierta hasta el próximo 25 de enero en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. Y lo hace, exactamente, para rebatir el relato establecido y cuestionar la mecánica sucesión de escuelas y movimientos, añadiéndole complejidad a la Historia del Arte del siglo XX.

No se trata aquí tanto de encontrarles la huella exacta a Pollock y Warhol, la señal irrevocable de uno en el otro, sino de deducir la amplitud de los dos artistas. Lo que se plantea es algo así como arrimarse a la aventura de hallar los vasos comunicantes entre los compartimentos de la pintura que ambos representan, transitando desde la cima de la abstracción a los destellos de la figuración pop. En definitiva, un salto al vacío entre el aullido y el eslogan.

‘Marrón y plata I’, de Jackson Pollock. Ejecutado hacia 1951.

‘Marrón y plata I’, de Jackson Pollock. Ejecutado hacia 1951. MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA

Podrían servir como arranque las dos botellas de Coca-Cola ejecutadas por Warhol a inicios de los sesenta. Una de ellas imita el modo de pintar de los abstractos de Nueva York, liderados por Pollock. La otra, ajustada a los preceptos de la figuración, es pura mercancía. Colgadas en su estudio, el artista solía preguntar a sus amigos cuál de ellas preferían… ¿La representada de forma imperfecta, en la que es perceptible las huellas del pincel o la reproducida sobre un fondo neutro a semejanza de una ilustración publicitaria?

Se ha aceptado ampliamente que el artista pop optó por la representación comercial de la botella de Coca-Cola y que, con su elección, los expresionistas abstractos dejaron de ser esa generación, fastuosa, violenta y terrible para entrar en la hornacina de los maestros prematuros, de los padres que abatir. En cambio, hay ecos, lazos y territorios intermedios entre las dos propuestas: existió un Pollock que representó la tachadura del arte figurativo y un Warhol intenso, complejo, en el que las formas se desvanecen.

Las obras reunidas en el Museo Thyssen-Bornemisza tratan de documentar cómo Pollock se deslizó desde el arte figurativo hacia el action painting y el dripping, al tiempo que revelar la admiración de Warhol por el capitán del expresionismo abstracto hasta el punto de que la fotografía de su fatal accidente de tráfico –el Oldsmobile-88 hecho añicos tras impactar una noche de agosto de 1956 con los olmos que flanqueaban una carretera de Long Island– alimentó la fascinación del artista por la tragedia. 

Una mujer observa una de las pinturas de orina de Andy Warhol.

Una mujer observa una de las pinturas de orina de Andy Warhol. FRANCIS TSANG /MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA

Asimismo, la muestra descube que la conexión más fuerte entre los dos artistas es conceptual: Pollock y Warhol plantearon revisitar el concepto de espacio y su uso como lugar de ocultamiento. Un espacio revisado a partir de las repeticiones y la serialidad. Trastocaron la noción del fondo y de la figura y desarrollaron un proyecto que, en sus mismas estrategias pictóricas, tenía algo de camuflaje. De hecho, en las obras de uno y otro aparecen a menudo huellas y vestigios que apelan a ciertos rasgos autobiográficos.

De las ciento veinte obras reunidas con ocasión de la exposición en el centro artístico madrileño, ninguna más radical que las pinturas oxidadas –a veces, con sus propios fluidos de orina– de Warhol, donde remeda las obras que Pollock hizo justo antes de morir, las pinturas chorreadas en los enormes lienzos. El resultado es un espacio sin límites precisos, como si quisiera hablar de aquello –la homosexualidad, por ejemplo– de lo cual es mejor callarse.

Warhol retoma el lugar que Pollock deja abierto y relee continuamente el propio concepto espacial”, afirma la comisaria Estrella de Diego, quien ha visto reeditado, con ocasión de la exposición, su ensayo Tristísimo Warhol (Anagrama), en el que ya cuestionaba hace veinticinco años esa presunta transición de un arte hondo y desgarrado como el expresionismo abstracto a otro frío y melancólico representado en los códigos del pop.

Una de las ‘sombras’ de Andy Warhol, quien presentía ya la muerte en esta serie de inspiración abstracta.

Una de las ‘sombras’ de Andy Warhol, quien presentía ya la muerte en esta serie de inspiración abstracta. THE ANDY WARHOL MUSEUM / VEGAP. MADRID, 2025

A los dos artistas les acompañan en la exposición otros –Mark Rothko, Lee Krasner, Helen Frankenthaler, Marisol Escobar, Sol LeWitt y Cy Twombly, entre ellos–, quienes se suman a la tarea de demostrar que las categorías de abstracto y figurativo son solo representaciones de la realidad. Hubo pinturas y fotografías que fueron las dos cosas a la vez. Sin ir más lejos, Express, el gran mural que Robert Rauschenberg ejecutó en 1963, parece un collage de Warhol en medio de una tormenta matérica al estilo de Pollock.

Hay un último hallazgo en la propuesta del Museo Thyssen-Bornemisza: la serie Sombras de Warhol, ejecutada en los años finales de la década de los setenta, en las que ya es imposible distinguir ninguna figura. El artista está cercado por una muerte que presiente con claridad, con ese instinto para la nostalgia que tienen los bellamente frívolos, y llega a su fin una de las tramas más apasionantes de la pintura del siglo XX, salvaje y ritual, siempre en el filo.