Cuadros con cara B
El Museo del Prado se acerca en una exposición a los secretos y a las historias escondidas en el reverso de más de un centenar de cuadros y pinturas que abarcan desde el siglo XV hasta nuestros días
10 diciembre, 2023 19:00Bajo la última capa de pintura de algunas de las obras esenciales de la Historia del Arte habitan memorias furtivas que fueron olvidadas por los artistas o que escaparon al ojo del experto. Antecedentes ocultos que no pudieron ser fulminados. En el lecho pantanoso de esos lienzos sedimentan viajes, secretos, genios silenciados, amores furtivos, pactos de guerra, crímenes e invenciones que, como en algunos cuadros, suben un día a la superficie para explicarnos que aquello que sabemos bien dispensa otras lecturas.
Sucede así con Las meninas, donde Velázquez pintó algo más importante que la inercia doméstica de la familia del rey más poderoso. Logró uno de los terremotos del arte sin exaltar nada sobrenatural dentro de la escena, pero violentado el límite de la realidad a través de la representación del envés de un lienzo. Quienes se acercan al cuadro quedan inmediatamente abducidos por él y se incorporan a la escena. Están dentro y fuera de ella. Aquí y en otro tiempo. Son reales y son pintura acumulada.
Por ese pasadizo, que tiene tanto de sugerencia como de desafío, el Museo del Prado ha convocado en la exposición Reversos un viaje al otro lado de los cuadros, el más allá de la pintura, en un insólito ejercicio firmado por el artista Miguel Ángel Blanco –comisario de la muestra– que tiene mucho de reflexión y de aventura. Se trata de adentrarse en las telas para vivirlas de otra forma, más como inquilinos que como espectadores. Casi un centenar de obras se conciben como escenario, como sugerencia, como cuaderno de preguntas.
Al voltear las obras, pervirtiendo su habitual frontalidad, la propuesta pone en juego experiencias contemplativas que reivindican ese lado de la pintura al que no llega la luz. Porque en Reversos no solo se trata de mirar los cuadros de otro modo, sino de echarse a pensar qué tiene que contarnos la gramática insólita, poco frecuentada, de sus traseras. “Cuando vemos una pintura y su reverso, contemplamos también la completa estratigrafía de un yacimiento arqueológico”, confirma el director del Museo del Prado, Miguel Falomir.
La exposición, abierta hasta el 3 de marzo, arroja un aluvión de curiosidades sobre el devenir de las obras. Por ejemplo, los travesaños del bastidor original del Guernica de Picasso –propiedad del Museo Reina Sofía, aquí se exhiben por primera vez– dan cuenta de los viajes del mural que, entre 1937 y 1964, visitó treinta ciudades y fue clavado y desclavado en otras tantas ocasiones. “La obra fue repetidamente crucificada”, afirma Miguel Ángel Blanco, en alusión a las decenas de agujeros y golpes que se perciben a simple vista en estos listones de madera de coníferas.
De igual modo, en casi todas las traseras de esta muestra se acumulan etiquetas y sellos. Incluso en una obra de reducidas dimensiones como la tabla de Fra Angelico Funeral de san Antonio Abad (1426-1430) se suman inscripciones, lacres de la Casa de Alba, varias etiquetas de inventario y el sello de incautación de la Guerra Civil, también visible en un retrato de un artista anónimo ejecutado por Alonso Cano, que lleva, además, estampillas de antiguas exposiciones a través de las cuales se puede seguir el historial de atribuciones de la obra.
También se registra cómo los coleccionistas utilizaban el envés de los cuadros para marcar su posesión. Isabel de Farnesio puso sus iniciales en el ángulo inferior izquierdo de una copia anónima de un óleo de Bernardino Luini, al igual que el Príncipe de Asturias (el futuro Carlos IV) en el boceto de Francisco Bayeu para un tapiz destinado al palacio de El Pardo, mientras que el marqués de Eliche, Gaspar de Haro y Guzmán, dejó el monograma DGH rematado por una corona en el reverso de La huida a Egipto (1570) de El Greco.
Sin duda, las etiquetas que testimonian las existencias más accidentadas son las que dan cuenta de los daños que sufrió una marina del pintor flamenco Andries van Eertvelt a causa de un incendio en el domicilio de un ministro franquista o las huellas adheridas al cuadro Un filósofo (1635) de Salomon Koninck, que tiene tanto un obituario de The Times –titulado The late Lord Granville, con fecha de 22 de enero de 1840– como el rastro su pertenencia a un marchante judío cuya colección de arte fue confiscada por los nazis.
En paralelo, el acceso a ese más allá de los lienzos multiplica sus interpretaciones, tal como revelan las pinturas a doble cara. Estas obras bifaces fueron, por lo general, tablas portátiles de devoción, dípticos plegables o retratos con reversos que definían al sujeto a través de escenas o personajes religiosos o de la introducción de símbolos. Así sucede con una tabla ejecutada por Wolfgang Beurer, en la que el escudo de armas que aparece en el dorso permite identificar al personaje con un relevante patricio.
Otro grupo de obras da testimonio del uso de los reversos para probar ideas o hacer anotaciones. En dos de las elegidas –de un anónimo italiano y de Rafael Hidalgo de Caviedes– tenemos, en dibujo, la misma imagen que protagoniza el anverso, quizá para testar la composición. Pero lo habitual es encontrar imágenes diferentes y hasta disonantes: Annibale Carracci esconde tras su pintura un palimpsesto de dibujos burlescos y Juan Antonio Benlliure reaprovecha un boceto de cuerpo femenino, ferozmente tachado, para autorretratarse.
Por supuesto que en Reversos hay muchos cuadros colgados de cara a la pared, junto a una pequeña fotografía de su anverso. Este ejercicio de radicalidad da acceso a las dedicatorias ocultas en la parte trasera de los lienzos o las decisiones de los dueños de donarlo a tal o cual institución. Pero también se pueden descubrir frases como la que Eugenio Lucas Velázquez dejó en 1855 con tinta azul en el reverso de su cuadro La lavativa: “¿Qué pensabas? ¡Tonto! Pues en este mundo nadie se escapa”.
Las espaldas esconden, en forma de recortes y pliegues, evidencias de operaciones de conservación o de adaptación de las pinturas a nuevas ubicaciones. Al modelo para tapiz de Los defensores de la eucaristía de Rubens se le añadió, por ejemplo, por sus cuatro costados, un engatillado de ornamentos arquitectónicos que recientemente fue retirado, mientras que a una franja del cartón para tapiz de Zacarías González se plegó por atrás para poder encajar la pintura en un lugar más estrecho.
En el recorrido quedan también expuestas las tripas de una obra de arte: cómo se hizo, con qué materiales, cuántas dudas sorteó el artista antes de arrojarse a la tela blanca y qué certezas manejó. Precisamente, en este punto, dos artistas catalanes, Antoni Tàpies y Joan Miró, comparten sala y permiten descubrir el uso de la arpillera, resinas, vidrios, cemento y otros sorprendentes materiales como el fuego para dejar al descubierto la estructura oculta de los cuadros.
Como culminación, el reverso acabó por convertirse en un género pictórico. A mediados del siglo XVII se consolidó el artista que se pinta a sí mismo en su taller detrás del cuadro en el que está trabajando y del que solo vemos su reverso, una propuesta de autoafirmación que pervive hasta hoy. Goya, Rembrandt y Van Gogh dieron vuelo a esta fórmula que remató Velázquez en Las meninas, cuya trasera es reproducida aquí por el artista brasileño Vik Muniz, quien ha fijado fielmente los remaches, las marcas y las vetas de la madera. En fin, la puerta de acceso a ese más allá de la pintura.