Luces y sombras sobre la racionalidad y el presente
El filósofo Manuel Cruz alerta sobre el "eclipse" de la razón, con el peligro de que la democracia acabe sus días
9 diciembre, 2023 19:27El último libro de Manuel Cruz (El gran apagón) no rezuma el optimismo de Steven Pinker en su apasionada defensa de la razón ilustrada, aunque está en la línea. Más allá de las dudas que esparce en su diagnóstico sobre el presente, resalta su confianza en la razón como elemento clave para construir la convivencia y proyectar el futuro: “La reivindicación de la racionalidad que aquí se está intentando desplegar no se hace en cuanto valor abstracto, sino en la medida en que constituye una pieza fundamental para organizar la vida en común, para que podamos afirmar que nos encontramos ante un veraz ejercicio de libertad positiva”. Porque, “si se eclipsa la razón, es toda la democracia la que se encuentra amenazada y en peligro” y “se necesitaría una visión del mundo muy sólida y consistente para poder enfrentarse en condiciones al escepticismo, rampante y generalizado en materia de ideas en el que vivimos”.
El propósito queda claro: “Se trata de entender lo que nos está pasando, la específica naturaleza del presente que nos ha tocado en suerte vivir”, sin descartar que “es posible que nos encontremos hoy en un momento de retroceso histórico de los ideales emancipatorios”, momento en el que “acaso lo más característico de nuestro punto de vista, no sea la idea de que el futuro ha dejado de estar en nuestras manos”, sino la comprobación de que “ha ido ganando terreno (…) la noción de que ni siquiera nosotros estamos en nuestras propias manos”. La “vieja concepción del ser humano, como un ser autopoiético (que se produce asimismo) ha entrado en franca bancarrota”.
Éste es el marco actual: desconfianza respecto a la razón y sus valores universales, crisis del sujeto, cuestionamiento de la capacidad de construir un futuro que mejore el pasado y el presente y, por lo tanto, de la idea misma de progreso.
¿Se caracteriza el presente por un apagón de la idea de razón dominante en los últimos dos siglos o se trata de un eclipse tras el que volverán a resplandecer las luces de la Ilustración y la esperanza?
El libro oscila entre el diagnóstico crítico del ser y un cierto deber ser contenido que se despliega con fuerza cuando, acompañado de Habermas, analiza el papel de los medios de comunicación como elemento crucial del debate que configura la opinión pública.
Razón, no emociones
Manuel Cruz no es partidario del pensamiento débil y su tibia racionalidad. Pero el peso de las dudas que la posmodernidad ha arrojado sobre la razón gravita incluso sobre quienes pretenden afirmarla. Obsérvense las dudas que aparecen en expresiones como “es posible”, “acaso”, “desde nuestro punto de vista”. Son fórmulas cercanas a un cierto relativismo que Cruz no profesa. Quizás cautelas estilísticas para evitar ser confundido con un dogmático. Se repiten a lo largo del texto y sirven para contextualizar un entorno de pensamiento que teme que acabe imponiéndose.
La obra está redactada desde la primera persona. En sus distintas variantes la han empleado los filósofos desde la antigüedad, pero cobra especial sentido en la época moderna. Desde Descartes ese uso traduce el convencimiento de que hay una conexión directa entre el yo y el nosotros (para utilizar la expresión de Ramón Valls al hablar de Hegel). El individuo es un ser dotado de razón y la razón es universal. Cuando el filósofo habla, lo hace desde esa misma universalidad racional.
El pensamiento posmoderno ha cuestionado esta formulación: sus críticas alcanzan tanto al yo como a la existencia de una razón universal. En muchos casos ni siquiera admite que pueda ser intersubjetiva; muchísimo menos, objetiva. Al amparo de la multiplicación de los saberes que explican el mundo, se ha consolidado la idea de que ya no es posible una visión global. Lo que queda es el fragmento, convertido en relato y, con ello, el relativismo: se renuncia así a “la aspiración a la verdad”. Y el resultado, escribe Cruz, es que “hemos apagado la luz y quedado atrapados en la titánica tarea de pensar a tientas”. Es la consecuencia del “declive de los discursos capaces de ofrecer un marco de sentido global para lo existente en el que basar las propuestas para su transformación y la renuncia a los instrumentos de conocimiento más afilados en beneficio de los relatos destinados únicamente a la autocomplacencia”.
Este libro es, en cierta medida, el complemento filosófico del anterior: Transeúnte de la política. Un filósofo en las Cortes Generales. Estaba escrito al hilo de la actualidad de entonces, casi por definición caduca: “Los libros se hacen para la memoria y los diarios para el olvido”, cita Cruz a Borges. Ahora, en cambio, se centra en el aparato conceptual que fundamenta y proyecta la convivencia y que allí aparecía en uso. Busca esclarecer el papel de la razón, sus posibilidades, su horizonte. Y su terminología: “Las formas específicas y concretas en las que el uso de la razón en la esfera pública se ha visto afectado por las transformaciones” sociales.
Hay abundantes referencias a los discursos de los partidos españoles, que comparten visión y, en demasiados casos emotividad, con los de otros países. Podía haber sido de otro modo, en tiempos de particularismos localistas, pero Cruz defiende una visión universal, basada en la razón, no en las emociones que la mayoría de nacionalismos sientan como base de sus propuestas, en las que el sentimiento “deviene la gran certeza” en tiempos vividos como de “incertidumbre de la razón”. Incertidumbre azuzada por el pensamiento posmoderno que incluye “el desdén hacia la argumentación racional, sustituida por la expresión de sentimientos”.
¿Y qué hacen los medios?
Lo específico del particularismo nacionalista es que “insiste en la existencia de una comunidad nacional, amasada por elementos variables (la lengua; la religión; aspectos supuestamente técnicos, etcétera) y cohesionada por estrechos e intensos, sentimientos de pertenencia”. Esta sentimentalidad intenta conjurar la “sensación de vértigo, de desamparo, de pérdida de cobijo que representaban las viejas comunidades fuertemente trabadas por vínculos ancestrales de todo tipo, lo que explicaría el intento imaginario de reconstruir la vieja comunidad perdida”.
La apelación a la sentimentalidad supone “hurtar el debate político racional”. reivindicando “el regreso a la tribu, disfrazado de posmodernidad” lo que no deja de ser “puro pensamiento mágico con el sentimiento configurado, la realidad e incluso, más allá, fundando derecho”.
Se contribuye así a “la crisis de los discursos emancipatorios, que se pretendían universales”, lo que ha sido aprovechado por “determinados sectores conservadores” que descubrieron “que resultaba de mayor eficacia política y utilidad propagandística el relativismo (variante autoritaria) que el universalismo de la razón”.
Aquí entra en juego el papel de los medios, convirtiendo el debate sobre valores en espectáculo. Es “obligado” considerar “para entender nuestro presente: que nuestra sociedad se haya convertido en una auténtica sociedad del espectáculo”. Eso sí, banal. Y “cuando la vida pública se convierte en un espectáculo banal, ser protagonista del mismo, implica contaminarse de dicha banalidad” que “iguala por abajo”.
Abandonada la racionalidad “alguien puede argumentar mejor que otro, pero de ninguna persona se puede decir que sienta mejor o peor que otra”. A ello colaboran “los profesionales de la política” empeñados en suministrar “la materia prima a los profesionales de los medios” para que siga el espectáculo, hasta el punto en que “la política habría terminado por constituir algo así como el departamento de producción de contenidos para dichos medios”. Si su objetivo es posibilitar el debate público, no parece que estén contribuyendo a ello, dice.
Alterna el autor el diagnóstico de lo que hay con el deseo de lo que debiera haber. Si se prefiere, se mueve entre el ser y el deber ser. “Los medios de comunicación, cuya función primordial debería ser la de aportar materiales útiles para la conformación de una opinión pública, plural y crítica, se aplican a tareas para las que no fueron diseñados, como son las de asumir un tipo de protagonismo en lo político que en ningún caso les corresponde”. Aunque se podría objetar que cada individuo tiene derecho a utilizar el camino que prefiera para difundir sus propuestas. También los medios de comunicación.
El eclipse
Es evidente que hay medios que anteponen el negocio o los intereses de los propietarios a la objetividad y que se da, al menos en ciertos casos, un “creciente protagonismo de algunos profesionales de la comunicación que han asumido, de manera descarada, la condición de actores políticos”, renunciando a cualquier pretensión de objetividad. La cuestión es si el lector, al menos en teoría, está dotado de criterio, incluso cuando es considerado mero consumidor de textos convertidos en producto comercial. Cita Cruz a José Antonio Zarzalejos para quien esta tendencia conlleva la desaparición de la opinión pública en un sentido clásico. El problema es saber en qué periodo de la historia ubicar esa arcadia en la que los medios fueron independientes, objetivos y buscadores de la veracidad en exclusiva.
Hay un segundo factor nada menor: “En tiempos de profunda devaluación discursiva, lo que diferencia a unas informaciones políticas de otras no es tanto lo que entusiasma como lo que indigna”. Los discursos renuncian a proponer y prefieren negar lo que proponga el oponente. “Lo específico de nuestro tiempo es que antiguos antagonismos sociales que actuaban a modo de motor del devenir histórico, con la lucha de clases, en lugar muy destacado, se han visto sustituidos por el agravio comparativo”. Y cita a Endy Brown parodiando a Marx: “La lucha de agravios es el motor de la historia”.
Cruz no pertenece al colectivo de conservadores que miran hacia el pasado con voluntad de perpetuar un tiempo que, por lo demás, es frecuentemente idealizado y hasta imaginario. Al contrario, su voluntad de comprender el presente busca modelar el porvenir, a poder ser cercano. Es posible que se haya desvanecido una idea de futuro, pero “no por ello podemos abstenernos de hacer planes constantemente. Más bien al contrario, venimos obligados a hacerlos de manera ineludible. Probablemente ahí resida la específica dificultad del estupor que nos está tocando vivir”.
Como ya viera Josep Fontana, el futuro es un país extraño sobre el que habrá que proyectar alguna luz, las Luces, si como sostiene Cruz no se ha producido un apagón sino sólo un eclipse.