Arte y esencia de Matisse
El Museo Diocesano de Barcelona reúne en una exposición 85 piezas, entre dibujos, litografías y linograbados, de la etapa crepuscular del artista, que consiguió una integración perfecta entre el color, la línea y el espacio
11 octubre, 2023 19:00El objetivo del arte al comienzo de la edad moderna era imitar a la naturaleza, pero también mejorarla. Una misión teológica que, además, implicaba un deleite para la vista. No lo hubieran consentido de otra manera los mecenas aristocráticos que, obligados o no por la nobleza a gestas mayores, entendían el placer como un derecho irrenunciable. Nada más hacían una excepción en situaciones extremas, como Henri de Xavière cuando, al ofrecerle alguien un vaso de vino al pie de la guillotina, lo rechazó diciendo: "No, gracias. Cuando bebo pierdo la cabeza".
Después, con el advenimiento de la edad contemporánea, precisamente como consecuencia de las revoluciones liberales, algunos de los románticos descaminados empezaron a quejarse de que la nueva sociedad industrial creaba un cisma entre el trabajo y el deleite que de él debería derivarse, entre el medio y los fines, el esfuerzo y la recompensa.
Por esas fechas Haydn, con los pies bien asentados aún en el clasicismo, aconsejaba a un Beethoven debutante que de sus tres Tríos opus 1 publicase solo los dos primeros. El tercero, música difícil y de carácter turbulento, en do menor, anticipaba el genio a descubrir en sus obras más personales, pero amenazaba con complicar las ventas. Resultó que las primeras generaciones de burgueses, afectados por la mala conciencia que nunca tuvieron sus antecesores de abolengo, pagaban lo que fuese por cualquier pieza capaz de arrancarles unas lágrimas.
No se creían que de verdad estaban, al eliminar las cargas de la economía de subsistencia, dando al traste con las peores predicciones románticas. Lejos de separar el trabajo de la realización personal, dieron origen a una creciente clase media mundial que no solo tiene más fácil elegir ocupaciones de su gusto, sino que dispone de tiempo libre y recursos para emplearlo.
Desde finales del siglo XIX se ha reducido el número de horas de trabajo en los países industrializados, entre un cuarenta y un sesenta por ciento (de más de 3200 a unas 1300 al año, por ejemplo, en Alemania), y las que había que trabajar para comprar una bici en 1910 permiten hoy comprarse veinte.
Matisse fue de los que, en plena tormenta de dudas sobre el progreso, algo entendible después de la Gran Guerra, seguía empeñado en hacer la existencia tolerable. Eso sí, propugnaba un placer epicúreo, tan comprometido en contagiar la alegría de vivir como en limitar las expectativas. Pintó el paraíso polinesio pero también el que se veía desde su balcón (Niza, además, en su época, era el Hollywood europeo y abundaba en escenarios paradisiacos de cartón piedra).
Pintaba odaliscas, pero el suyo era un deseo sublimado y su única lucha, agónica, era por conquistar el lienzo. Sus modelos se convertían poco menos que en hijas adoptivas. Loulou Brouty aprendió a nadar en un verano con la familia. Henriette Darricarrère, antigua extra de cine, se hizo pintora ella misma tomando lecciones de su empleador. La fórmula solo terminó descarrilando con Lydia Delectorskaya, que acumuló en cierto punto un poder en los asuntos de Henri incompatible con el de su esposa, Amélie, y acabó con cuarenta años de matrimonio.
"El arte con el que sueño", dijo el artista, "es un arte de equilibrio, pureza y tranquilidad, sin motivos inquietantes o deprimentes, que sea para todo trabajador del intelecto, lo mismo si se dedica a los negocios que a las letras, por ejemplo, un lenitivo, un calmante mental, el equivalente a una buena butaca que alivia la fatiga física". El color vivo es lo primero que viene a la cabeza al pensar en ese Matisse todo lujo, calma y voluptuosidad interior.
Hay otro elemento, protagonista de la exposición en el Museo Diocesano, igual de importante: la línea. En los años treinta, cumplida ya la sesentena, mientras el mundo se desmoronaba, el pintor alcanzó la integración perfecta del color, la línea y el espacio que llevaba buscando toda su carrera, y lo que vino después, desde sus célebres recortes hasta la capilla de Vence, se basa en esa sabiduría recién ganada.
Lo vemos aquí, en pequeña escala, en litografías como la del exquisito collage Desnudo azul. De esa técnica de papeles recortados dijo Matisse que le permitían "dibujar directamente en el color", y cabe preguntarse si acaso no era esa la aspiración que le guiaba desde el principio: una línea ininterrumpida, capaz de capturar campos cromáticos en el plano. ¿No había expresado ya en una fecha tempranísima, cuando coqueteaba con el puntillismo, su preocupación por no prescindir del dibujo que, según él, le debe toda su elocuencia al contorno?
Nada más apropiado que organizar esta exposición en un museo de la Iglesia, refugio cada vez más de mensajes marginales como está deviniendo el suyo. Una simbiosis que ya se dio en los últimos años del pintor. La capilla del Rosario, representada en la muestra con fotos de Helène Adant, fue iniciativa de una antigua enfermera y modelo de Matisse.
Cuando ingresó en la comunidad dominica de Vence, Monique Bourgeois propuso a su amigo encargarse del diseño y él, que no era en absoluto religioso, aceptó porque veía una posible intersección con sus ideales artísticos. Después de otra guerra mundial, y a pesar de la aparición de graves problemas de salud, aún defendía una obra llena de ligereza y júbilo, que no revelase el esfuerzo que había costado.
En Vence creó lo que consideraba la culminación de su trabajo. Un pequeño edificio blanco con planta en L, sobre una colina, iluminado por vitrales de un amarillo translúcido que representa el sol, el azul ultramar del Mediterráneo, y el verde botella de la vegetación. Allí Matisse dibuja en el color a través del cristal, llenando el espacio con ondas de luz vibrante, líquida, que alcanza también a tintar, según la hora del día, las figuras de sus murales en blanco y negro, con la imprecisión de una mano infantil. Como siempre que la modestia de los medios se alía con el talento, el resultado es de una intensidad difícil de igualar.
Isaiah Berlin trató de definir el pluralismo contemporáneo examinando el precedente de aquellas ideas que no se habían podido integrar en un sistema único de búsqueda del conocimiento. Uno de sus ejemplos era el dilema irresoluble de Maquiavelo entre las cualidades del buen cristiano y las del buen romano, la compasión y la voluntad de poder que garantiza la supervivencia misma de la república y de sus ciudadanos.
Hoy nos adentramos en una época que ha entendido mal el pluralismo, confundiendo la lejanía de la verdad con su inexistencia y renunciando a la afirmación para quedarse con las narrativas particulares. Quién sabe si, andando el tiempo, no echaremos de menos la síntesis ilustrada de deleite pacífico y ciudadanía, verdad que se vislumbraba, aunque fuese con retrocesos terribles, durante el último par de siglos. Una de sus expresiones más depuradas es este último Matisse que supo reducirse (o elevarse, según lo queramos entender) a la esencia.