Tratado artístico del esoterismo
El Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid rastrea sus colecciones para detectar la influencia del ocultismo y las paraciencias en sus lienzos y autores más representativos, desde Alberto Durero a Jackson Pollock
24 julio, 2023 19:00Antes que el arte estuvo el misterio. Y entre uno y otro, el ser humano. Fue necesario tener miedo y desconcierto, generar símbolos e imágenes, para poner en pie la fe, las religiones, las creencias o la superchería. Toda la secuencia del arte –desde las alegorías herméticas del Renacimiento a las creaciones de las vanguardias del siglo XX– podría ser el largo camino de algo extraordinario. La búsqueda de un lugar en el mundo. La exploración de lo desconocido. La vocación y el ánimo de trascendencia de los hombres, su pasión, su miedo, su imposibilidad de respuesta.
De ese hilo ha tirado el Museo Thyssen-Bornemisza para envolver con un argumento nuevo su colección, que se presenta así a modo de juego, de enigma, de patio de recreo. La exposición Lo oculto en las colecciones Thyssen-Bornemisza –abierta hasta el 24 de septiembre– reúne 59 obras que dan cabida a claves y símbolos procedentes de los saberes esotéricos, desde la alquimia y la astrología hasta el espiritismo, la teosofía y el chamanismo. De algún modo, se trata de quebrar las normas aceptadas, de invocar lo irracional, de hallar la trampa.
“Es una propuesta que quiere abrir los ojos al espectador a otra manera de ver los cuadros y llamar la atención sobre los detalles que pasan inadvertidos”, ha señalado el comisario y director artístico del museo, Guillermo Solana. “Son corrientes que han tenido una enorme influencia en la historia del arte, con referencias a veces explícitas y otras más discretas, pero que siempre en la historiografía académica se ha considerado como un tema, cuanto menos, incómodo o sospechoso”, ha recalcado.
Con todo, existe una interesante secuencia de exposiciones que, de forma más o menos directa, han rastreado las huellas de lo fantástico en el arte. Resulta inevitable, en este punto, mencionar la influyente Fantastic Art, Dada, Surrealism, diseñada por el director del MoMA, Alfred H. Barr, en 1936. A partir de los planteamientos de la muestra neoyorquina, Antonio Saura confeccionó Arte fantástico en la galería Clan de Madrid en 1953. En fechas más recientes, el CCCB de Barcelona presentó La Luz negra (2018), una indagación de Enrique Juncosa sobre las “tradiciones secretas” en el arte contemporáneo.
En todos los casos se puede vislumbrar cómo muchas disciplinas situadas en el extrarradio de la ciencia encontraron en el ámbito de la representación artística un cobijo para dar difusión a sus ideas, ya sea con la inclusión de un discreto símbolo o con la elaboración de intrincadas composiciones, dado que, primero, la religión y, luego, el racionalismo y el positivismo las situaron en el ámbito de la extravagancia y la clandestinidad. Sin embargo, su pervivencia a lo largo de los siglos vendría a justificar la atávica necesidad de los humanos de aderezar sus vidas con magia y misticismo.
La primera parada en este tratado artístico del esoterismo del Museo Thyssen es la alquimia, práctica que tiene su sitio en la metáfora que Lucio Fontana dedica a la ciudad de Venecia. La superficie dorada de la obra explica la opulencia material y, a la vez, la meta suprema de las aspiraciones alquímicas. También es posible hallar rastros de esta actividad en las rocas fantásticas que algunos artistas del Renacimiento (Marco Zoppo, Cosmè Tura y Francesco del Cossa) incrustaron en sus paisajes, con formas muy elaboradas, como esculpidas por el hombre.
La astrología tiene, en cambio, una presencia más contundente en la exposición. La influencia de los astros en la vida y los acontecimientos es perceptible en la pintura religiosa de Bramantino –una luna de rostro humano acompaña a su Cristo resucitado, ejecutado hacia 1490– y en los trabajos de las primeras décadas del siglo XX firmados por Georgia O’Keeffe y Joan Miró. El artista barcelonés reprodujo soles, lunas y planetas en los veintitrés gouaches de la serie Constelaciones y en el óleo Campesino catalán con guitarra (1924) situó cuatro estrellas de seis puntas en alusión a la constelación de Corona Borealis.
Por su parte, la demonología atesora una amplia tradición en el ámbito de la iconografía cristiana, tanto en los textos canónicos como en los evangelios apócrifos y la vida de los santos, además de todo el caudal aportado por las creencias populares. Hay, por una parte, demonios fácilmente reconocibles por su aspecto monstruoso, como los que torturan en la tabla de Jan Wellens de Cock a San Antonio (1520), pero, otras veces, las representaciones satánicas se ocultan en los objetos o en los cuerpos más inesperados y menos sospechosos. Ahí está, por ejemplo, el ojo que es posible descubrir en los pliegues del sudario de La Piedad de José de Ribera (1633).
Existen también infiernos contemporáneos. Pero, acaso, ninguno tan revelador como la Metrópolis de George Grosz. Pintada en plena Gran Guerra (1916-1917), que el artista pasó entre el frente y el hospital psiquiátrico hasta ser finalmente licenciado del ejército, esta ciudad nocturna y apocalíptica, inspirada en Berlín y Nueva York, es una versión moderna de los abismos del Bosco y el Triunfo de la muerte de Pieter Brueghel. En medio de la multitud que corre frenética, se distinguen un coche fúnebre, varias figuras de cadáveres putrefactos y esqueletos endemoniados.
Más adelante, el dominio del ocultismo moderno, que se inició a mediados del siglo XIX en América y que vivió una gran explosión al popularizarse la posibilidad de comunicarse con los muertos, encontró un simpatizante de las sesiones espiritistas del fin de siglo en Edvard Munch. Del artista noruego se presenta el lienzo Atardecer (1888), en el que la figura de una de sus hermanas, Laura, sentada y mirando al horizonte, convive con los restos de la figura borrada de otra de ellas, Inger, de pie en el centro del cuadro, que es bien visible en las radiografías realizadas en los talleres del Museo Thyssen-Bornemisza.
Pero si hay un movimiento en el que observar afinidades con las ciencias ocultas, la parapsicología y el espiritismo, hay que detenerse en el surrealismo, que exploró el sueño y la clarividencia, el carácter premonitorio y profético de los sueños. A la obsesión por lo onírico de Dalí, el interés por la alquimia de Max Ernst, las alusiones espiritistas de Tanguy se suma Retrato de George Dyer en un espejo, una obra en la que Francis Bacon se centra en la cara retorcida por un espasmo del protagonista dando la impresión de estar expuesto a fuerzas de las que no se puede desprender.
Kandinsky, Picasso, Chagall, Balthus, Magritte y Pollock culminan un itinerario que se cierra con el retrato del doctor Hans Haustein, conocido dermatólogo y especialista en enfermedades venéreas en el Berlín de entreguerras, ejecutado por el pintor Christian Schad. Detrás del galeno aparece la sombra de su amante, a quien el corte de pelo a la moda deforma extrañamente la cabeza y el cigarro en la mano sugiere una garra. El aire amenazador de este cuadro resultó ser profético: Haustein, que tenía fuertes conexiones socialistas, se suicidó el 12 de noviembre de 1933, tras enterarse de que iba a ser detenido por la Gestapo.