La nueva luz de Vermeer
El Rijksmuseum de Ámsterdam reúne en una antológica veintiocho obras del maestro flamenco del Siglo de Oro, cuya leyenda crece gracias a las investigaciones sobre su enigmática pintura
2 abril, 2023 19:30La luz lo cubre todo como un ala. Es más, la intensidad está en la luz, en su misterio, en su triunfo, en la fuerza silenciosa que habita la delicadeza tan frágil del cuadro. Pocos pintores del siglo XVII consiguieron como Johannes Vermeer (Delft, Países Bajos, 1632-1675) hacer de su obra un enigma tan luminoso. A lo largo de su vida pintó poco más de medio centenar de obras, de las que se conservan una treintena, repartidas por el todo el mundo. Un creador tan al detalle crece aún más cuando se observa en conjunto. De ahí lo excepcional de la exposición abierta hasta el 4 de junio en el Rijksmuseum de Ámsterdam. Son un total de veintiocho obras del maestro neerlandés del Siglo de Oro que jamás antes se habían visto juntas. Y muchas de ellas, probablemente, no volverán a reunirse otra vez, dada la habitual tacañería de los propietarios a la hora de ceder alguna de sus joyas.
De título breve, Vermeer, esta muestra es la primera dedicada en exclusiva al pintor de Delft desde que la National Gallery de Washington reunió en 1995 veintidós piezas de su autoría. En 2017 el Louvre lo puso en órbita con los creadores de su tiempo y, dos años después, el Museo del Prado estableció vínculos entre artistas españoles y flamencos de los siglos XVI y XVII (Vermeer y Velázquez, entre ellos) en la muestra Miradas afines. Ahora, la antológica de Ámsterdam es el remate de casi una década de trabajo. Ha sido posible gracias a que la colección Frick renueva su museo en la Quinta Avenida de Nueva York y ha cedido los tres cuadros de su catálogo: Dama con criada y carta, Lección de música interrumpida y Militar y muchacha riendo.
Otros museos y colecciones privadas de Estados Unidos, Europa y Japón se prestaron luego a hacer lo mismo, y pudo llegarse hasta casi la treintena de obras. Todas ellas dan cuenta de un pintor dotado de un virtuosismo y una inteligencia pictórica excepcionales. La atmósfera de introspección y quietud que emanan sus tablas, su paradójica combinación de claridad compositiva y contenido enigmático y su capacidad para trascender lo cotidiano son creaciones originales de este extraordinario artista, a quien sólo Rembrandt igualaría en fama dentro de la escudería de la pintura flamenca.
Queda a la vista, por tanto, un formidable conjunto de interiores domésticos bañados en luz, enigmáticas figuras femeninas que leen, escriben, tocan la guitarra o la espineta y se dedican a las tareas cotidianas: tasar joyas, colgarse un collar o vaciar la leche de la jarra en un recipiente de barro. Como si un insólito voyeur se hubiera dedicado a extraer la emoción o el desamparo que tienen los seres aislados, a los que la Historia simplemente olvida o despacha.“Vermeer fue capaz de crear una intimidad que nunca se había imaginado hasta entonces. Lo que hace tan único y especial este pintor es que capta un momento y lo convierte en eterno”, ha asegurado Taco Dibbits, director general del Rijksmuseum, un centro artístico obligado a hacer piruetas para conciliar el taquillazo –se canceló la venta anticipada de entradas al poco de su inauguración tras la reserva exprés de 200.000 billetes– y el disfrute artístico.
En paralelo, las investigaciones emprendidas con motivo de la muestra animan a seguir completando el largo misterio de un pintor y de una obra sin par. Se ha conocido que La Lechera está pintado sobre las ruinas de una escena anterior, que sus pigmentos no se repetían igual en otros artistas coetáneos y que pintaba adelgazando la pintura, borrando a partir de pinceladas gruesas. Al mismo tiempo, se han disparado los debates sobre la autoría de algunas obras, en especial de Muchacha con flauta (1664-1667). Si la National Gallery de Washington, dueña de la pieza, concluyó que dicha tabla no salió de los pinceles del maestro, ahora cuelga en las salas del Rijksmuseum como un vermeer auténtico. En opinión del museo holandés, se trataría de un estudio pensado para experimentar y para mostrar a los clientes la habilidad del autor.
Esta novedad ha obligado a revisar uno de los clichés que más fortuna se han fijado en torno al maestro flamenco: su condición de lobo solitario. Así, siempre se había visto a Vermeer como una especie de comando autónomo que permaneció al margen de las modas y las cuadrillas artísticas, pero la posibilidad de que contara con discípulos o imitadores o que tuviera un taller dinamita esta concepción inicial y lo sitúan en hora con su tiempo. De igual modo, resulta revelador el hallazgo de cómo la cámara oscura acabó marcando su estilo realista, dándole claves nuevas sobre composición y perspectiva. Gregor Weber, conservador jefe del Rijksmuseum, sostiene en una nueva biografía (Johannes Vermeer. Faith, Light and Reflection) que los jesuitas le enseñaron el uso del instrumento óptico en un ambiente de gran agitación científica en Delft. Sin ir más lejos, él pintó a un astrónomo y un geógrafo.
En este punto, Vermeer –nacido en una familia protestante: su madre se llamaba Digna y su padre, Reynier, un marchante de arte que regentó una taberna que acogía huéspedes– parece que tuvo una estrecha relación con el catolicismo. A pesar de que los matrimonios interreligiosos eran poco frecuentes, se casó con una joven católica de buena posición, Catalina Bolnes, y bautizó en la fe de su esposa a sus quince hijos, hecho que daría pistas sobre la posible conversión del artista. Se sabe que, algunos años después de su boda, el pintor se mudó junto con su mujer, su suegra y los primeros de sus hijos a un barrio de Delft con numerosa población católica, donde los jesuitas administraban una iglesia escondida en un ático. En ese momento del siglo XVII, la República de las Provincias Unidas de Países Bajos garantizaba la libertad de culto, pero los creyentes que no fuesen protestantes debían ser discretos.
Consta en el inventario de propiedades tras su fallecimiento que en su casa había una habitación privada con un cuadro de grandes dimensiones sobre la Crucifixión y otro mostrando el rostro de Cristo en el paño con el que Santa Verónica le limpió el sudor y la sangre, según la tradición católica. Las obras no llevaban la firma del pintor, pero este tipo de arte devoto era propio de un oratorio, y él ejecutó un lienzo titulado Alegoría de la fe católica. Sin embargo, la vida de Johannes Vermeer frenó en seco en 1672 por culpa de la guerra franco-neerlandesa. No podía vender cuadros ni mantener a su familia, y enfermó y falleció en un par de días. Según el registro funerario de la Oude Kerk (Iglesia Vieja) de Delft, al menos catorce portadores llevaron su féretro y la campana sonó una vez en su honor. Su esposa tuvo que declararse en quiebra acosada por las deudas. Cuentan que sobre el ataúd depositaron el cadáver de uno de sus hijos.