Alex Katz, un extraño en el arte 'pop'
El Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid dedica una retrospectiva al pintor neoyorquino en España donde reúnen algunas de sus obras maestras para arrojar luz sobre su personal trayectoria
26 julio, 2022 20:30Alex Katz es, en buena medida, el resultado de una estampida. Huyendo de la revolución bolchevique, sus padres se instalaron en Brooklyn, que era, dentro del Nueva York de los veinte, una república de sueños posibles. Quizá como respuesta al nomadismo forzado de sus progenitores se impuso una calma soberana. Siempre le interesó el mundo, pero más aún le ha ocupado el arte y la mecánica que éste despliega. De ahí que, cuando ha superado ampliamente los noventa y cuatro años, el pintor luzca una coherencia que empezó siendo disidente y ahora es aceptada como uno de los flancos indispensable del arte del siglo XX.
Porque lo cierto es que algunas de las líneas maestras del pop art se trazaron, a finales de la década de los cincuenta, en la casa que Katz compró en Lincolnville, en la costa del estado de Maine. Antes que Warhol. Antes que Wesselmann. Antes que Lichtenstein. Él quedó, sin embargo, fuera de aquella afortunada expedición. En realidad, tampoco le importó demasiado. Ya estaba asentado desde antes en un espacio insólito para un artista estadounidense que comenzó a pintar hace más de setenta años: la figuración, los fondos planos, los colores suaves y la iconografía extraída del cine y la televisión.
Desde esas coordenadas, vivió a cierta distancia, en el arranque, los últimos espasmos del expresionismo abstracto, que capitaneaban Rothko, Pollock y De Kooning, entre otros, aunque de ellos asumió unos cuantos tics, ciertas maneras y algún ornamento: las grandes dimensiones de los cuadros, la exploración del color, el gusto por las escenas urbanas... Estaba claro que la moda apuntaba hacia otros frentes, ajenos a los que él habitaba. El realismo pictórico no estaba al alza e incluso era devastado por algunos intelectuales del momento, que lo consideraban arte para una burguesía soluble y frívola.
Sus paisajes, sus retratos y sus escenas cotidianas estaban en el espacio inconcreto a donde el público y la crítica especializada no llegaban. Nadie sabía ubicarlo en los cajones rígidos de las escuelas y las corrientes artísticas. Podría decirse que, desde entonces, Alex Katz (Nueva York, 1927) siempre ha viajado por la pintura a solas. “Creo que ése ha sido mi triunfo. Estar lejos de las etiquetas.”, ha confesado en alguna ocasión el artista estadounidense, revisado ahora ampliamente en una retrospectiva por el Museo Thyssen-Bornesmisza que permanecerá abierta hasta el próximo 11 de septiembre.
Por supuesto, Katz no debuta con esta propuesta en los museos españoles. Su obra se ha visto, por ejemplo, en el Guggenheim de Bilbao, que puso el foco en 2015 en sus trabajos paisajísticos (Alex Katz. Aquí y ahora) y el Centro de Arte Contemporáneo (CAC) de Málaga buceó en 2005 en su última producción. Pero la oferta actual del espacio artístico madrileño destaca por su ambición: ha logrado reunir 35 óleos de grandes dimensiones, acompañados de algunos estudios, que permiten realizar un completo recorrido por la trayectoria del pintor estadounidense, desde 1959 a la actualidad.
Vista a lo largo del tiempo, la suya es una producción que podría ser amable, pero tiene un componente de extrañeza inesperada. Sucede así en esos retratos de gran formato –la mayoría alcanzan entre tres y cuatro metros de ancho por más de dos de alto– que no buscan parecerse a la modelo (su musa y segunda esposa, Ada del Moro), sino establecer el territorio de una gimnasia hipnótica en torno a la pintura. “Katz se sitúa en la tradición de los grandes modernos que reinventaron el retrato como un género anti-psicológico: Manet, Cézanne, Matisse… Nada de gestos: sólo superficies”, ha señalado el comisario Guillermo Solana.
Así, en ocasiones, la figura se presenta separada del fondo, en un espacio desnudo, sin referencias, objetos ni fuentes de luz, como se descubre en Ada Ada (1959), la pieza inaugural de la exposición. Otras veces, entregado al desafío de llevar la pintura figurativa al lienzo de grandes dimensiones, pinta retratos en primer plano sobre colores uniformes, con rasgos fragmentados y encuadres a menudo muy ajustados, e incluso recortando drásticamente el rostro. The Red Smile (1963) y Red Coat (1982), dos de sus obras maestras, son ejemplos rotundos de esta conquista del artista neoyorquino.
Otra de las paradas más interesantes de la exposición son los retratos de grupo. Hay composiciones que repiten la misma figura en distintas posiciones. Es el caso de The Black Jacket (1972), donde sumó cinco imágenes de Ada, ofreciendo vistas desde varios ángulos, frontales o de perfil. Estas repeticiones precedieron a las de Warhol y su técnica es completamente diferente: mientras el primero la automatiza con la técnica de la serigrafía, Alex Katz vuelve a pintar la imagen en cada repetición, y cada vez que la pinta, el resultado es diferente.
También se asomó, por esta vía, al mundo social de pintores, poetas, críticos y fotógrafos de su tiempo. Sin embargo, ya no los presentaba sobre fondos planos, sino en entornos realistas. En The Cocktail Party (1965) aparecen once amigos del artista, perfectamente reconocibles, compartiendo una velada en su loft, mientras que al fondo se adivinan las luces de la noche de Nueva York. Dicha composición recuerda a los realistas franceses del siglo XIX, como Courbet, Manet o Fantin-Latour, que en sus retratos de grupo recogían la vida artística y literaria de París.
Junto a este conjunto de obras, el paisaje es otro de los caminos de la exploración de Katz, sobre todo tras la primera gran retrospectiva de su obra en el Whitney Museum de Nueva York (1986), cuando decidió dar un nuevo giro a su carrera con la pintura de naturaleza de gran formato. Desde finales de los años ochenta y noventa, dedicó buena parte de su trabajo a estos grandes paisajes en los que el espectador pudiera verse envuelto por la pintura. “Para estar dentro del paisaje”, ha explicado el artista, “este tenía que alcanzar hasta entre tres y seis metros”.
En Woods (1991), los árboles son muy diferentes entre sí –rectos, torcidos, gruesos o delgados– y la luz que cae a través de las hojas le sirve para crear profundidad y claroscuros. En Gold and Black II (1993) los troncos y las ramas se integran con el fondo amarillo en un mismo plano, mientras que Apple Blossoms (1994) recuerda inevitablemente a la técnica del dripping de Pollock. Estas variaciones lumínicas se mantienen en el trabajo de Katz durante el siglo XXI, cuando también retorna a los grandes primeros planos de flores, fijadas solas o en pequeños ramos.
En cualquiera de estos registros, sus cuadros son inconfundibles, acaso la mejor de sus conquistas. Su coherencia es imbatible. Su monumentalidad resulta atractiva. Los colores planos e intensos dominan la representación, de modo que ahí nace una suerte de abstracción furtivamente figurativa. Y también, se desenvuelve con una armonía que parece convencernos de que tal vez, en algún sentido, el mundo está en orden, gira feliz, en una lógica y calculada estampida. Como los versos de Ashbery. Como la trompeta de Parker. Como los lienzos de Katz.