Detalle del lienzo de William-Adolphe Bouguereau ‘La pequeña Ofelia’ (1875). FUNDACIÓN MAPFRE

Detalle del lienzo de William-Adolphe Bouguereau ‘La pequeña Ofelia’ (1875). FUNDACIÓN MAPFRE

Artes

España, capital París

Una exposición indaga en la influencia del arte francés en los siglos XVII y XIX y el uso de motivos españoles como metáforas de la modernidad entre los creadores galos

24 marzo, 2022 00:00

Ondean los ecos de una rivalidad que alguna vez existió y que quedó, quizás, difuminada por la inevitable proximidad y el intenso trasiego a un lado y otro de los Pirineos. De aquello persiste, pese a todo, un falso lema artístico de proezas patrias: aquel que distingue a los creadores por naciones, que agita el prestigio de la identidad territorial, que los pone a competir en el paisaje de la pintura europea. El siglo XIX forjó la ortopedia de las fronteras en el ámbito de las artes y los primeros sones del XX, tan hormonados de nacionalismo, la sostuvieron creando un filtro estético en favor de los terruños. Pero la realidad es otra. Menos monolítica, más dúctil. Menos simple, más rica. 

Es evidente el contagio y se detecta un aire común en formas y modelos en la exposición El gusto francés y su presencia en España (siglos XVII-XIX), abierta hasta el 8 de mayo en la sala Recoletos de la Fundación Mapfre en Madrid. A la luz de lo explorado en más de un centenar de piezas –algunas de ellas, dadas por desaparecidas, ignoradas o erróneamente atribuidas–, no puede decirse que hubiera un trasvase exacto entre los universos artísticos del país galo y el español, pero sí una coincidencia, una complicidad, una reiteración espontánea que acabaría por elaborar una manera de ver el mundo, de representarlo, de fijarlo.

“Cuando Francia inició su imparable conquista cultural de Europa, encontró en España uno de sus escenarios más privilegiados. La proyección del esplendor, sociabilidad y savior-vivre franceses se fueron extendiendo de manera progresiva, aunque desigual, desde la Corte hacia los diversos ámbitos de nuestra cultura visual y material”, señala la comisaria Amaya Alzaga Ruiz, profesora de Historia del Arte en la UNED. Y aclara de forma rotunda: “El arte clasicista y el lujo venido de París se impusieron así sobre la tradición española durante algo más de doscientos años, como evidencian los modelos pictóricos y los suntuosos objetos que llegaron a nuestro país”.

‘Escena costumbrista’ (1813), de Jean-Démosthène Dugourc, una de las obras incluidas en la exposición.  FUNDACIÓN MAPFRE /PABLO LINÉS

Escena costumbrista (1813), de Jean-Démosthène Dugourc, una de las obras incluidas en la exposición / FUNDACIÓN MAPFRE / PABLO LINÉS   

Francia simbolizó las hechuras de un mundo nuevo y puso la primera piedra de la modernidad europea a través de una selva de lujo y finura y de un ímpetu reformador que terminó por desbordar los cauces de un Antiguo Régimen desfasado e inoperante desde el filo de una guillotina. A partir del siglo XVII, el país galo irradió modas, estilos y costumbres que fueron asimilados por nobles y aristócratas españoles que se lanzaron a atesorar lienzos, esculturas y objetos decorativos, aunque la fiebre llegó con la subida al trono de Felipe V, el primer rey de la Casa de Borbón, quien confió la creación de su imagen oficial a pintores como Michel-Ange Houasse y Louis-Michel Van Loo. 

Son inevitables en esta expedición las lecturas políticas y, en concreto, el desplazamiento de la hegemonía europea de España a Francia hacia 1650 bajo el reinado de Luis XIV. El Rey Sol modeló las artes como un instrumento más de afirmación de su poder absoluto y estableció el intercambio de presentes artísticos como argumento diplomático. Así ocurrió, por ejemplo, tras su matrimonio con la infanta española María Teresa de Austria. En un lienzo de los primos Charles y Henri Beaubrun (ca. 1664), la hija de Felipe IV aparece, junto a su hijo Luis, el Gran Delfín de Francia, ataviada con un traje de máscara, emulando el gusto del país vecino por los carnavales, y portando un antifaz en la mano. 

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Retrato de la duquesa de Beaufort-Spontin, realizado por Anicet-Charles-Gabriel Lemonnier hacia 1789. FUNDACIÓN MAPFRE / PEPE MORÓN

Como ya se ha indicado, la explosión del gusto francés en España alcanzó su apogeo con la llegada de la dinastía de los Borbones al trono hispano, especialmente durante los reinados de Felipe V, Carlos IV e Isabel II. Estos monarcas protegieron las artes decorativas con la creación de las reales manufacturas, como la Fábrica de Loza y Porcelana de Alcora, en Castellón, y la Fábrica de Cristales de La Granja, en Segovia. De igual modo, bajo su influjo, comenzaron a circular las miniaturas francesas. En una de ellas, realizada ya tardíamente por el artista galo Joseph-Marie Bouton (1805), María Luisa de Borbón-Parma pasea vestida de maja por los jardines de Aranjuez de la mano de su hijo.

Conviene atender en esta historia de mezclas al impacto de la Revolución Francesa, que sirvió para confirmar que la razón también se alimenta de sangre. Al tiempo que en el canasto se acumulaban las cabezas de Luis XVI, de Robespierre y de 17.000 personas más, el arte viraba hacia temas más pintorescos, tal como revela la Escena costumbrista (1813), de Jean-Démosthène Dugourc. El retrato de María Elena Palafox, marquesa de Ariza (ca. 1815), realizado por François-Xavier Fabre, muestra también cierto pintoresquismo, pero con un aire bucólico y refinado, dado que sigue la fórmula de retratar a los modelos, aristócratas que realizaban el Grand Tour, posando con naturalidad ante un paisaje poético. 

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El duque de Montpensier, con su familia en los jardines de San Telmo, óleo de Alfred Dehodencq fechado en 1853. FUNDACIÓN MAPFRE / PABLO LINÉS

El gusto francés y su presencia en España (siglos XVII-XIX) también revela cómo la Guerra de la Independencia (1808-1814) dio lugar a una verdadera transformación en la visión que de España se tenía hasta el momento, gracias, en buena medida, a los pintores incrustados entre las tropas invasoras. Sería el preludio de los artistas románticos, quienes, a partir de 1830, acudirían a España atraídos por su exotismo, por su ramalazo de pureza. El 18 de mayo de 1832 desembarcó en Cádiz Eugène Delacroix, el mayor representante del Romanticismo francés. Otros pintores como Adrien Dauzats y Henri-Pierre-Léon Pharamond Blanchard también recorrerían la península generando un repertorio de tipos españoles: mendigos, gitanos y bandoleros, entre otros. 

En la expansión de esta imagen romántica de España también tuvo un papel relevante Antonio de Orleans, duque de Montpensier, quien estableció desde Sevilla una corte paralela a la de Madrid –referida de forma despectiva por su cuñada, la reina Isabel II, como la corte chica–, desde la que realizó un intenso mecenazgo que incluyó no sólo a artistas españoles sino también a los venidos de Francia. Uno de los más importantes pintores al servicio de la familia fue Alfred Dehodencq, admirador de Velázquez y cuyas obras de temas españoles precederán a las realizadas más adelante por Gustave Doré, quien llegó a la península Ibérica en octubre de 1861.

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Los vagabundos de Gustave Doré (1868-1869) / MUSEO DE BELLAS ARTES DE BILBAO

A esa primera ola de artistas franceses que intentó atrapar la nota romántica, el matiz salvaje y el color local le siguió otra envuelta en una búsqueda más profunda de la esencia española como vía para alcanzar la modernidad. Fue el caso de Édouard Manet, quien, huyendo del escándalo que había provocado su Olimpia en el Salón de 1865, decidió emprender ese verano un viaje a España para contemplar en directo las obras de Velázquez. Un año antes acometió en París uno de sus bodegones más españoles, su exquisito Uvas e higos, deudor de la lección velazqueña, especialmente clara en la indefinición de planos y fondo y en la contraposición de negros y blancos.

Durante su estancia, Manet solo escribió una carta, que remitió desde su hotel en la Puerta del Sol a su amigo Henri Fantin-Latour, férreo admirador como él de la pintura de Velázquez y reivindicador del género del bodegón. Su delicadísimo Jarrón de alhelíes blancos se enmarca dentro de un realismo de corte intimista alejado de toda grandilocuencia. Un tercer amigo de ambos, Théodule-Augustin Ribot, realizó el mismo camino y absorbió las lecciones de los grandes maestros del pasado, que reelaboró en una visión personal, alejada de los dictados del gusto artístico de su tiempo. Su Armero bebe claramente de la doble lección de Manet y del maestro del Siglo de Oro José de Ribera. Como escribió a su muerte Marcel Fouquier, “Ribot […] es, por encima de todo, si se quiere, un Ribera, pero un Ribera francés”. En definitiva, el rumbo había cambiado; los intercambios no cesarían