Psicofonías y vértigo en el arte
El dibujante Julio César Pérez traza en ‘El fin del gran arte’ una fábula gráfica sobre los ‘estados psíquicos alterados’ que la creación provoca en los artistas y en su publico
11 enero, 2022 00:00Conviene poner a lectores y amigos al corriente de la emergencia de una obra de mérito en cuanto aparece, no vaya a quedar engullida por la marea de novedades y los espasmos y electricidades navideñas. Pero hablar de obras recién salidas del horno presenta sus complicaciones, porque si al referirse a clásicos siempre podemos apoyarnos en la masa de lo ya escrito, aunque sea para refutarlo o desviarlo, con el recién llegado todo es empezar. Pero no me ando por las ramas, vengo a hablarse de un tebeo El fin del gran arte de Julio César Pérez, cuyas casi 200 páginas han sido editadas primorosamente por Belleza Infinita. Y no es sencillo hablar ni del libro ni Pérez, aunque las recompensas para el lector están aseguradas. Palabra.
Lo primero que está en entredicho es a qué género pertenece El fin del gran arte. De momento reparemos en que se encuentra dividido en dos partes. En la primera se nos introduce en una obra de teatro protagonizada por elefantes (y otros animales), de manera que estaríamos ante una fábula de tintes trágicos. En la segunda observamos el proceso que ha llevado al autor (que no propiamente nuestro Pérez) a escribir la obra (o una muy parecida) a la que hemos visto representada, de manera que se invierte aquí el procedimiento literario por el que el libro es una preparación para otro libro que no leemos. Aquí las cartas están sobre la mesa, primero vemos la obra, y luego nos remontamos hacia su concepción.
El lector podría pensar (¡legítimamente!) que estamos ante un tebeo sobre el proceso creativo y aunque en parte es así, quedarse solo aquí sería cegar la principal originalidad de El fin del gran arte: un estudio (o mejor dicho una secuencia) sobre los estados psíquicos alterados por la influencia de la locura del arte. Estados alterados que afectan tanto a artistas como a espectadores (y mecenas) y que se recorren como un travelling que pasa a ritmo nervioso de una a otra: ingenuidad, sofisticación, miedo, complejidad, elitismo, snobismo, dinero, euforia, creatividad, comercialidad, desprecio, deseo de sobresalir, de ser querido… Toda una psicofonía de estado alterados que se contraponen, matizan y distorsionan a tal velocidad que el lector queda fascinado (y alguno habrá que repelido) por un vértigo irónico.
Escribo todo esto y escucho de fondo reír al tal Pérez, pues la transición de un estado a otro no es precisamente dulce, en muchas ocasiones opera mediante un corte brusco, un antagonismo o un intercambio al borde del insulto (como maravilloso el “no te flipes” que el coro fantasmagórico le lanza a Babar y el perro onírico al autor), en un continuo antagonismo que va de la incomprensión al asesinato de estado. Ninguna psicofonía del arte está segura ni se la puede tomar demasiado en serio, pues enseguida queda rebatida o aplastada. Pero conviene señalar que no hay aquí cinismo, ni siquiera distancia, sino un contrapunto violento donde la ironía sirve para evitar que se estabilice una posición fija sobre el arte, toda vez que detener el desfile es del todo imposible. Sufrimos y padecemos, pensamos una cosa, tratamos de llevarla a cabo en la oscuridad, y sale otra, el resto es la locura del arte.
Pero no tiene sentido comentar un tebeo sin aludir a su materia fundamental: el dibujo. El trazo de Julio César Pérez está dominado por una línea nerviosa, cercana al garabato, casi siempre en tensión y que transmite una sensación de inestabilidad acorde con la incesante persecución y discusión alrededor del tema artístico. Esta maleabilidad (o si se prefiere: esta casi angustiosa provisionalidad) queda resaltada por uno de los leitmotiv gráfico del relato: la incapacidad de fijar un rostro para sus personajes, su permanente disolución en manchas, tramas, variaciones…
Dentro de ese esquema básico de trazo sorprende la variedad de recursos y efectos entre el oscuro de la tinta y el blanco de papel, que recorre grados, tonos y tramas variadísimas, realzando los estados mentales (casi siempre a flor de piel) de los personajes, ya sean personas o animales. Destacando las oscuras páginas del coro macarra y las pesadillas con el perro que termina siendo un sujeto (o un animal) bastante sereno. Y si el lector piensa que eso es todo está muy equivocado (¡ja!, ¿no estás tú también asediado por las psicofanías del arte), pues he dejado lo mejor para el final.
El artista Pérez encara cada página desde perspectivas y volúmenes distintos (algunos de ellos homenajes, como las dos páginas sobre la felicidad de la creación que remiten a las geometrías de Chris Ware, que hacen bueno uno de los aforismo poéticos del libro: “cuando la campanilla del arte resuena, todas las campanillas del arte resuenan”), de manera que el papel no es el soporte para dibujar una impresión de realidad, sino que asume su condición de espacio para estrechar a las figuras o para dejarlas desamparadas en un desierto blanco. Una mudabilidad del punto de vista, de la perspectiva, del volumen y del entorno que encaja con la fuga de estados de ánimo artísticos.
Todo esto puede sonar abstruso (¡y es abstruso!) pero se desarrolla con una familiaridad pasmosa página a página, que invita al lector a asomarse y asombrarse aunque no haya abierto un tebeo en su vida. Se encontrará aquí como en su casa, la de los risibles, concentrados, ambiciosos, infantiles, estudiosos, obsesivos y risueños, locos por el arte. Al fin y al cabo, y pese a todo, como dijo John Ashbery: “nos encanta nuestro estilo de vida / siempre leyendo y pensando”.