David Hockney
Vida y color
Los detractores (que los hay) del artista británico David Hockney (Bradford, 1937) ven en él a un artista amable y decorativo con cierta tendencia a la blandura y la banalidad. De eso lo han vuelto a acusar a raíz de su actual exposición en la Royal Academy de Londres, compuesta por unos preciosos paisajes fabricados durante la pandemia y que nada tienen que ver con ella (además de amable, escapista). Entiendo a quienes le critican, pero no comparto su opinión. Como esos cineastas dotados de la capacidad de conmover, que siempre se quedan a un paso del ridículo, pero nunca incurren en él, Hockney se sitúa a veces al borde de la cursilería, pero siempre se queda en el lado bueno de la situación. Lo que pinta es objetivamente bonito, pero no me parece banal, y su capacidad para compaginar el realismo con la experimentación siempre se me ha antojado brillante. Yo diría que Hockney es, ante todo, un excelente dibujante: aún recuerdo unos retratos al carboncillo que vi en una galería de Barcelona hace un montón de años y que me impresionaron por la elegancia y la aparente facilidad del trazo, que me recordaban, no sé muy bien por qué, las del dibujante de comics norteamericano Alex Raymond, el padre del detective Rip Kirby y el explorador galáctico Flash Gordon. Dejando aparte este recuerdo personal, es evidente que lo que más ha distinguido la obra del señor Hockney ha sido su uso del color.
David Hockney nació con sinestesia, una condición que hace que determinados estímulos musicales influyan en tu manera de captar los colores. Los de Hockney son suaves y a menudo desvaídos, pero de una contundencia oblicua y muy particular. Con esos colores ha captado paisajes y figuras y situaciones de una manera que a menudo resulta ligeramente inquietante, como si bajo la aparente placidez de lo que se nos muestra se moviera alguna corriente vagamente siniestra. Eso me ha parecido viendo los retratos de sus propios padres, de sus novios, de sus amigos, de esas piscinas de Los Ángeles (ciudad en la que vivió muchos años antes de regresar a Inglaterra para los restos) en las que se baña un joven desnudo que puede (o no) tener algún tipo de relación con el autor. A los detractores ya mentados les parecerá que Hockney lleva repitiéndose más que el ajo desde que era una joven promesa del pop art, pero yo creo que lo que hace es darles vueltas a los temas que le parecen fundamentales en esta vida (nadie se atreve a acusar a Francis Bacon o Lucian Freud de repetirse porque el carácter vagamente siniestro de su obra suele dar patente de corso para insistir en las propias obsesiones sin que te tilden de repetitivo).
Que Hockney haya diseñado escenografías para óperas también ha sido interpretado como una concesión más a lo cute (mono), aunque solo se trataba de un cambio de soporte para su habitual plasmación de la belleza. Y su relación con la fotografía, a través de esos retratos modelo puzle, compuestos por un montón de polaroids, constituyó una brillante muestra de innovación sin dejar de lado la fijación por la estética de su creador. Supongo que, a sus 83 años, poco debe importarle a Hockney lo que opinemos de él. En Gran Bretaña está considerado lo que allí se define como un national treasure y la gente está acudiendo a manadas para ver sus imágenes campestres del tiempo del coronavirus. Sus detractores habituales las encontrarán meramente decorativas, pero a los fans del artista nos parecen casi una iluminación en esta época particularmente oscura.