Colección de escarabajos y otros insectos sin vida / Markéta Machová - PIXABAY

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Letras

Tusquets con Dalí y Azúa con Junger

“¿Cuáles son las razones para vivir a los 50, 60 o 70 años de edad?”, se pregunta Bruckner en su último libro, 'Un instante eterno'. Y se responde: “Exactamente las mismas que a los 20, 30 o 40"

30 mayo, 2021 00:00

Se comentaba el pasado domingo, en esta página, diferentes maneras de observar y de encarar la senectud. Admito que no es un tema muy estimulante, pero si todos estamos de acuerdo con el poema que da título a las memorias de Seifert (“toda la belleza del mundo está en la juventud”), no todo el mundo está de acuerdo con la célebre sentencia de Gil de Biedma, “envejecer, morir, es el único argumento de la obra”, siendo la obra la vida. Y, a propósito de ello se comentó el libro de Óscar Tusquets Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo. En ese libro, el arquitecto barcelonés cuenta, entre otras anécdotas, que Dalí, que era un paradigma de la vitalidad y de la alegría de vivir, y al que frecuentó durante bastantes años, de veras no se hacía a la idea de que realmente él también, como todo el mundo, se moriría algún día, y verdaderamente no lo creyó hasta que tuvo que ser ingresado en una clínica de Barcelona para someterse a una pequeña operación, sin importancia ni peligro, pero que le abrió los ojos a la realidad de su finitud y le traumatizó. A partir de ahí comenzó el declive y la depresión que la muerte de Gala acentuaría y que caracterizaron sus últimos años, nada apolíneos, sino muy patéticos y desdichados.

Dalí, desde luego, no creía que es solo la muerte lo que da sentido a la vida, como apuntó Wittgenstein en sus diarios, durante la primera Guerra Mundial, cuando estaba en el frente. Tampoco lo creía Canetti, que en sus apuntes se asombra, se rebota, se indigna reiteradamente contra ese inevitable destino y llama a rebelarse y combatirlo con todas las armas que tenga uno a su alcance. Esas notas parece que le estén gritando a los científicos: “¡Apresúrense! ¡Inventen algo!” O que se lo reclame a alguna Alta Potencia.

Parece una posición un poco histriónica e indefendible...  Ahora pienso que alguien para quien la muerte sí daba sentido a la vida, siempre que fuese la muerte de los demás, fue el déspota albanés Enver Hoxha que, según su biografía, obra de Blendi Fevziu, en sus últimos años a veces disfrutaba haciéndose conducir en coche de incógnito por Tirana --aunque todo el mundo identificaba en seguida el coche--, circulando lentamente, observando desde detrás de la ventanilla tintada la ciudad a la que tenía sometida a un régimen de terror y disfrutando de la ausencia de todos aquellos, amigos o enemigos de su juventud, de los que había vaciado la ciudad. Si se encontraba con alguno de los supervivientes a los que había arruinado la vida, hacía que el chófer se detuviese para hablar con el desdichado, y a refocilarse en su miseria. Luego seguía su estúpido paseo. Pero ese era un psicópata, no puede ser ejemplo de nada.

El otro día, sentado en una terraza de García de Paredes, observando a una pareja de ancianos en la mesa contigua, de repente fui consciente de por qué a los viejos les gusta tomar el sol como lagartijas: no es solo por el placer del sol acariciante y la grata somnolencia, ni por la incierta “calidad de vida” de la que disfrutan; sucede que en ese relajante calorcillo se les precipitan los recuerdos, los recuerdos que les quedan, claro, y repiten su vida. El anciano ya no está solo --o acompañado de un resignado cuidador peruano que, como es natural, preferiría estar casi en cualquier otro sitio, pero necesita la paga-- sino con todos sus recuerdos, con los amigos desaparecidos, en la gran algarabía de la orgía de la memoria: son minutos de inmortalidad --si se me perdona la contradicción en los términos--. Son la repetición mental de la vida entera. Y por esa posibilidad, siempre renovada, de las resurrecciones, el viejo piensa que vale la pena seguir ahí, aunque sea con tantas facultades penosamente disminuidas, humillantemente disminuidas, apurando esos nanosegundos de eternidad o de repetición.

“¿Cuáles son las razones para vivir a los 50, 60 o 70 años de edad?”, se pregunta Pascal Bruckner en su último libro, Un instante eterno. Y se responde: “Exactamente las mismas que a los 20, 30 o 40. La existencia sigue siendo maravillosa para los que la aprecian y odiosa para los que la maldicen. Y se puede ir de una posición a la otra en la misma etapa, pasando de la desesperación al entusiasmo. La vida, a cualquier edad, es una lucha constante entre el fervor y la fatiga. La aventura humana no tiene sentido, solo es una absurda y magnífica ofrenda”.

En su hasta ahora última novela, publicada hace unos meses, titulada Tercer acto, Azúa propone una meditación sobre la aventura humana de una generación que precisamente coincide con la del autor, y sobre el “tercer acto” de la obra teatral de la vida, que es, después de la juventud (primer acto) y de la madurez (segundo), la senectud. Novela vertiginosa, con páginas tremendas, como el retrato de la vejez desencantada y la agonía hospitalaria de la madre del protagonista: “Llega cuando menos se la espera, la tan temida imagen. Eternas son las figuras de las madres moribundas y dolorosas…”

Pero prefiero aquí poner el acento sobre el episodio de la visita en Wilflingen a un Ernst Junger octogenario, pero aun juvenil (a los 100 años de edad subía veloz como un adolescente las escaleras de su casa, cuenta en algún sitio su traductor Andrés Sánchez Pascual), y regresando de un viaje de LSD, con los restos de la droga aún enredados en sus neuronas. Es una novela, ciertamente, pero está basada en la propia vida del autor, algunos de cuyos hitos son bien conocidos por los lectores; de manera que uno siente la tentación agradable de creer que la escena en que Junger, aún medio colocado, y en un gesto de reconocimiento y simpatía, lleva al autor a su despacho para mostrarle, como quien revela un gran tesoro y una gran verdad, las bandejas de entomólogo llenas de cientos de escarabajos de su colección, representantes de las especies que heredarán la tierra, y en cuya variedad fabulosa (para Junger, claro, que los buscaba y coleccionaba durante décadas  en lo que él llamaba “caza sutil”;  para el común de los mortales, poco observadores, son solo bichos oscuros y pequeños) el Creador vertió mucha más imaginación y fantasía que en los seres humanos… sucedió de verdad, y que Junger dijo: “Yo, que he observado tantos cadáveres en diversos estados de aplastamiento, perforación, desmembramiento…” Etc…

Ser un anciano como Junger es raro, pero debe de estar muy bien. Supongo. Lo que es seguro es que antes de irse, a los 103 años (sospecho que esa supervivencia en circunstancias muy adversas y esa longevidad extrema algo tienen que ver con su aspecto de “mago”, en contacto preferente con los secretos de la naturaleza, las plantas y los animales…), tuvo una ancianidad anti-daliniana, para nada jeremíaca.

A todo esto, quería comentar algunos aspectos muy interesantes del libro de Bruckner pero se nos ha hecho tarde, volveremos sobre el asunto, para darlo ya por cerrado, el próximo domingo.