Otras memorias de ultratumba
La belleza está en la juventud, pero los jóvenes tienen pocos recuerdos y escasas lecturas para saber explicar las experiencias
23 mayo, 2021 00:00Para apoyar la publicación de su último libro, Permiso para retirarme. Antimemorias III (Anagrama), Bryce declara: “He escrito mi letanía final, como el último adiós”. Ay. Desde luego la última palabra suele tener un atractivo añadido, un morbo especial. Por suerte el escritor peruano avisa inmediatamente de que quizá su propósito de abandonar la literatura no sea del todo exacto, que aún quizá arranque de su pasado material para otro libro. ¡Que también será de despedidas y recuerdos!
Toda la belleza del mundo está en la juventud, pero precisamente el problema de ser joven es que uno tiene pocos recuerdos, pocos arrepentimientos y naufragios, pocas cicatrices, y aunque algunas tenga ya, pocas lecturas que le expliquen cómo exponerlas. Por eso el joven se precipita a vivir “experiencias” que a lo mejor ni le van ni le vienen, experiencias que simplemente pasaban por allí, y él se lanza ellas a ciegas, para envejecer rápido, poder acumular un poco de esa melancolía vertiginosa que dan los años, y ya, de viejo prematuro, poder escribir a troche y moche. En la mejor canción de su repertorio, If there is something, Brian Ferry le pide a su chica que le vuelva atrás en el tiempo, a “cuando éramos jóvenes”. “Los árboles eran más grandes, las montañas más altas, la hierba más verde”, dice, cuando él y ella eran jóvenes. Lo curioso es que Ferry escribiera esa canción a los 27 años. Nunca es demasiado pronto para la nostalgia.
De la poesía de Agustín García Calvo, que me gustó cuando la leí, recuerdo dos versos que dicen: “Sólo de lo perdido canta el hombre / siempre de lo mismo”. Tendemos, claramente, a ser poetas elegíacos y a escribir tumbas. Ahora, además, como se han desplomado los índices de natalidad y en cambio aumenta la esperanza media de vida, se multiplican los ancianos, están por todas partes, y en cambio escasean mucho los jóvenes. No se ve ni uno, no digamos ya niños. Creo que se vio uno hace un par de meses en un pueblo de la provincia de Granada, pero a lo mejor fue un espejismo, una falsa alarma. Además, como los ancianos de hoy no están necesariamente gagá sino que muchos mantienen la mente atenta e interesada, y disponen, como jubilados, de mucho tiempo libre que no gastan exclusivamente en visitar a sus médicos, sino que aún les sobran horas, pueden leer mucho más que los jóvenes, que están encadenados a horarios de trabajo infernales y acaban la jornada agotados y, como cobran salarios de miseria se tienen que alimentar con comida basura de McDonalds y pollo frito que llena sus venas y sus cerebros de grasa, se vuelven pronto obesos e idiotas y no leen ni que les maten. Todo, pues, son argumentos para escribir y publicar libros de viejos y para viejos. Y si me apuras, de viejas y para viejas, ya que dicen las estadísticas que las mujeres leen más.
La edad madura
Dado que ahora estamos, además, sumidos en una pavorosa revolución tecnológica que no sabemos dónde desembocará y el porvenir parece tan sombrío, tendemos a considerar que se acaba el mundo y que las nuestras son ya memorias de ultratumba. En fin, diríase que se ha acabado el ciclo del prestigio de la juventud. Ese ciclo ha sido breve, empezó poco después de la segunda guerra mundial. Sucedió entonces que los jóvenes tomaron conciencia de que sus mayores habían sacrificado a millones de ellos y no una vez, sino dos en el mismo siglo. Las nuevas generaciones no estaban dispuestas a ir calladas y obedientes al matadero como los jóvenes de antes.
La autoridad moral de la madurez después de semejantes holocaustos quedó hecha pedazos. Los jóvenes impusieron su criterio, su estética, sus valores. Los movimientos contestatarios de París y Praga eran, políticamente, de signo contrario, pero en el fondo eran expresión de la misma rabia juvenil contra la perversa madrastra que era la edad madura. Bioy Casares, entendiéndolo, escribió en 1969 Diario de la guerra del cerdo, que es una novela comparable a las mejores de aquellos novelistas británicos que le encantaban, Stevenson, H. G. Wells, que se inventaban hombres invisibles, invasiones marcianas o a un sabio bondadoso que se desdobla en perverso criminal tomando una poción. Metáfora del signo de los tiempos, la formidable novela de Bioy sostiene que los jóvenes detestan a “los cerdos”, que así es como llaman a los viejos. Los miran con desprecio, con rabia, con asco. A veces le dan una paliza a uno, luego un grupo de chicos lincha a otro. La agresividad se hace más opresiva y la vejez acaba siendo perseguida a muerte.
El protagonista, entrado ya en años, procura desesperadamente no aparentar su edad, se tiñe el pelo, intenta salir con una chica joven para parecerlo, etc.
Contarse la propia vida
Pero, como decíamos más arriba, esto ha cambiado radicalmente y ahora asistimos a la consagración de la vejez. Así pues, va a contracorriente el libro de Óscar Tusquets, Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo (Anagrama), que a pesar del sombrío título, es una memoria liviana, amena, interesante, que se lee de un tirón (yo por lo menos lo he leído así). Es un autor sin ambición trágica, de tendencias hedonistas. Recuerdo que le entrevisté hace muchos años en su casa-estudio de Barcelona y le hice una pregunta (“dicen que usted es un arquitecto de estética postmoderna. ¿Eso qué quiere decir exactamente?”) cuya respuesta le retrata, me parece: acariciando las aristas de una columna que tenía ante el jardín, respondió: “Quiere decir que me dijeron que en una casa como esta [era un chalet de estilo noucentista, o modernista, no recuerdo] no podía poner columnas del orden dórico, porque desentonarían. No cuadraban. Romperían la armonía. ¡Pues bien, aquí están las columnas dóricas! ¡Eso es el postmodernismo!” Y acariciaba la columna como si fuera del Partenón. “¡Y aquello, también es el postmodernismo” --y señalaba el jardín, con un pequeño estanque de aguas verdes, rodeado de… arena de albero, como la de la plaza de la Maestranza, que se había hecho traer de Sevilla porque le gustaba ese característico color amarillo…
De hecho, en el taller, que era de techos muy altos, había otras columnas, pero éstas de color granate y e inspiración egipcia. Estaba muy ufano de haber hecho lo que le apetecía. Ahora bien, hay que decir que el título de su libro contiene una afirmación discutible (“Vivir no es tan divertido”) y una obviedad (envejecer, un coñazo”). El texto divaga sobre estos asuntos, hay un capítulo según la fórmula del “Me acuerdo de….” que inventó Joe Brainard, imitó con éxito Georges Pérec y desnaturalizaron Marcelo Mastroianni y Margo Glantz, como ya expuse aquí tiempo atrás. Estos dos, y también Tusquets, lo usaron para contar rápidamente su vida ahorrándose las transiciones, como Humbert Humbert con su pedantesco “Nous connûmes” para acumular las impresiones de su viaje con la pobre Lolita… No sé si es que se aburre de contarse su propia vida, o es que ya ha contado lo más interesante en otros libros, pero el caso es que la pasa a vuelapluma. Hay otro capítulo en el que se exponen los achaques más frecuentes de la edad tardía... Hay algunas ideas políticamente incorrectas pero bien razonadas… Hay… en fin, un libro de Tusquets, quién no ha leído alguno.
Decía que en cuanto a la consideración de la senectud va a contracorriente del clásico de Cicerón y de Un instante eterno: Filosofía de la longevidad de Pascal Bruckner (Siruela) que postula unas tesis para vivir “esa vida extra” de la mejor manera posible. Lo comentaremos el domingo que viene, Dios mediante.