Pasiones mitológicas
La imaginación humana comenzó a declinar al olvidar el significado de los mitos. Los hombres nunca han sabido menos de sí mismos que en esta era de la psicología
18 mayo, 2021 00:00“Siempre volvemos a resumirnos en un mito antiguo; ¡y son tantos!; para todo hay alguno. ¿Será ésta la razón por la que no ha ocurrido nada creativo en el mundo desde hace tanto tiempo? ¿Nos habremos agotado en los mitos antiguos?” Este apunte de Canetti podría resumir Pasiones mitológicas, la exposición del Museo del Prado que ha reunido la seis poesías pintadas por Tiziano para Felipe II entre 1553 y 1562 y a las que se les ha añadido un conjunto de veintitrés obras de Ribera, Rubens, Velázquez o Poussin que orbitan en torno a los mismos motivos mitológicos y que a su vez ilustran la influencia del propio Tiziano.
La exposición permite hacerse una idea del estado de la imaginación europea en unos siglos decisivos para la conformación de la modernidad. La Reforma alteró para siempre la relación con la imagen y nos empujó definitivamente al terreno problemático e inestable del juicio estético. Sin que sepamos aún exactamente por qué, todo empezaría luego a desmoronarse, dejándonos a solas en la tierra quemada de la negación. Pero aquí, en este instante que la muestra del Prado congela, aún puede vislumbrarse el final luminoso de lo que fue aquel mundo, cuando el Arte aún no se había convertido en algo segregado y excepcional.
¿Qué es el mito? ¿Por qué nos ha servido durante tanto tiempo para averiguarnos? ¿Y por qué ha dejado de operar? ¿Por qué ahora ya sólo sirve para reflejar la medianía de nuestro estado mental, por ejemplo la fiebre de la perspectiva de género, que sólo es capaz de ver en esas pinturas violaciones y vejaciones contra las mujeres? Algunas lecturas pretenden que una obra inagotable como El rapto de Europa, con toda su furia y su vorágine de color y movimiento, ya sólo nos transmita el mensaje ideológico de una mujer raptada “contra su voluntad”. En las Metamorfosis, Ovidio describe la escena con una sobriedad ambigua: “dextra cornum tenet, altera dorso inposita est / tremulae sinuantur flamine vestes” (“la mano derecha agarra el cuerno, la otra se posa en el lomo / las ropas tiemblan al viento”).
La mezcla de miedo, entrega, enigma y brutal deseo de todo el episodio fue traducida por Tiziano de manera exacta. Ahí está la énérgeia del mito, la constante transformación de la vida, nuestra impotencia frente al devenir, la bestialidad de los dioses, la esclavitud del sexo. Europa es una princesa fenicia que es raptada por un dios en forma de toro y que huye para siempre hacia el crepúsculo, como la propia idea de Occidente. Nadie puede detenerla ni salvarla. Ese movimiento del cuerpo de Europa es el mismo que llamó la atención de Aby Warburg en El nacimiento de Venus y la Primavera de Botticelli. El cabello de la diosa agitado por la brisa reflejaba de pronto una nueva vida, transformando el propio mito en imagen.
Las Metamorfosis de Ovidio, a su vez compendio y resumen de historias ancestrales, seguían aún fecundando la imaginación europea. En Venus y Adonis, Tiziano recreó otra forma de rapto sexual. La diosa retiene y somete al bello Adonis, que en sí mismo es la transfiguración de un viejo mito mesopotámico, el de Tammuz, una divinidad asociada a la vegetación, culto restringido a las mujeres que lloraban su muerte como recuerdo de la fertilidad perdida. Los jardines de Adonis se plantaban cada verano en Grecia con semillas que crecían rápidamente fuera de temporada y que por ello se agostaban enseguida, metáfora de la muerte prematura de Adonis, herido por un jabalí enviado por Artemisa. En el cuadro, Tiziano presentó a los diosa de espaldas, complicando el punto de vista y demostrando que la pintura podía competir en el juego de volúmenes con la escultura. Venus trata de retener y someter a su presa, aunque el joven tan sólo está interesado en la caza. La desesperación de la diosa por quedárselo es de una humanidad desgarradora.
A finales de aquel siglo, Shakespeare recrearía el mismo episodio, a partir del libro décimo de las Metamorfosis, en su primer poema narrativo, Venus y Adonis, aparecido en 1593, uno de los dos únicos libros que se preocupó por publicar. El otro sería también un poema, La violación de Lucrecia, publicado al año siguiente al calor del éxito del primero. Aunque en ese poema Shakespeare estaba tratando de imitar a Marlowe en Hero y Leandro, cuya musicalidad es todavía superior, ya hay en sus versos indicios de la maestría a la que se encaminaba y que confirmaría en el siguiente poema.
Ovidio fue el poeta latino que más le influyó, sobre todo el de las Metamorfosis, en la traducción de Arthur Golding que parecía saberse de memoria. Son constantes las apropiaciones de esa obra en todo su teatro, así como las fantasmales ékfrasis que compone a partir de pinturas inventadas o quizá perdidas. Ahí está la fábula de Píramo y Tisbe en Sueño de una noche de verano que también Poussin recreó en un cuadro incluido en la exposición. Se intuye que Shakespeare llegó a imaginar Romeo y Julieta a partir de esa fábula, que a su vez sirve como espejo a la de Hero y Leandro, también recogida por Ovidio en otra de sus obras.
Recordar a Shakespeare frente a Tiziano supone también tomar conciencia de hasta qué punto la fugitiva Europa estaba sufriendo entonces una profunda escisión en su imaginario. La Reforma impulsó una iconoclastia religiosa que afectó de manera decisiva a Shakespeare. En 1564, el mismo año en que nació el poeta, su padre, John Shakespeare, entonces funcionario municipal de Stratford-upon-Avon, ordenó eliminar los frescos del Juicio Final que iluminaban la capilla de Gildhall, el edificio que albergaba la escuela en la que Shakespeare se educó y donde empezó a oír hablar de Ovidio. Aunque ya no pudo ver las imágenes del Juicio Final, Shakespeare, en esa misma capilla, empezó a escuchar la Biblia traducida al inglés y ahí mismo asistió a las primeras representaciones teatrales de su vida, gracias a las compañías ambulantes de la época.
La prohibición estatal de representar asuntos sacros en escena, como medida para afianzar la ruptura con el catolicismo, propició que el repertorio clásico, de Plauto y Terencio a Séneca, cobrara un inesperado aliento y alumbrara un nuevo teatro trágico en vernáculo. En España, en cambio, mientras el control escénico seguía en manos de la Iglesia, que no permitía que la visión trágica se desviara del ejemplo de Cristo, como tampoco toleraba que las Escrituras se leyeran en otra versión que no fuera la Vulgata, la imagen, como consecuencia de la Contrarreforma, alcanzaría un nivel de complejidad insuperable.
Muy oportunamente, los comisarios de la exposición han dispuesto, junto a las poesías de Tiziano, Las hilanderas de Velázquez, una obra que parece concentrar y a la vez superar la complejidad del conjunto. Si uno se sitúa en el centro de la sala y observa a su derecha Venus y Adonis, luego enfrente las dos Dánae, Diana y Acteón, Diana y Calisto, Perseo y Andrómeda, El rapto de Europa y, finalmente, a su izquierda, Las hilanderas, la impresión es de vértigo y fuga, como si toda una tradición se estuviera exhibiendo antes de apagarse con el último fulgor.
En su cuadro, Velázquez despliega distintas capas de representación. El mito que se dramatiza, también recogido en las Metamorfosis, es el de Aracne, que acabó convertida en araña por desafiar a Atenea en el arte de tejer. Al fondo se ve uno de los tapices de la contienda, precisamente una copia de El rapto de Europa de Tiziano; o quizá es la versión de Rubens. Luego se ve a la diosa castigando a la insolente mortal. Y finalmente, en primer plano, la escena del engaño de Atenea, disfrazada de anciana, mientras a su lado, Aracne, de espaldas, se dedica a su labor.
La hybris es uno de los asuntos recurrentes de la mitología griega. Tiziano, en uno de sus últimos y más impresionantes cuadros, plasmó el suplicio de Marsias, el sátiro que desafió a Apolo en el arte de tocar el aulós –la flauta–, otro invento de Atenea. Mientras Marsias es desollado como un cabrito, Apolo, con los rasgos del propio Tiziano, observa complacido el sufrimiento del pobre mortal. El arte, parece pensar el dios, no puede de ningún modo rebasar el límite humano. O lo que es lo mismo, el arte, a riesgo de destruirse, no puede olvidar la esfera divina.
Velázquez dio un paso más, quizá el definitivo. Su pintura no sólo recrea la relación entre dioses y hombres sino que parece desmontar el mito y acercarlo a la vecindad. Durante mucho tiempo, se creyó que Las hilanderas representaba una simple escena en un taller de tapices, hasta tal punto el pintor había conseguido fundir el mito con la vida. Si en la sala del Prado imaginamos otra pared donde se abriera un escenario, podríamos completar la exposición con la obra de Shakespeare, que hizo en literatura lo mismo que Velázquez en pintura.
El mito, en uno y otro, se encarna en el hijo de vecino, a la vez que el arte se convierte en su propio objeto de representación. Las hilanderas es una meditación ya irónica sobre la creación artística, de la misma manera que Sueño de una noche de verano o Hamlet constituyen también una reflexión escéptica sobre el poder de la poesía y el teatro. La relación entre hombres y dioses ha dado paso a la relación del hombre consigo mismo. Al fondo del cuadro de Velázquez parece ocultarse algo para siempre, mientras la rueca de Aracne empieza a sonar sólo a producción.
Quizá tenía razón Canetti cuando decía que la imaginación humana empezó a declinar con el olvido de los mitos. De hecho, los últimos grandes escritores –Eliot, Joyce, Broch, Faulkner, Kafka, Musil, Thomas Mann– convocaron de una u otra manera la vieja mitología como forma de representación y conocimiento, aunque fuera de forma distante, crítica, incluso cómica. Pero no pudieron evitarlo porque fueron sus últimos custodios. Canetti también aseguró que los hombres nunca habían sabido menos de sí mismos que en esta “era de la psicología” en la que las metamorfosis ya no tenían cabida: “Prefieren ser cualquier cosa salvo lo que podrían ser. Recorren en coche los paisajes de su propia alma y, como solamente se detienen en las gasolineras, creen que están constituidos por éstas. Sus ingenieros no construyen otra cosa: lo que comen huele a gasolina. Sueñan en charcas negras”. Hay que salvar el sueño primitivo de los significados.