'Riotinto' / CASTRO PRIETO

'Riotinto' / CASTRO PRIETO

Artes

Las misteriosas fuentes del Tinto

El escritor Juan Cobos Wilkins y el fotógrafo Juan Manuel Castro Prieto retratan en un libro los paisajes extraterrestres, marcados por la calcopirita, de las minas de Riotinto

22 abril, 2021 00:00

“La doncella está junto a la torre, un poco alzada la cabeza, mostrando el blanco cuello seccionado por un profundo tajo, desgarradura casi sexual –cruel, purísima– en su garganta virgen. Mana, espesa, la sangre. Es un collar de labios abiertos. Brota el dulce líquido de su martirio. Cree el niño que ahí, de ahí, nace su río: de la sangre del cuello de la virgen. Las misteriosas fuentes del Tinto se le revelan en la turbia cascada de hematíes que resbala y se despeña desde aquella grieta carnal violentada”. Así, con su lírica arrebatada, con la paginación enfrentando su texto contra la cruda y limpia imagen de Juan Manuel Castro Prieto que recoge el trance de la Santa Bárbara de Riotinto con su cuello sangrando y como a medio degollar,  el poeta y escritor Juan Cobos Wilkins (Minas de Riotinto, Huelva, 1957) ficciona su delirio infantil sobre cómo un virginal manantial de eritrocitos regó su comarca teñiendo la tierra descarnada del rojo salvaje de un río carmesí

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Santa Bárbara / CASTRO PRIETO

“Lo que persiste es el vuelo de la imaginación. La verdad de la imaginación. Sí, yo sigo creyendo que del cuello degollado de Santa Bárbara nació el río Tinto”, se reafirma Cobos Wilkins, quien atrapado en el bucle de su continuo retorno a la fuerza telúrica de los paisajes de su infancia que dominan su literatura, vuelve a publicar Luchino Visconti pasea por Riotinto, un texto original de 1980, cuando fue Premio José María Morón, que había quedado inencontrable, extraviado, seguido de un vibrante texto inédito, Siete relámpagos sobre los círculos del Infierno, con los que el fotógrafo Juan Manuel Castro Prieto (Madrid, 1958, Premio Nacional de Fotografía en 2015) se las entiende visualmente confrontando unas imágenes en ese penetrante estilo austero suyo capaz de capturar las emanaciones irreales que toda realidad contiene, si se sabe mirar bien. “Como decía Juan Ramón Jiménez, Castro Prieto, un fotógrafo extraordinario con una gran sensibilidad, tiene una ética/estética que transciende la belleza hasta hacerla fieramente humana, conmovedora. El tipo de belleza convulsa, interrogante, que yo busco también en mi escritura”.

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Aunque muy distante en diseño, el libro, editado por Pablo Sycet para la Fundación Olontia, recupera el espíritu dorado de la colección Palabra e Imagen, una serie mítica que, actualizando en la España de los años 60 la ambición de una cierta tradición europea incubada durante la era de las vanguardias, cuando las artes experimentaban, se contagiaban y se transferían mutuamente con tanta osadía como naturalidad, editó la barcelonesa Lumen emparejando a escritores con fotógrafos –Pablo Neruda / Sergio Larrain; Vargas Llosa / Xavier Miserachs; Camilo José Cela / Joan Colom; Miguel Delibes / Ramón Masats; Caballero Bonald / Colita….– en libros de doble lectura independiente y suculenta –pues las imágenes no ilustraban los textos, sino que discurrían en paralelo a ellos conformando un guiño continuo entre artes independientes y maduras– con un brillo y una rotundidad como la cultura española, prácticamente, había rozado pocas veces antes y, desde luego, con la ambición y la prodigalidad de esa serie, no volvió a alcanzar nunca. 

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El diálogo entre Cobos Wilkins y Castro Prieto resulta paradójico. Lo que es pura escritura plástica y un tren desbocado de deslumbramientos de metáforas en el texto es imagen concisa y una textura a veces de colores desvaídos en las fotografías de Castro Prieto quien, por cierto, siendo un fotógrafo de blanco y negro, afrontó el color por primera vez cuando, hace 20 años, llegó a Huelva, el marciano territorio minero de Cobos Wilkins, quien le hizo de guía. El resultado del encontronazo con las lavas corintias, el azufre terroso, los psicotrópicos turquesas y la atmósfera apocalíptica de ese Riotinto que los romanos llamaron Porta Inferi porque en ese enclave creyeron vislumbrar la terrorífica entrada al Hades, hizo mella en el fotógrafo hasta el punto de que allí, en Huelva, se le reveló una epifanía formal que lo llevó a, prácticamente, abandonar el blanco y negro con el que se había consagrado y, entonces como quien se abre a una aventura incierta, abrazar el color que ahora domina la mayoría de su obra, definitivamente. 

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Cuando, antes de partir hacia Huelva, Prieto estaba en Madrid organizando su petate de cámaras, Wilkins se lo había advertido: “No podrás fotografiar este paisaje en blanco y negro”. Aviso de aldeano conocedor del terreno, pero aviso también de un escritor con mirada que en sus textos corporeiza y hace tangibles los paisajes y las atmósferas. Otra coincidencia paradójica: ambos depositan más poder de expresión en el arte del otro que en el suyo propio. En el lenguaje “no decible, no hablable” que, según Eduardo Momeñe, es la fotografía, Castro Prieto, ya sea en tomas amplias o en la abstracción conceptual de los detalles, nos muestra el delirio visual Riotinto, con sus lagos de sangre y sus amarillos sulfurosos, que él descubrió, de sopetón, conducido a ciegas hasta el borde de la vertiginosa Corta Atalaya, la mina a cielo abierto más grande de Europa y un paisaje terrenamente extraterrestre, tan insólito que, siendo un paisaje realista, parece un paisaje inventado, literario.

'Riotinto' / CASTRO PRIETO

“Yo quisiera creer que mis imágenes se han acercado al universo de Juan Cobos, pero creo que la fotografía no es un arma tan poderosa de emociones como lo es la poesía. Si bien creo que también los fotógrafos podemos transmitir sentimientos”, dice con sencillez Castro Prieto, a pesar de ser reconocido, por trabajos como Extraños, como uno de los fotógrafos más perturbadores, polisémicos y sugestivos de la escena. En realidad, un fotógrafo potencial y larvadamente literario que, de hecho, y tras el encuentro con Cobos Wilkins, que para Castro resultó una suerte de “rito iniciático”, comenzó a colaborar con otros escritores, como Andrés Trapiello. “Hace ya muchos años que me di cuenta de que si un fotógrafo no leía será un fotógrafo cojo”. 

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Los fotógrafos estamos atados a la realidad. El escritor no tiene límites. Puede imaginar lo que quiera. Se suele decir que los fotógrafos tenemos mucha capacidad para captar los detalles. Pero yo he visto a escritores captar los mismos detalles… e inventar con ellos una historia que yo no podía inventar con mis fotografías”, dice, de nuevo humildísimo Castro Prieto, que en este libro ofrece imágenes –como la fantasmagoría de los dos sillones abandonados en medio de un paisaje desolado– que contienen la semilla del mejor de los relatos. O que lo dan ya plenamente cerrado.

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El escritor Juan Cobos Wilkins en Riotinto / CASTRO PRIETO

Esas declaraciones encuentran en Cobos Wilkins su eco inverso. “Mientras que los poetas necesitamos de la traducción, de intermediarios, para ser comprendidos en otro idioma, la fotografía, como la música, es de una pureza que no necesita traducciones. En cualquier caso ambas, literatura e imagen, dejan un reducto para la recreación de quien la ve”. Transcendiendo la mera ilustración de cada una y complementándose en lo que cada una no puede llegar a mostrar de lo que la otra sí revela, ver el trabajo conjunto remite a una observación del gran John Berger: “Unidas la fotografía y las palabras, se vuelven muy poderosas; una pregunta abierta parece haber sido plenamente contestada”.

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En Luchino Visconti pasea por Riotinto, el relato del poeta recrea una absoluta fantasía literaria –pues el cineasta jamás puso un pie en las minas– para construir un artefacto que, pese a su rara apariencia de guión dispuesto en prosa poética, le sirve para emparentar el retrato de la decadencia viscontiniana con la remembranza de la huella victoriana que los ingleses dejaron como una emanación flotando en Huelva. Luego, en el segundo texto, que era inédito hasta ahora, esos fulgurantes Siete relámpagos sobre los círculos del Infierno que rematan el libro, Cobos Wilkins, con una lírica barroquizante y desatada, viaja del cuello degollado de Santa Bárbara hasta esa “autofagia de la tierra” como describe a la Corta Atalaya.

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Es el recuerdo de aquél adolescente –él mismo– que con 16 o 17 años encontraba “de lo más natural” irse al cementerio inglés de Riotinto a empaparse del romanticismo de Lord Byron en un decorado tan necrófilo y sublimado envuelto en un bosquecillo de yedras y mimosas, como de película gótica, poblado por solitarios sepulcros infantiles y una grabada con la leyenda escalofriante del amor entre unos hermanos, una lápida que, por cierto, ya no existe, fue robada. O a evocar las tardes líquidas en la piscina de Bella Vista y los otros espacios al estilo inglés, tan señoriales, a las que unos tenían acceso y otros no porque el poblado inglés de Riotinto también fue un cruel escaparate de la segregación del mundo en clases sociales, algo que los mineros de Riotinto sufrieron como una forma de apartheid contra el que se levantaron el 4 de febrero de 1888 en una revuelta en la que se dejaron más de 100 muertos. Un episodio de brutalidad clasista que Cobos Wilkins noveló en El corazón de la tierra.

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Así pues, del delirio visual de un paisaje sideral preñado de un cromatismo extremadamente sensual, captado por Castro Prieto, hasta la última recreación de Cobos Wilkins de los paisajes de su mitología personal sobre los que ha fundado toda una buena parte de su obra literaria, este libro publicado por la Fundación Olontia con prólogo de Vicente Molina Foix y epílogo de Nuria Barrios invita al doble placer de mirar y de leer las teselas incompletas del misterio de ese puzzle llamado Riotinto, hecho tanto de trazos y signos visuales como de sintaxis y palabras. Ambos girando como recreaciones incesantes del fascinante color de la calcopirita.

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