Las invitadas del Prado
El Museo del Prado enmienda su propia historia al dar protagonismo a toda una serie de pintoras olvidadas cuyo trabajo fue despreciado en el siglo XIX sólo por ser mujeres
31 octubre, 2020 00:10También cuando hablamos de pintura sucede que suena más a hombre. En la historia del arte abunda la testosterona. Es una expedición colonizada, en buena parte, por señores que dibujaron su itinerario dejando si acaso alguna escotilla abierta por donde pudiesen asomar (levemente) las mujeres. De ahí que el canon artístico sea, hasta fechas recientes, arrebatadamente masculino, aunque se podrían hallar creadoras que alcanzaron la fama y la consideración de los grandes comitentes en todas las épocas.
Hubo así mujeres iluminadoras de manuscritos en los escritorios medievales, escultoras en el Gótico, retratistas de papas y reyes en el Renacimiento, pintoras de mitologías e imágenes devocionales en el Barroco, paisajistas en el siglo XVIII, fotógrafas en el XIX y vanguardistas en el XX que voltearon los códigos a lomos de unos movimientos, por lo general, capitaneados por hombres que las redujeron a modelos, acompañantes o inspiradoras, cuando no en simples trofeos de caza.
Sabemos de ellas porque hay algún rastro en obras fundamentales de Plinio el Viejo y Giorgio Vasari, por ejemplo. Sin embargo, parece común a todas estas fuentes el tratamiento de la existencia de mujeres artistas como una excepción, en el sentido de superar las expectativas --establecidas a priori, generalizadas y limitadas-- que podían esperarse de una dama. Como consecuencia, la valoración de la obra no residía en exclusiva en su calidad, sino en el hecho de que procediera de manos femeninas.
Falenas (1920), del pintor y grabador Carlos Verger Fioretti / MUSEO DEL PRADO
Sin embargo, la concepción irracional de la práctica artística y la condescendencia con su ejercicio en el ámbito privado --en el hogar y, también, en el convento-- depararon sorpresas. De un lado, en el obrador del artista, donde participaba toda la familia, incluidas las hijas hasta alcanzar el matrimonio. Por otro, en las casas de la nobleza por la inclusión de la pintura en la educación de las mujeres, eso sí, concebida siempre como distracción y no como creación, al igual que la música, la danza y la costura.
Pero, más allá de las salvedades, el contexto político, económico e ideológico hurtó algo que ya es evidente: la polifonía de nombres sobre la que se aúpa el arte, en especial a partir del siglo XIX cuando participaron hombres y mujeres aun sin compartir las mismas condiciones de foco y oportunidad. Esa condición de marginalidad empieza a desaparecer ahora al multiplicarse los libros, los estudios académicos y las exposiciones en torno a las artistas y la creación femenina.
Así se detecta en la aportación que propone la exposición del Museo del Prado Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931), por la intención de instalar en el paisaje a distintas autoras difuminadas y por la enmienda a la propia pinacoteca. Su colección es, en buena medida, la formulación más exacta del descrédito de la mujer en el sistema del arte español del siglo XIX y de la legitimación de esta visión por parte del Estado a través de sus convocatorias y galardones.
“El criterio masculino vigente desde el siglo XIX se aplicaría también a las selecciones de las grandes colecciones museísticas que se empezaron a formar en esta época: al olvido y a la equivocada idea de mediocridad, se añadía el silencio de la ausencia en unos muros expositivos que conformaría otra pesada losa para los siglos posteriores”, señala Manuel Jesús Roldán en Historia del Arte con nombre de mujer (El Paseo), uno de los títulos más recientes dedicados a reivindicar la actividad artística femenina.
Las tentaciones de san Antonio (1901) de Gabriel Borrás, en una de las salas de Invitadas / MUSEO DEL PRADO
Como otros grandes museos del mundo, el Prado atendió a los criterios imperantes en la Historia del Arte a la hora de confeccionar sus fondos. Este hecho ha fijado silencios, ausencias y discriminaciones en épocas, técnicas y materiales; también en cuestiones de género: atesora obras de 69 mujeres frente a 4.928 hombres y hasta el otoño de 2016 no dedicó una monográfica a una artista, Clara Peeters, quien se pintaba armada con el pincel en los reflejos de las piezas de metal de sus espectaculares bodegones.
Cuando están en cuestión asuntos como la sobrerrepresentación masculina en los órganos rectores de la institución y las inexactitudes incluidas en las descripciones de obras y artistas --la dirección rectificó en marzo de 2020 la biografía escrita por Manuela Mena sobre la pintora Giula Lama, donde se la calificaba “de personalidad esquiva y retirada, fea de rostro”--, la pinacoteca madrileña arriesga al recrear la misoginia del siglo XIX como rampa de lanzamiento de las primeras artistas profesionales en España.
No es extraño, por tanto, el aluvión de críticas. Por el título de Invitadas, que hace referencia al papel otorgado a las mujeres en los salones y certámenes de la época decimonónica; por la elección de un comisario y no una comisaria, responsabilidad que ha recaído en Carlos G. Navarro, conservador del Museo en el área de pintura del XIX; por el montaje, que recrea un abigarrado interior burgués; y hasta por la venta de delantales entre el material comercial elaborado con ocasión de la muestra.
“Invitadas plantea una revisión crítica sobre la imagen y la consideración de la mujer en el mundo del arte y, en concreto, en el sistema artístico español del siglo XIX. No es una exposición colectiva de mujeres artistas ni un análisis sobre los arquetipos femeninos en la pintura española”, se lanzó a aclarar el comisario Carlos G. Navarro, quien tuvo que retirar, a los pocos días de la apertura, la tela que abría el recorrido al comprobarse que tanto el título de la obra como su firma eran erróneas.
La bestia humana (1897) de Antonio Fillol, una de las primeras obras de arte españolas que denuncia la prostitución infantil / MUSEO DEL PRADO
Aunque dicho lienzo se presentó a modo de metáfora del abandono de la mujer --dada su lamentable conservación--, la historiadora Concha Díaz, funcionaria ya jubilada, demostró que la Escena de familia atribuida a Concepción Mejía de Salvador se trataba, en realidad, de La marcha del soldado de Adolfo Sánchez Megías. Ante las evidencias, el Prado optó por rectificar, dejando a las claras que los museos ya no son infalibles y que deben estar abiertos al debate y las propuestas externas.
Al margen de este hecho, la elección del ámbito temporal comprendido entre el reinado de Isabel II y el de su nieto, Alfonso XIII, para la exposición plantea sugerentes lecturas que evidencian que el arte es (sobre todo) ideología. Así, mientras que los avances ciudadanos certificaban la igualdad ante la ley, a las mujeres siempre se las situó, idealmente, en el ámbito de lo doméstico, supeditadas a los hombres --al padre y al marido después-- y despojadas de la mayoría de los derechos que ellos disfrutaban.
De este modo, a través de más de 130 obras --la mayoría, fondos propios del Museo del Prado--, la exposición Invitadas se ordena en torno a dos temas: uno, el respaldo oficial a los modelos de mujer amparados por el ideal burgués, el ángel del hogar y la femme fatale, y su validación a través de encargos, premios y adquisiciones; y dos, la aparición profesional de las mujeres artistas pese a las duras condiciones impuestas para su aprendizaje y su desplazamiento a los géneros menores como copistas y miniaturistas.
A los ojos del presente, sorprende descubrir en el primero de los movimientos qué tipo de representaciones de la mujer emanaban desde el poder y cómo éstas fueron aceptadas como valiosas muestras del genio de sus autores. Sucede así, por ejemplo, con los lienzos Crisálida e Inocencia de Pedro Sáenz Sáenz, quien retrató a dos niñas desnudas, muy sexualizadas. La primera de ellas posa con sus juguetes, un aro y una pelota; la otra, con una flor deshecha, alegoría de la pérdida de la virtud.
Crisálida (1897), del malagueño Pedro Sáenz Sáenz, quien realizó un explícito desnudo de una niña acompañada de sus juguetes / MUSEO DEL PRADO
Otras veces se alumbró una presumible incapacidad de la mujer en las labores políticas --como ilustra la preferencia de los pintores de historia por Juana la Loca, representada aquí por Francisco Pradilla durante su reclusión en Tordesillas-- o una supuesta inclinación por lo irracional (La vidente, de José Benlliure), la sumisión (Una esclava en venta, de José Jiménez Aranda) y por la perversión, simbolizada por la mujer que acompaña a un señor mayor en el lienzo de Carlos Verger Falenas.
También fueron muchos los pintores que transitaron por los códigos inmorales con intención ejemplarizante. José Fort pintó en ¡Desgraciada! la historia de una joven muerta en la cama de un hospital acompañada por sus padres --de origen humilde, a la vista de los atuendos-- y su hija de corta edad, bien vestida y fruto de los amores ilícitos de la difunta, mientras que Luis García Sampedro plasmó en Perdonar nos manda Dios el retorno de una hija al hogar paterno con una pequeña tras una aventura extraconyugal.
Los autores de estas pinturas disfrutaron, en buen número, de becas públicas en el extranjero, alcanzaron fama y notoriedad, reconocimiento como acreedores de premios nacionales y éxito en el mercado artístico. Entre la amplia selección de artistas, hay muchos (Inurria, Madrazo, Gutiérrez Solana y Zuloaga, entre otros) que engrosan, además, el canon de pintura y escultura en este periodo y sus principales escuelas y tendencias, como el realismo, el costumbrismo y el regionalismo.
El sátiro (1908), de Antonio Fillol, quien retrató a una niña pequeña que, entre un grupo de hombres, identifica a su violador / COLECCIÓN FILLOL
Uno de los pocos artistas que no acató en la época este relato fue Antonio Fillol, de quien se muestran tres pinturas sobrecogedoras, de gran tamaño, que denuncian de una manera audaz, con los temas elegidos pero también con un uso elocuente, arriesgado, de las perspectivas y los colores, los abusos a las niñas, la obligación a someterse a la prostitución y el ostracismo al que se condenaba a las mujeres que no acataban la norma.
A la salida de esta primera sección, la exposición Invitadas se centra, ahora sí, en las mujeres artistas, desde Rosario Weiss a Aurelia Navarro, quien, presionada tras lograr una medalla en la Exposición Nacional de 1908 con una versión de la Venus en el espejo de Velázquez, terminó en un convento. Entre ellas, hay fotógrafas, miniaturistas y copiantas --que no copistas, según los registros del Museo-- como la mismísima reina Isabel II, de la que se exhibe su copia de la Sagrada Familia del pajarito, de Murillo.
Autorretrato de cuerpo entero (1912), de M. Roësset / MNCARS
Muchas de estas artistas cultivaron el género del bodegón, acaso sustentadas por el prestigio de las obras de pintoras del siglo XVII como la italiana Margarita Caffi y la flamenca Catharina Ykens. Entre flores, frutas y utensilios domésticos destacaron Joaquina Serrano, Emilia Menassade, Fernanda Francés, Julia Alcayde, Adela Ginés y María Luisa de la Riva, una de las pocas artistas que llegó a instalarse en París y alcanzar el éxito con la obtención de premios y con el interés de los coleccionistas.
Junto a ellas, destacan el Estudio de niño sonriendo de María Antonia de Bañuelos, el Autorretrato de cuerpo entero de María Roësset y La última alhaja de María Luisa Puiggener, sobre quien la crítica vaticinó que se convertiría en “un verdadero pintor”. Cierra la exposición el cortometraje Las consecuencias del feminismo (1906) de una de las pioneras del cinematógrafo, Alice Guy-Blaché. En su película, ella imaginó un mundo gobernado por mujeres y unos hombres, cansados de la opresión, que se rebelaban.