La 'garabatomanía' de las niñas Brontë
‘La ciudad de cristal’, un cómic de Isabel Greenberg publicado por Impedimenta, describe la importancia de la fantasía en la infancia de las escritoras inglesas
20 octubre, 2020 00:00Algunos niños echan mano de un amigo imaginario para que les reconforte del pavor que les produce un pasillo demasiado largo o una noche demasiado oscura. Se llaman Olga, o Hobbes, o Garequiquer. Pueden habitar en el cuerpo afelpado de un tigre de peluche o ser totalmente invisibles para los ojos de los adultos. Julio Cortázar escribió al respecto Silvia, un cuento algo siniestro incluido en el collage de Último Round. Los expertos afirman que este fenómeno suele producirse durante la primera infancia, normalmente entre individuos dotados de alta sensibilidad e imaginación. Después desaparece sin decir adiós, a los seis o siete años, toda vez que la fantasía cede su trono al discurso lógico del raciocinio.
Pero a las niñas Brontë –menos una familia que una gran literatura– no les bastó con la ayuda de un solo amigo invisible. Parece que necesitaron por lo menos un ejército de compinches mentales para resarcirse de las catastróficas desdichas que arrasaron sus breves vidas. Charlotte (Jane Eyre), Emily (Cumbres borrascosas) y Anne (Agnes Grey) crecieron huérfanas de madre y hacinadas como patatas en un sótano de una rectoría de Yorkshire. Con la sola compañía de su único hermano varón, Branwell, y los gruesos tomos de los libros religiosos, las revistas para niños y las novelas y libros de poemas de la biblioteca paterna. Tal vez por eso –para sobrevivir como pelirrojas plantas de interior a los rigores del largo invierno del páramo y resguardarse de la aciaga realidad– no tuvieron más remedio que levantar un universo entero de papel y ficción, un conjunto de escritos, dibujos y mapas para quedarse a vivir siempre allí.
Fragmento de
El reino imaginario de los Brontë –en esta aventura el hermano tiene un papel preponderante– es la premisa de la que –hermosamente– se ocupa el cómic La ciudad de cristal, escrito y dibujado por Isabel Greenberg y publicado por Impedimenta. La Confederación de la Ciudad de Vidrio –que es el nombre oficial del reino– se fundó el día después de que el padre –pastor anglicano, letraherido crónico– regalara a Branwell una caja con soldados de juguete y éste los presentara a sus hermanas como lo futuros protagonistas de sus aventuras.
Así, los cuatro niños –máquinas de ficción difíciles de parar– empiezan a imaginar vidas y territorios inventados. A tejer genealogías y geografías de un universo en expansión –se calcula que la obra completa podría ocupar un centenar de cuadernos, pero se han perdido muchos de ellos– que comprendía un océano con sus correspondientes archipiélagos y penínsulas. Naciones enteras que se dividían en reinos y ducados, todos comandados por cada uno de los miembros la hermandad Brontë. Capitanes, duquesas y princesas que provocaron guerras, amores truncados, venganzas inmemoriales. Los cuatro Brontë dotaron a sus propiedades de un sorprendente nivel de complejidad, con características diferenciadas en climatología, moral o forma de gobierno entre cada uno de ellos.
Viñeta de La ciudad de cristal, de Isabel Greenberg / IMPEDIMENTA
La garabatomanía feroz de la familia brota, florece y asfixia el interior de la vieja rectoría con su perfume dulce y tóxico, ganando cada día un poco más de terreno a la realidad, muralla y jaula al mismo tiempo. Pero Branwell –que antes de convertirse en adicto al opio y poeta menor fue un niño prodigio que hacía las delicias de los visitantes del Toro Negro (la taberna del pueblo) escribiendo a la vez con la mano derecha en latín y la izquierda en griego, pintando y escribiendo como un agreste renacentista– quiso forzar las normas legales del reino para convertirse en el monarca supremo. Provocó entre los territorios una incipiente guerra civil donde la resistencia de las hermanas menores fue numantina.
El reino acabó por desmembrarse y los territorios se escindieron en una taifa unipersonal. Tal vez en aquel momento, Branwell, sintiéndose derrotado, presintió por primera vez que el talento de sus hermanas iba a acabar por superarle y decidió borrarse de un famoso retrato, en el que al principio aparecían los cuatro. La obra de Greenberg explica estas peripecias y muchas cosas más. Es una delicia tanto para el fan de las Brontë más irredento como una atractiva puerta de entrada a su universo para el recién llegado.
Resulta audaz su propuesta de convertir estos aparentes juegos infantiles en el big-bang que posteriormente desarrollará toda la literatura de las famosas autoras. Con un dibujo aparentemente naïf pero increíblemente verosímil y expresivo, la ilustradora nos muestra la tensión que se establece entre la vida real y la imaginaria. Nos hace reflexionar sobre los peligros y deleites de la imaginación desmedida y la leyenda literaria. La escisión entre vida y obra se proyecta como una herida abierta en su vida –Freud haría fortuna con la familia– y sus personajes se cuelan en las cuitas cotidianas y las atormentan con sus demandas.
La ilustradora Isabel Greenberg / I.G.
Así como las vicisitudes cotidianas del páramo inglés son coloreadas con severidad casi monocroma y líneas rectas, los tramos de la vida imaginaria explotan en colores fuertes y las viñetas desaparecen para dar paso a montañas, valles, selvas y exteriores que ocupan toda la página. El cómic no se resigna a consignar solo esa primera etapa y se alarga hasta los últimos años de Charlotte, que fue la única de toda la familia que superó los treinta años, y también la única en disfrutar parcialmente de la popularidad de su escritura. La mayor de las Brontë falleció por complicaciones en un parto a los 38 años.
Greenberg ha creado una obra profundamente adulta en su aproximación a la niñez, que sirve para agrandar aún más si cabe el mito de las hermanas de modales rudos y valientes, capaces de escribir por lo menos tres de las obras más importantes –escandalosas, sexuales y románticas– de la literatura inglesa desde su sótano. Agrestes y cultas, valientes y timidísimas, terriblemente atormentadas, precursoras del confinamiento creativo, escritoras de unas novelas que, pese a que parecían suceder en el norte de Inglaterra –la imagen es de Lovecraft–, en realidad suceden en el Infierno.