Una exposición de Luis Claramunt en el MACBA de Barcelona / WIKIPEDIA

Una exposición de Luis Claramunt en el MACBA de Barcelona / WIKIPEDIA

Artes

El auténtico amante bilingüe

Luis Claramunt se empeñó en convertirse en otro y lo logró. También quiso ser pintor y se salió con la suya, en un estilo que algunos describieron como expresionista y otros como tremendista

7 septiembre, 2020 00:00

Nunca llegamos a cruzar ni una palabra, pese a coincidir con frecuencia dentro y fuera del Zeleste de la calle Platería a finales de los años 70 y principios de los 80. Estas cosas pasan mucho en Barcelona. Hay gente a la que te sabes de memoria, pero nadie te la presenta, a ti no se te ocurre jamás iniciar una conversación y un buen día no ves más a la persona en cuestión porque se ha muerto. El pintor Luis Claramunt (1951 – 2000) es una de esas personas que podría haber conocido, pero que no llegué a tratar, debiendo conformarme con su presencia, que era de traca: vestía el hombre siempre de negro, camisa abierta, pantalones acampanados, botines de tacón cubano y un chaquetón modelo tres cuartos como de polipiel, look muy adecuado para un tratante de ganado, un patriarca gitano (solo le faltaba la cachaba), el manager de un cantaor de flamenco o el apoderado de un diestro menor. La parte de su cuerpo que quedaba al descubierto, la cabeza, tampoco tenía desperdicio: seudo barba a lo Pedro Picapiedra (five o´clock shadow, según los anglosajones), patillas de hacha y pelo engrasado, pegado al cráneo y con vistosos caracolillos en el cogote. 

Les aseguro que el hombre se hacía notar en el ambiente de Zeleste, compuesto básicamente por progres, alternativos y progres alternativos. Al principio pensabas que se había equivocado de entorno, pero luego aparecía alguien que te explicaba su historia, que era de aúpa, y te enterabas de que era un muchacho barcelonés de clase media --padre decorador, madre pianista y maestra de Tete Montoliu-- que había presentado una enmienda a la totalidad de su origen social, sustituyendo los barrios altos por la Plaza Real, acercándose a la comunidad gitana, aficionándose a los toros y a las peleas de gallos, adoptado al hablar un cierto deje andaluz y convirtiéndose en el sujeto en que se inspiró Juan Marsé para el protagonista de su novela El amante bilingüe. Fue la psiquiatra Rosa Sénder quien le habló al escritor de tan curioso espécimen, pero nunca ha quedado claro si Claramunt fue paciente de Sénder o tan solo un conocido.

Luis Claramunt se empeñó en convertirse en otro y lo logró. También quiso ser pintor y también se salió con la suya, en un estilo que algunos describieron como expresionista y otros, directamente, como tremendista. Las cosas no le fueron mal y hasta contó con los servicios de Juana de Aizpuru como galerista. Llegó un momento, eso sí, en que el alter ego que se había fabricado ya no se encontraba muy a gusto en la Barcelona convergente --socialista y el hombre emigró a Madrid en 1984, con cíclicas excursiones a Sevilla y Marruecos. Murió en Zarauz en el año 2000, pero no he encontrado en ninguna parte la causa del óbito. Se le achacaba cierta tendencia a la mala vida y al abuso de sustancias nocivas, tanto legales como ilegales, pero también hay quien lo niega. La verdad es que me hubiese gustado conocerle y que me explicara por qué había decidido, a los 18 años, convertirse en otra persona, la persona que fue hasta su fallecimiento. 

Y es que lo suyo no tenía nada que ver con el hippy al que te encuentras años después con traje y corbata y empujando el carrito de un bebé por la Diagonal. Lo suyo iba muy en serio. Tan en serio como sus desgarrados cuadros. A Marsé le sirvió para uno de sus libros. Para mí, durante un tiempo, fue una presencia tan familiar como incongruente en la Barcelona alternativa de mi juventud. Recuerdo que la primera vez que me lo crucé en los oscuros alrededores de Zeleste, temí por mi seguridad personal y hasta me vi apuñalado y robado por aquel sujeto de aspecto granujiento que parecía estar fuera de su entorno habitual. Cuando me contaron su peculiar historia, se convirtió, simplemente, en un invitado más a la larga fiesta de la transición que tuvo lugar en mi ciudad cuando ésta era una urbe cutre, simpática y sin muchas pretensiones que aún no soñaba con organizar unos juegos olímpicos y entregarse alegremente a la gentrificación. Ahora es solo un fantasma más de una ciudad que ya no existe.