Ricky Dávila: "Nuestra felicidad está codificada por la fotografía"
El fotógrafo vasco, director del Centro de Fotografía de Bilbao y Premio World Press Photo, reflexiona sobre el impacto de las imágenes en el actual imaginario cultural
24 agosto, 2020 00:00Idolatrado por la afición, poeta de la fotografía documental, Ricky Dávila (Bilbao, 1964) es un creador sorprendente que desde hace algún tiempo ejerce en público, más que como fotógrafo, como el escritor que siempre ha anidado en su interior. Es premio Ortega y Gasset de Fotografía y cuenta con otros galardones internacionales, como el Fotopress, el World Press Photo y el Best American Picture. Sintiéndose como un extraviado héroe cervantino, con el cuaderno por escudilla y la cámara por punta de lanza, el más fotógrafo de nuestros literatos publica Tractatus Lógico-Photographicus. La fotografía explicada a los atunes (Galaxia Gutenberg), un raro híbrido destilado por la confesión personal tras años de oficio y el agotamiento de un escenario fotográfico del que ahora encuentra más refugio “en los devaneos de escribiente que en el cobijo del visor fotográfico”.
Un inclasificable artefacto literario --único en el género-- sobre lo fotográfico. Hilado con mucha ironía. Dávila escupe --digeridas-- sus lecturas de autores que llama postfotográficos porque “negocian una moratoria con el tiempo”, nos enseña las heridas de su creciente escepticismo, dispara gatillazos contra la pandemia planetaria de las imágenes y todo esto lo hace declarándose un espectador de corta “sesera anfibia y embotada”, sin condenar a nadie ni ponerse pelma. Total, ¿para qué? Si --como avisa-- el problema de la fotografía española consiste en que “al final somos cuatro chuchos con el rabo pelao pellizcándonos el trasero en un parque”. He aquí al Ricky Dávila definitivamente escritor. Si quieren buscar al fotógrafo pregunten por un tal Remo Vilado tras el que Dávila se duplica, bifurca y parapeta.
Ricky Dávila / SILVIA JIMÉNEZ
–“Últimamente mis paseos acaban en el mismo banco con la cámara fotográfica rendida en el regazo y la tapa sellando su óptica, como quien echa la persiana al negocio. El aventurero Ulises cegando al Cíclope. En estos lapsos interminables en los que el tedio de siempre se adueña de todo el parque evoco con falsa nostalgia los días pasados de acción y aventura. Podría desempolvar mi chaleco fotográfico ultraprofesional, poblado de credenciales periodísticas que exhibía como un sargentillo timorato con mil bolsillos en los que nunca encontraba nada color verde camuflaje, no fuera a ser que me vieran. O podría viajar nuevamente a alguna geografía exótica descalabrada por alguna guerra o algún tifón, disfrazando mis veleidades de autor con el compromiso por los demás. Todo por el prójimo y al de al lado, pisarlo, balbuceo ensimismado (….) En fin, la inmodestia de pensar en ajustes planetarios cuando la acción poética no tiene más alcance que la extensión de nuestros brazos, el fugaz consuelo de una caricia que diría el poeta”.
–¿Te has quedado a gusto?
–¿Con qué? El libro no tiene ninguna intención confesional. Sí que tiene que ver con utilizar la fotografía para hacer literatura. Esa es la trampa. Aquél que se acerque al libro entendiendo que todo esto no es más que un tratado de fotografía y semiótica pues se va a encontrar con una parte muy bufa, que es la más importante de lo que he hecho.
–Se te percibe cansado de la cámara. Pareces sugerir es que la fotografía ya no es suficiente para ti.
–Desde la fotografía uno puede ahondar en otros territorios y, sí, hablo con cierto desencanto, pero también con anhelos de otro tipo. La fotografía sigue ocupando una parte cardinal de mi vida, la sigo enseñando, pero creo que mal utilizada se puede volver en contra. Por aclararlo: creo que la condición de fotógrafo es ahora mismo una de las coyunturas más emocionantes que le pueden pasar a cualquiera, pero este no es un libro sobre fotografía. La literatura en mi vida es más importante que la fotografía. Late un fondo de nihilismo porque para las preguntas fundamentales no hay respuestas claras. En la fotografía tengo un desapego con todo lo que se confunde con verdad absoluta. Y a partir de ese escepticismo empieza el juego creativo. Igual me ocurre con la limitación de la palabra para explicar el mundo. Desde ese nihilismo todo es bonito y empieza el juego de la representación. Pero mi postura no es derrotista.
Autorretrato de Remo Vilado / RICKY DÁVILA
–Hablando de juego: te has desdoblado en un alias, Remo Vilado.
–En los Cuadernos de Remo Vilado le puse nombre a mi sombra. Se trata de un alter-ego con el que juego y que ocupa mi voz. Esos cuadernos visuales son un mundo paralelo al escrito. Me siento más cómodo como escritor que como fotógrafo. Creo en la libertad de acción creativa. El arte tiene que ser un acto de resistencia feliz. El desdoblamiento no es más que una herramienta más para intentar sentirme libre.
–Reivindicas una “ecología de las imágenes”. ¿Sobran?
–Sí, pero intento no pontificar, solo expongo mis propias dudas y trato de alumbrar ciertas respuestas, sin imposiciones ni dogmatismos. Me pregunto sobre el exceso de información visual y creo que eso tiene un coste en la memoria de la gente.
–Eres un gran retratista, pero desde que confesaste que habías perdido la curiosidad por los demás no practicas tanto el género.
–Sí, pero ocurre de un modo natural. Creció la curiosidad por mí mismo. Y esa evolución me hizo derivar hacia una fotografía más vinculada al yo, y no tanto a la tercera persona. En la medida en que me sentí caduco me interesó hablar de mí mismo. Es una evolución natural en fotógrafos y artistas. Una idea sacada de Baroja, fíjate. Pero, bueno, son ciclos, vete a saber si alguna vez recupero la tercera persona.
–¿A la fotografía le falta reflexión? ¿Los fotógrafos necesitarían más conexiones con otras artes para relativizar el valor de la imagen?
–Bueno, más que los fotógrafos --que también-- es una cuestión universal y ciudadana. Hemos puesto la imagen a la altura de la palabra. Y esto es algo transcendental. La gente está comunicando emociones a través de las fotografías y el espectador timorato, en la ignorancia de los resortes que hay detrás de las propuestas fotográficas, compra destinos maravillosos por imágenes que no tienen más propósito que la promoción. Todos nuestros códigos de consumo y de convivencia, nuestra idea de la felicidad o de lo bello está codificada por la fotografía. Lo que le ha pasado a la fotografía es que ha tenido una evolución exponencial en veinte o treinta años y al público no le ha dado tiempo a alfabetizarse. En literatura distinguimos bien un predicamento publicitario de un acta notarial. Pero con la fotografía el público está indefenso.
–Algo peor que indefenso. Citas al Thomas Bernhardt de Extinción: “Las imágenes han puesto en movimiento el proceso de embrutecimiento universal”.
–Bernhardt era, y yo me siento un heredero humilde, un gran exagerador. A mí eso me encanta, pero hay que entenderlo como estrategia literaria. Hay cantidad de invectivas contra la fotografía porque todo esto está lleno de grandes cabezas que solo asisten a la pandemia planetaria. La fotografía puede ser lo más maravilloso del mundo, pero también un ejercicio de persuasión muy espurio, y ahí es donde conviene incidir porque no es un tema que haya que buscar debajo de las piedras: la gestión de los adolescentes con los selfies o Instagram está ahí, en la casa de todos. Y no se trata de decir por dónde hay que ir, pero sí llamar al orden sobre la cuestión que hay detrás de todo esto. Somos grandes consumidores de imágenes, en cuanto a volumen. Pero, por otro lado, nunca ha habido tanta inteligencia ni espectadores tan preparados, pero también nunca ha habido tantos tan poco preparados y tanta estupidez. Todo ha crecido exponencialmente. Yo no tengo una percepción derrotista. Ahora mismo todo es un hervidero: la gente está despidiendo a seres queridos desde el móvil en un hospital, pero luego no saben cómo comunicarlo o los adolescentes se hacen todo el rato fotos pintándose una uña.
–La pandemia universal de los selfies. ¿Percibes esa falta de formación en los jóvenes alumnos que recibes en el Centro de Fotógrafos de Bilbao? ¿Notas que la generación de nuevos fotógrafos está poco entrenada?
–Al contrario. Esto es un tema del público. Y es lógico, además: si no ha habido una educación en torno a todo esto, es un problema.
–¿Cómo ves la tensión entre la imagen y la palabra, la capacidad metafórica de la imagen, la necesidad, o no, de que la imagen necesite el soporte de la palabra?
–Hay un juego maravilloso de Ficción / Verdad y de semiótica visual y escrita con un territorio fascinante todavía por desarrollar. Ocurre a nivel internacional. William Boyd y su recreación literaria de unas fotos encontradas en un rastro. Y la figura totémica en torno a la cual todo esto va a crecer es W. G. Sebald. Hizo un uso de la fotografía en la literatura que es la gran lección fotográfica que yo he recibido en los últimos diez o quince años. Tiene que ver con el uso factual de la fotografía despojada de pictorialismos, ese inserto que hace de la fotografía en blanco y negro crónica de una realidad que no sabe si ocurrió o no. Teju Cole hace cosas así. Todo eso va a ir a más. En España hay dos personas que yo considero almas hermanas: Paco Gómez y Eduardo Momeñe. El trabajo de Burton Norton --libro de Momeñe-- por Europa con paisajes falsos es fascinante. Bebemos en las mismas fuentes: yo cuando me junto con Eduardo hablamos de literatura y de las cosas que nos han conmovido.
–Sin embargo, en el mundo fotográfico aún hay gente que se lleva las manos a la cabeza cuando se habla de documentalismo de ficción.
–El concepto de documentalismo es un hervidero de aproximaciones. Yo soy partidario de acotar el concepto. Todo no vale. Pero es cierto que desde el documentalismo de ficción se están haciendo cosas muy buenas. El trabajo de Cristina de Middel, por ejemplo, pone en cuestión las premisas del relato de ciertas geografías. Básicamente hay que entender que a la verdad se puede llegar desde la ficción. ¿Es esto incorporable al documentalismo? Habría que verlo. Sí tengo una certeza: el documentalismo no es periodismo. Todo periodismo es documentalismo. Pero el documentalismo es una cuestión orgánica y universal más bonita que el periodismo. El problema de la fotografía es que está demasiado ligada a los medios de comunicación y tenemos una lectura de la fotografía que es como oír Los 40 Principales. No sabemos quién es Bill Evans. La gente confunde la sobreinformación visual con conocimiento, cuando no es más que distracción. Nos falta el núcleo duro, las palabras. La gente escribe y en la literatura hay un apartado que está muy claro: los literatos. Pero en fotografía los fotógrafos que hacen fotografía de autor ¿cómo se llaman?
–La ausencia de palabras es crucial en la fotografía. Jean-Claude Lemagny doce que las imágenes irradian un mutismo absoluto que no transmite ningún sentido, pero que nos lanza el misterio de todas las cosas.
–Sí, la imagen no es enunciativa, a diferencia de la escritura, pero dentro de la imagen hay un subconjunto, con su propia idiosincrasia, que es la fotografía. Y la fotografía, que se produce por la huella de una luz, tiene un carácter indicial maravilloso. Eso le otorga un carácter factual que abre la caja de Pandora de la epistemología. A diferencia de la pintura, tiene una capacidad fascinante para aprehender la realidad y eso hace que el debate epistemológico, más que el estético, el de los trazos de luz que vamos dejando, lo acerque al debate sobre lo que es la verdad o no. Eso es fascinante.
–Desde sus comienzos la fotografía, aparentando una verdad, declara su falsedad. La célebre imagen del falso suicidio de Hipólito Bayard, una fotografía de 1830 que podemos considerar el primer fake de la historia, nos dice que la fotografía ha sido siempre un juego.
–Es una cuestión de campos semánticos y de antónimos. Verdad, ficción, realidad, todo eso. Se trata de hablar de realidad y ficción. No de verdad o mentira. Ambos son cauces perfectamente legítimos para llegar a cuestiones que son verdad o mentira.
–En el libro eres muy irónico sobre cómo se construyen fotográficamente las verdades históricas, aludiendo a los retratos que Lewis Hine hacía de los obreros que alzaron los rascacielos. Hine presenta a unos obreros blanquitos que tú retratas como Jean Dean ultravitaminados mientras te preguntas dónde estaban los trabajadores negros.
–Es que cuando la gente utiliza estos referentes como modelos de documentalismo, pues… Yo siempre he distinguido entre trabajar por preceptivas propias o por comisión. Al final, la voluntad de lo poético, incluso en lo documental, no tiene más anclaje que la voluntad. El problema es que eso es poco edificante, porque cuando detrás de los proyectos están las corporaciones se esconden intereses. El buen periodismo tiene que fiscalizar la realidad. No tiene ni que promocionarla ni que denunciarla. Tiene que interrogar.
–¿A la hora de hacer un trabajo de autor, los dos mayores enemigos son el mercado y las redes sociales?
–No, el cuñao. Y luego van las redes, eso está claro. Yo uso mucho al cuñao en clase. Es decir: si las fotos que estás haciendo las entiende tu cuñao es que vas mal.
–¿No crees que hay un exceso de elucubración, de teoría, en la presentación de muchos trabajos fotográficos?
–Bueno, son dos cosas distintas. Al final, yo le debo mis luces a autores como Gombrich que han aportado al análisis fenomenológico sobre la imagen un crecimiento espectacular. Huberman, Barthes… Barthes, en La cámara lúcida, tiene páginas que son sueños sobre esa foto que nunca enseñó de su madre. Pero es cierto que lo que ha ocurrido sobre todo a nivel español, donde no hay mucha cultura fotográfica, es que a la gente instituida y con la cabeza bien ordenada la fotografía le ha pasado por la izquierda. ¿Quién es ahora una cabeza lúcida española a nivel internacional? Fontcuberta.
Tiene un conocimiento profundo del medio, pero tiene que irse fuera. Aquí la gente que está en despachos habla mucho de Zuloaga. Pero la fotografía ha ido muy rápida en la calle. La gente formada académicamente no tiene discurso fotográfico y, si lo tiene, es historicista. Ahí hay campo abierto. Mucha gente hace un discurso sobreteorizante de cosas que, en realidad, no conocen. Pero eso le pasaba a Susan Sontag, que como manejaba mucho la escritura era capaz de poner en orden sus mentiras. Yo distingo entre la gente que tiene un conocimiento verdadero de la fotografía, y que sobre eso construye ,y los que tienen un conocimiento teórico que no está fundamentado sobre el conocimiento del medio. Esto de la fotografía sesuda, en el panorama internacional, que es un hervidero de talento, es un sarcasmo maravilloso. Yo sobre el entorno puramente de la fotografía tengo poco discurso. No me interesa.
–¿La fotografía es más narrativa que poética o al revés? ¿Por qué vibra una fotografía en mi interior? ¿Por el fogonazo de lo inexplicable o porque me cuenta una historia? La gente tiene una relación con la fotografía muy narrativa.
–La gente le reclama una dimensión enunciativa que la fotografía no tiene. Eso es así. Pero la fotografía no existe sin su canal. Una misma fotografía postulada en distintos canales tiene un significado completamente opuesto. Nosotros le reclamamos una especie de mensaje concluyente. Tú lees a Kafka en rústica y sigue siendo Kafka. Pero la de una casa con césped verde puede ser una imagen para un crédito hipotecario o para que un topógrafo la cuelgue en el MoMA. Hay que aceptar la cualidad metafórica de la fotografía. A partir de ahí, la persona que quiera trasladar un mensaje con la fotografía tiene que hacerse responsable del medio y del soporte con los que la comunica porque ambas cosas van aparejadas. Y el espectador tiene que terminar de entender que la imagen depende del contexto en el que se la proponen.
–La fotografía solo concluye su proceso cuando es vista. ¿La manera en la que es consumida influye en la mirada?
–Sí.
Ricky Dávila por Ricky Dávila
–¿No te preguntan el motivo por el que en tus fotos no se ríe nadie?
–Estar todo el rato justificando las situaciones con una falsa sonrisa es un desvío enfermizo. Lo que no es natural es la exagerada mole de fotografías con las que estamos poblando el planeta con gente sonriendo presumiendo de una felicidad que al final no hay que estar todo el rato enseñando.
–Es lo que llamas Virus de Autocomplacencia Fotográfica Mongoloide (VAFON).
–Vamos a ver: la sonrisa, que lo sepa el mundo, era una prueba de cretinismo en los retratos hasta el siglo XIX. Esto ha cambiado y a partir del siglo XX, como echaron de las casas a los dibujantes y pusieron las fotos, tienes que estar sonriendo porque, si no, no es natural, cuando lo natural es como nos miramos nosotros en el espejo. De vez en cuando, sonríes. Sonreír continuamente es poco edificante socialmente porque crea ansias y neurosis. Nos hemos convertido en marcas de nosotros mismos y estamos todo el rato presumiendo de felicidad en las redes a través, precisamente, de la fotografía.
–Citas el caso de Nadar: un millar de retratos y ni una sonrisa.
–Ahí exagero un poco, porque está el caso del cabroncete de Alejandro Dumas… Pero entender esto es sencillo: lo único que uno tiene que hacer es irse a contar sonrisas al Museo del Prado. Es una cuestión de dignidad. También hay que sonreír de vez en cuando, pero uno no puede sentirse culpable por no estar sonriendo permanentemente. Y en esto la fotografía está siendo mal utilizada y creando una neurosis tremenda. Son desvíos culturales que se hacen a través de la fotografía. Vilém Flusser, que escribió el libro más lúcido, brillante y menos apocalíptico, (se refiere a Una filosofía de la fotografía) anunció todo esto: las cuestiones capitales la están creando las corporaciones a través de la fotografía. Igual que la noción de belleza creada por las compañías de cosméticos. Sin que pensemos que somos muy inteligentes y que estamos sustraídos a eso, seguimos estando bajo un buen bombardeo.
–Defiendes la fotografía humanista.
–¡Cómo no!
–Por supuesto, pero no todos los fotógrafos contemporáneos españoles la defienden.
–Ahí me pierdo. Existe una acepción histórica, que es cierto que hoy puede quedar superficial: la inercia de la condición del hombre de la posguerra; ese momento de exaltación en la gente que se pone a viajar; René Burri y todo eso…, que es a lo que llaman “fotografía humanista”, pero yo ese concepto lo utilizo de forma más universal, renacentista, y lo pongo en oposición al humanitarismo. Humanismo, en el sentido más universal, es usar la fotografía para hacer una disección del alma de los demás. Eso es bonito recuperarlo y no confundirlo con el humanitarismo, que no tiene más propósito que la reparación de los demás. Cuando te dedicas a eso y ves que esto falla, te crea conflictos como fotógrafo. ¿Si eres honesto y ves que no ayudas a los demás, qué haces? ¿Dejas de ser fotógrafo?
–Tú creías que tus fotografías curaban. Hasta que dejaste de creerlo.
–Eso ocurrió en mi propia evolución. Admiro mucho a los que creen en ello, eh. No me parecen inteligentes, pero sí un acto de fe maravilloso cuando no se hace por vanidad disfrazada. Pero yo creo que la mejor fotografía humanista ha venido de los fotógrafos no reparadores: da igual que sea un psiquiátrico en Escandinavia hecho por Anders Petersen. Y de trabajos de esos la fotografía está llena. Es la diferencia entre el buen documentalismo y el periodismo. El periodismo es reparador y fía su acción fotográfica a la reparación del dolor de los demás, un campo muy estrecho. El documentalismo, que es humanista en esencia, lo que siente es fascinación por el milagro individual de las otras personas. Pero no hay una aproximación farisea.
–En el libro destilas una suerte de melancolía…
–¡Total!
–… como cuando citas a Steiner: “En el corazón de la forma se encuentra una tristeza, una huella de la pérdida. La talla es la muerte de la piedra”. Algo hay en la fotografía que nunca poseeremos porque se ha perdido.
–Es el anhelo del paraíso perdido y tal. En esa pulsión atávica estamos todos.
–¿Estás haciendo fotos? En el libro hay párrafos que sugieren que lo has dejado.
–No, el juego fotográfico lo tengo más hondo que nunca. Lo que me tiene activo es el territorio visual de los Cuadernos de Remo Vilado. Estoy a tope y soñando bien el mundo. He aceptado el desenfoque de un cincuentón.
–Por cierto, ¡cómo te ríes del hiperrealismo de megapíxeles que la gente identifica con la calidad fotográfica, cuando lo no nítido, lo borroso, es una huella de autoría porque reconoce la incapacidad de fijar la experiencia de la imagen!
–Eso vale para Robert Frank. Pero Gregory Crewdson es igual de autor y es muy preciso. Yo no defiendo el desenfoque como la ruta obligada de la poesía fotográfica. Sí digo que el concepto de calidad está preñado por el mercado y el espectador poco iniciado confunde la calidad con lo que es bueno o malo, cuando en realidad está viendo información por superficie. Un cuadro no tiene más calidad por ser un óleo holandés al detalle que un cuadro de Tiziano a brochazos. Pero en fotografía han utilizado calidad de modo capcioso, porque calidad significa que es mejor. Y eso es un mal endémico de la fotografía. El exceso de nitidez y de foco se considera un atributo, cuando en realidad es un parámetro más que puede llegar a ser incluso una tara. Cuando tú entras en El Corte Inglés y ves el monitor de Samsung con el tabulador de nitidez al máximo sales con una cefalea que te cagas. Está aceptado que la ausencia de foco es una señal de impericia técnica, pero el exceso no. Yo creo que eso hay que liberarlo.
–Sí, no somos más autores por ser más borrosos, pero en la indefinición hay una huella de autoría.
–Tiene una explicación fenomenológica. Un fotógrafo que apele a la memoria y al paso del tiempo encontrará en la ausencia de foco un recurso de su propuesta estética, porque nosotros no recordamos las cosas con precisión.
–“La superpoblación de artistas visuales, la familia parásita de amplísimo espectro en la que, se me hace inevitable, debo incluirme yo”, escribes.
–Bueno, ahí estoy quitándole un poquito de pompa a todo. Sí, me incluyo pero tampoco soy Barceló, que a mí me conocen cuatro. Pertenezco al escenario de los museos porque hago exposiciones, pero lo digo para no sojuzgar y para incluirme en las críticas y convertirlo todo en ironía. Yo no me tengo por ejemplar en nada, y con eso desactivo lo que de otro modo sería cinismo o moralina, dos cosas que no me gustan. Incluyéndome me encuentro más cómodo.
–Quizá por las condiciones de mercado, que no lo permiten, en España los fotógrafos no habéis levitado, no os habéis endiosado…
–A mí eso es que no me lo permite mi mujer…
–En el libro cuentas que te llaman de un museo internacional de Bilbao para una pieza de homenaje a Oteiza y escribes: “La oferta económica es clara: no pagan nada”. La fotografía española no sale de pobre.
–Eso ha sido una pequeña venganza. No salir de pobre ya está asumido. La parte buena es que pusimos una pica en Flandes en un museo notabilísimo e hicimos el indio como quisimos. Me gustaría tener una posición que me permitiera ser más irreverente con este conjunto de convenciones tan instaladas y tan tontas. Me refiero al mundo del arte.