Retrato del escultor Auguste Rodin

Retrato del escultor Auguste Rodin

Artes

Auguste Rodin, frenético dibujante

El artista francés, uno de los más rotundos escultores, hizo del papel y el lápiz el mapa de sus obsesiones artísticas, como la mirada y la representación de la figura humana

27 marzo, 2020 00:10

El tiempo ha hecho de Auguste Rodin (París, 1840- Meudon, 1917) el más poderoso de los escultores de su época. También el más celebrado. Un artista que no se adscribió a más norma que la suya. Y así levantó un paisaje de cuerpos feroces y sombras crujientes hasta convertirse en el mejor interlocutor de lo nuevo en el arte, cuando lo nuevo aún era un territorio por conquistar. Él, tan moderno, tan silvestre, tan –a su manera– sofisticado, entendió como pocos su siglo, ese corredor que agonizaba entre dos movimientos: el XIX parecía agotado y el XX lo tenía todo por hacer.

Rodin llegó a la escultura en el instante oportuno, justo en ese momento en que era necesario trascender la norma, voltear las viejas costumbres de la crítica, disfrazarse de gamberro para ir talando todo academicismo –a ser posible con los académicos dentro– y volver a impulsar el arte desde un frente inédito. El suyo fue, pues, un territorio de orden lírico. Porque hay algo inexplicablemente poético en su asimilación del espacio y la materia. Como si lo que de verdad le interesara de la piedra no fuera la garantía de su forma, sino la inexactitud de sus posibilidades, lo que de ella no se ve.  

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El escultor Auguste Rodin, fotografiado hacia 1902 por Edward Steichen

En las fotografías que se conservan, Rodin asoma con el pelo al cepillo, las cejas blancas y los ojos de un (probable) azul luciferino. Además, destacan en él la barba de profeta y la frente amplia, como hecha para embestir. No es difícil imaginárselo, ya en plena madurez, sentado en su taller de las afueras de París abocetando cuerpos y poses en decenas de papeles mientras las modelos se paseaban, a petición suya, desnudas por la sala. La perfección era, entonces, un estorbo y el escultor se concentraba en los aspectos que quería destacar, eliminando todo lo demás: brazos, piernas, cabezas…

Con todo, no fue el papel un abrevadero ocasional para Auguste Rodin, quien dibujó mucho a lo largo de su vida. Tanto que al cumplir sesenta años se convirtió casi en su única dedicación: emborronar cuadernos. A veces como pista de aterrizaje de sus más oscuras obsesiones, con el erotismo en lugar principal. En otras ocasiones, fueron un ejercicio de tanteo antes de llegar a la piedra o al bronce, como si aspirase a concretar en una línea la complejidad de retratar a un ser humano de punta a punta. Algo así como la cocina de su enorme talento, el campo de pruebas de su guerrilla artística

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Algunos de los recortes de Rodin expuestos en Madrid / FUNDACIÓN CANAL

Podría decirse que hasta llegar a poner en pie su lenguaje, el creador hizo del dibujo una trinchera. El papel se convirtió en su campo de exploración. La vocación de su búsqueda estaba en el lápiz. Así, por lo menos, asoma en los fondos custodiados por el Museo Rodin de París que pasaron por la exposición Rodin, dibujos y recortes de la Fundación Canal de Madrid. Ahí, entre esos trazos rápidos, está la semilla de su trabajo, un puzzle que da cuenta del oficio extraordinario de este artista rotundo, mayúsculo.

“Tengo una gran debilidad por estas pequeñas hojas de papel”, llegó a asegurar Rodin, quien dio forma en estos pliegos a algunos de los empeños que acompañaron su trabajo de escultor: el espacio, las figuras humanas... Ése era, en realidad, el ánimo de esta vertiente de su creación: ir más allá. Y lo hizo a través de los recortes –piezas que apenas dejó ver en vida y que anticipaban, de algún modo, los experimentos de las vanguardias–, donde volcó a partir de 1890 su creciente interés por la simplificación de las formas y el interés por plasmar el movimiento

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Vista general de una de las salas de la exposición Rodin, dibujos y recortes / FUNDACIÓN CANAL

A través de la repetición de estos trabajos –ejecutados en acuarela a partir de un dibujo impreciso sobre un papel ligeramente espeso–, el artista exploró la noción del volumen por medio de figuras que superaban los límites de sus propios soportes. De ahí que su visión tenga algo de laboratorio, de espeleología por los adentros del proceso creativo de un artista que desplazó la belleza en favor de la potencia. El lápiz y la acuarela le permitieron captar el gesto y el movimiento de las personas que siempre representaba al natural, especialmente bailarinas y mujeres.

Es posible detectar en estos papeles cómo, según va avanzando en su propio lenguaje, Rodin también adquiere un cierto rumor de novedad. Las figuras van perdiendo detalle para convertirse en accidentes potenciales. Como si destilara en ellos un erotismo urgente, un pensamiento ciego, transfigurando todo el torrente de la carnalidad en imaginación, en voz propia. El cuerpo acaba por convertirse en el rompeolas de esa manera obsesiva en que el escultor francés quiso representar una nueva naturaleza del hombre. 

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La pieza Iris, mensajera de los dioses (1895) de Auguste Rodin / FUNDACIÓN CANAL

Hay una pieza en la exposición armada por la Fundación Canal de Madrid que sintetiza el proceso de depuración al que el artista sometió su obra: Iris, mensajera de los dioses (1895). Se trata de una pequeña escultura concebida para exhibirse suspendida que representa a una mujer sin cabeza ni brazo izquierdo que muestra su sexo, pero, bien mirada, es mucho más: un forcejeo con el vacío, un paso a lo esencial, una liberación de toda forma sin perder la referencia de la línea ni la pulsión humana. “Nada es tan bello como las ruinas de una cosa bella”, confesó.