El ilustrador Miguel Brieva / YOLANDA CARDO

El ilustrador Miguel Brieva / YOLANDA CARDO

Artes

Miguel Brieva: “El humor tiene que ir de abajo a arriba; al contrario, no funciona”

Dibujante de cómics, el ilustrador sevillano reflexiona sobre el arte contemporáneo, la influencia de la tecnología en nuestra vida y el compromiso de los creadores

13 enero, 2020 00:05

Estudió Bellas Artes y se dedica al cómic, su género, “el terreno donde me siento cómodo”. Miguel Brieva se dio a conocer autoeditando Dinero, un libro de viñetas donde aparecían muchos de los temas que luego desarrollaría en otros trabajos: la crítica al capitalismo, la desigualdad social, el poder hipnotizante de la televisión o la mercantilización y la acumulación de bienes como única lógica de la sociedad. En su libro Memorias de la Tierra, (Reservoir) expresa su compromiso con la ecología. Sevillano residente en Madrid, ha ilustrado discos y ha hecho la imagen gráfica del Diccionario del franquismo de Manuel Vázquez Montalbán, recuperado por Anagrama tras estar descatalogado durante años. 

–En su libro Memorias de la tierra expresa su compromiso con el medio ambiente.

–Trato de ser consecuente, como mucha otra gente. Estamos muy metidos en el modelo de vida capitalista, volcado en el consumo, así que requiere bastante esfuerzo dar un paso hacia afuera y eliminar elementos de nuestra vida, escapando así de la lógica del consumo. Está en mano de cada uno de nosotros renunciar a unas cosas u otras. Frente a la lógica del cuanto más mejor, yo abogo por vivir con menos. No es beneficioso seguir acumulando cosas a la escala en la que lo estamos haciendo. La renuncia voluntaria es una forma de darle la vuelta a la tortilla y convertir en un éxito personal y colectivo aquello que parece abocado al fracaso. Lo que está en juego son las condiciones de habitabilidad del planeta. No se trata de salvar el planeta, sino de salvar a la humanidad.

–¿Tomar conciencia sobre las condiciones medioambientales es una forma de cuestionar el sistema capitalista?

–Podemos debatir si el ser humano es inteligente o profundamente estúpido. Este es un debate histórico, sociológico y filosófico abierto. En ningún momento de la historia se habían dado los avances tecnológicos y técnicos para la obtención de determinadas energías con este nivel de impacto sobre la superficie terrestre. Esta expansión desmedida solo ha sido posible bajo el amparo del sistema capitalista, cuyo metarrelato que es muy cuestionable. 

¿Un creador debe mantener algún tipo de compromiso más allá del valor artístico? 

–Nunca me he planteado que el dibujo tenga que ser, a priori, comprometido. En el campo de la expresión cada uno busca responder a una serie de preguntas acuciantes: a veces la pregunta puede ser muy íntima y sentimental, o ser meramente estético-formal. En mi caso, el dibujo es un medio para contestarme a aquellas preguntas que me apelan desde que era un adolescente, momento en el que empecé a tener una gran inquietud por conseguir entender el mundo en el que vivía, por descodificar los signos equívocos y por comprender todo lo que no me cuadraba. Ese compromiso del que hablas no es algo buscado deliberadamente, ni es fruto de una epifanía, sino que tiene que ver con preocupaciones que me han acompañado a lo largo de toda mi vida.

El ilustrador Miguel Brieva / YOLANDA CARDO

El ilustrador Miguel Brieva / YOLANDA CARDO

En una entrevista afirmaba que La gran aventura humana es un libro que “critica lo consensuado”. ¿Sus dibujos van contra el relato establecido?

–Hay cosas consensuadas que están muy bien y son muy positivas. El ser humano está continuamente creando relatos y consensuándolos colectivamente. Esta es la manera que tiene de formar parte de una colectividad. La fantasía de la individualidad es una ilusión. Son muchas más las cosas que nos unen de las que nos separan y, sobre todo, nos necesitamos los unos a los otros. Pero no es lo mismo el consenso en torno a lo que es una tortilla de patatas que el consenso en torno a la idea de que el dinero es lo más importante que hay en el mundo o de que Dios es un ente que lo vigila todo y que, casualmente, le da la razón a gente bastante siniestra que dice hablar en su nombre. Estos son consensos que debemos poner en cuestión. El pensamiento, tanto el filosófico como el de andar por casa, el de cada día, consiste en cuestionar las ideas asumidas. Y en este ejercicio crítico juega un papel principal el humor, que es profundamente deconstructivo porque rompe esos consensos para crear otros con mucho más fundamento.

–¿El humor deconstructivo se dirige contra el poder? 

–El humor tiene que ir de abajo hacia arriba; al contrario, no funciona. Como toda creación, el humor puede tener mejor o peor gusto, puede gustar a más o menos gente, pero para mí, de existir un límite, es el respeto al desvalido. No puedes hacer humor de alguien que está desvalido, sería una completa crueldad, más allá de que no funcionaría. Sería como ese humor del matón del colegio que humilla al niño más débil. Puede que tenga un coro que celebre la  risotada, pero el resto de los niños saben que reírse del débil está mal y no tiene gracia alguna. Este es el verdadero límite. Lo curioso es que los usos del humor de los que la gente se alarma son zafios, pero no realmente ignominiosos.

Una viñeta suya dice: “Deambulamos indolentes y frívolos por el espejismo de una playa”. ¿Debemos mirar más allá de ese espejismo que asumimos como realidad?

–Por cómo se ha ido haciendo este ser social que somos, en general, la lucidez del individuo que se sale del colectivo para verse a sí mismo y ver a los demás es una anomalía. Por un lado, hay que asumir que en esta sociedad tan enloquecida solamente a través de esta lucidez podemos salirnos del bucle y del espejismo, pero, por otro lado, hay que ser conscientes de que salirse del grupo implica ir un poco a contrapelo en un sentido antropológico. Es como pedirle peras al olmo o exigir que todos seamos Mozart. Hay predisposición en algunos individuos para situarse fuera del bucle, ir más allá de lo consensuado, pero para que esta predisposición se convierta en realidad son necesarias unas condiciones muy concretas: ante todo, es necesaria la tranquilidad.

No recuerdo si era Rousseau o Voltaire quien decía que la razón era algo que tenían todos los seres humanos en común cuando estaban tranquilos. Aquí radica el problema: la mayor parte de las veces no estamos tranquilos y, además, los medios de comunicación y todas las influencias que tenemos a diario no nos conducen a esa tranquilidad. Al contrario, nos conmocionan, nos hacen reaccionar emocionalmente y sacar a la luz nuestros prejuicios. Tenemos que luchar contra nuestra propia inclinación y contra una maquinaria mediática que, en el mejor de los casos, está puesta a favor de la distracción, cuando no de la manipulación.

–Usted define la televisión como “ese amiguito psicópata mentor esquizoide de nuestros niños”.

–No creo que el fomento de la distracción y de las reacciones emocionales sea algo premeditado. Más bien pienso que es resultado de la implementación masiva y descontrolada de aparatos tecnológicos, pensando fundamentalmente en el rendimiento económico. La televisión, los móviles, las redes sociales… toda esta maquinaria mediática nos viene impuesta. No responde a ninguna necesidad humana. El desarrollo tecnológico al que asistimos responde a la búsqueda del lucro, a las fuerzas del mercado. A medida que se van generalizando estos dispositivos entramos un segundo desarrollo, representado por Cambridge Analitycs, que tiene como fin aprovechar ese tejido tecnológico que se ha creado, y en el que está todo el mundo enganchado, para sacarle más partido. Si quitas todo, la cultura, los idiomas, los sentimientos… lo único que queda es una pulsión por desarrollar infinitamente la productividad, expandir el capital y acumular valor. Lo que queda es el gran relato de fondo de este modelo económico que pasa desapercibido porque lo sentimos como natural.

Hay quien alerta sobre el agotamiento de este modelo económico.

–Desde los años noventa el capitalismo no tiene forma productiva de expansión. De hecho, lleva prolongando su agonía desde hace cuarenta años a raíz del descontrol del mercado financiero, que es el que está permitiendo que exista una ficción de crecimiento. Y hablo de ficción porque si nos atenemos a lo que es la productividad material, el crecimiento está estancado desde hace mucho tiempo.

El ilustrador Miguel Brieva / YOLANDA CARDO

El ilustrador Miguel Brieva / YOLANDA CARDO

La precariedad se nos vende como un mal necesario. 

–Si uno estudia el sistema capitalista se da cuenta que la precariedad ha existido siempre. Lo que sucede es que la socialdemocracia de después de la Segunda Guerra Mundial, que trató de alzar a las clases medias, ha desaparecido. Ahora vivimos en un sálvese quien pueda. A los depauperados de siempre se han unido ahora las clases medias, que se habían sentido parte de esa ilusión que se ha revelado falsa. Más que de aceptación hablaría de una actitud nihilista frente a la precariedad. La gente se ve cada vez con menos recursos y el uso de los móviles y el entretenimiento masivo está siendo un factor clave para contener a la juventud sin futuro. Los móviles son una adicción equivalente a las drogas y con una penetración social enorme. Imagínate una sociedad en la que el 80% fuera cocainómana: esta es la sociedad en la que vivimos, solo que con adictos al móvil. 

El protagonista de Lo que me está pasando es un joven geógrafo en paro que encuentra trabajo como limpiador de un aeropuerto. ¿Es quizás un símbolo de cómo la clase media no ha escapado de la crisis?

–El protagonista es alguien tratando de ganarse la vida con los recursos que supuestamente la sociedad le ha dado, pero sin lograrlo. Los antropólogos señalan que las tribus se organizan a partir de una serie de ritos de paso: superarlos significa entrar a formar parte del colectivo, ser aceptado por la sociedad, que promete acogerte. Los ritos te aseguran unas recompensas. En última instancia te prometen la protección de la sociedad. En nuestro mundo, sin embargo, esta lógica sobre la que se sostenía en su origen toda sociedad se ha roto de tal manera que ya no hay ningún rito de paso que te haga sentir parte del colectivo. Ahora, a pesar de que te siguen enfrentando a los ritos que te exige la sociedad, te sientes desamparado en mitad de la nada. Cualquier sociedad de otro tiempo no hubiera sobrevivido con esta contradicción interna. Sin embargo, la nuestra se sustenta en esta lógica invertida. 

Tradicionalmente se ha definido al artista como un ser lúcido que no se queda atrapado en los espejismos.  

–Es un tema que daría para hablar mucho. Deberíamos reflexionar sobre qué entendemos hoy por arte y por artista, conceptos que han variado mucho a lo largo de la historia. Yo diría que el artista es un visionario, pero no una persona necesariamente lúcida. El artista más que lúcido es intuitivo: siente cosas que no siempre consigue identificar. Es verdad que a lo largo de la historia ha habido artistas muy lúcidos, como Stanley Kubrick, personas que son capaces de hacer un análisis intelectual de gran profundidad a través de su obra. Sin embargo, este tipo de artistas no son los más frecuentes.

Por lo general, como el chamán, el artista es la persona a través de la cual discurre algo profundamente humano, con lo que conectamos gracias a la imaginación. El artista es alguien especialmente sensible capaz de captar y/o interpretar una serie de mensajes cifrados en el sentir y el pensamiento humano. El artista da cuerpo a estos mensajes, los hace entendibles para el resto de las personas. Lo definió Rimbaud cuando dijo que el poeta es el que debe alumbrar la nueva sensibilidad de cada momento, el que abre horizontes. El verdadero artista es contrario a la ortodoxia y al dogma: la creatividad es aquello ingobernable capaz de marcar nuevos caminos, más allá de los que ya están trazados. 

Detalle Copia

Detalle Copia

Usted ha dicho que un artista tiene que ganar lo mismo que un maestro. 

–Esa frase la haría extensible a muchos otros oficios: deportistas, empresarios, banqueros… No pueden existir desfases tan desmadrados entre sueldos. Si los hay es porque son la expresión última del sistema en el que vivimos, basado en la sobreacumulación de unos pocos y el desarraigo de la masa. Este sistema no hace feliz ni a unos ni a otros. Por lo que se refiere al artista, la construcción histórica de su arquetipo a lo largo de los siglos ha ido legitimando la idea de que tiene un valor superior al resto y, por tanto, debe formar parte de ese juego vicioso de las élites y del acaparamiento de dinero. Para mí poder vivir de algo que me hace feliz, y que comparto con los demás, ya es un logro. Ningún éxito económico va a ser más gratificante que disfrutar con mi trabajo y ser reconocido. No hay mayor prestigio que el aprecio que recibes de la gente con la que compartes tu trabajo. La cuestión no es acumular, sino poder ganarse la vida y, para ello, basta un sueldo medio, el sueldo de un maestro. 

En una viñeta se burlaba de cómo el mercado del arte contemporáneo vende humo a precios desorbitados. 

–Cualquiera que conozca cómo funciona el mercado del arte y sepa algo de la historia sabe que vivimos en una falacia, en una fantasía. La mayoría de las obras que entran en estos circuitos mercantiles, sean públicos o estatales, no lo hacen por una cuestión estética, puesto que lo que importa es el flujo de dinero antes que el valor artístico. El arte tiene hoy un componente mercantil y, por tanto, la capacidad de fluctuar de valor de un modo loquísimo. Que el arte contemporáneo siga existiendo y siga siendo valorado reside en este tejemaneje de organismos públicos e instituciones privadas –museos, galerías, fundaciones– que especulan económicamente con él. Si toda esta especulación desapareciera, lo harían también todos los espacios reservados para el arte contemporáneo. A la gente le importa muy poco lo que sucede en el campo artístico. La gente está viendo Netflix o entreteniéndose con videojuegos. La función que cumplía el arte en otras épocas se ha desvanecido. Lo que llamamos arte contemporáneo hoy es algo que no tiene impacto en la población. Es una vía muerta que se mantiene con vida por un tema de flujos económicos del que participa solo una élite. 

El ilustrador Miguel Brieva / YOLANDA CARDO

El ilustrador Miguel Brieva / YOLANDA CARDO

El cómic, desde su origen, siempre ha tenido arraigo popular. Ahora asistimos a una revalorización del género. 

–Soy amante del cómic desde que era un niño. Estudié Bellas Artes y, en un primer momento, influenciado por lo que me enseñaban en la facultad, aspiré, pues me parecía lo lógico, a formar parte del mundo del arte. Sin embargo, el roce con este mundo me despertó un cierto rechazo, en parte porque me sentía partícipe de un circuito artístico que creía y creo corrupto. Me di cuenta de que yo provenía de la fascinación por las narraciones ilustradas y las viñetas, a las que decidí volver porque son mi territorio natural, donde me siento cómodo.

El ensalzamiento del cómic a través de ese artefacto llamado novela gráfica y su consecuente proceso de dignificación cultural nos ha conducido a una situación curiosa: por un lado, el cómic se ha liberado de las ataduras que tenía cuando formaba parte de una industria de entretenimiento de masas y, por tanto, ahora un dibujante es más libre desde un punto de vista creativo. Por otro lado, hay un movimiento de apropiacionismo y de dignificación que la gente que nunca hemos tenido complejos no necesitamos. Sabemos dónde está el cómic, sabemos que es de origen humilde y modesto y que es en este origen donde radica su valor y su fuerza frente a otras formas creativas más vistosas, como puede ser el arte audiovisual, pero también más atadas por la exigencia de rentabilidad. 

¿Cómo ha sido su trabajo como ilustrador del Diccionario del franquismo de Manuel Vázquez Montalbán? 

–Yo siempre he sido muy admirador de Montalbán, si bien desconocía este libro, que estaba descatalogado desde hacía mucho tiempo. Me parece fundamental para una sociedad tener presente la memoria de lo que ha ocurrido y saber qué nos ha llevado a estar dónde estamos. Negar el pasado es un mal comienzo para cualquier presente. El Diccionario del franquismo está escrito justo después de la muerte de Franco, en los comienzos de la Transición. Es un documento muy vivo no sólo de la retórica del régimen, sino de los personajes y tecnócratas que formaban parte de él. Lo que he intentado hacer con mis dibujos es traer el franquismo tal y como lo retrataba Vázquez Montalbán al presente y hacer que dialogue con la actualidad.

Creo que, al poner a dialogar el mundo actual, tan colorido, tan tecnológico y fashion con la pobreza y la grisura de aquel régimen, podía proponer una nueva lectura tanto del presente como del pasado. Me parecía que este gesto podía ser interesante, sobre todo teniendo en cuenta que estamos viviendo un rebrote neofranquista de la mano de personas que defienden un cierto revisionismo histórico. Esta gente que intenta revalorizar los años de dictadura no tiene ni idea de lo que está hablando y de lo que realmente fue el régimen.