La coktelería Boadas, en Barcelona / boadacoktails.com

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Letras

Serás la camarera de mi amor

María Dolores trataba igual a todos los clientes, a los de toda la vida, los comunistas finolis y los rockeros que redescubrían las alegrías etílicas de sus padres

13 enero, 2020 00:00

La coctelería Boadas sigue abierta en el número 1 de la calle Tallers, al lado de la Rambla, pero uno ya no la frecuenta porque se retiró de la bebida y porque su camarera favorita y dueña del establecimiento, María Dolores Boadas, falleció en 2017 a los 82 remojados años. Para mí siempre fue esa camarera de mi amor a la que cantaba Jordi Farràs, en arte La Voss del Trópico, entre hipidos beodos y gallos considerables. Digámoslo claro: María Dolores era una señora adorable que tenía una sonrisa para cada cliente y, si insistías, un poco de conversación. Nunca la vi borracha, pero era evidente que practicaba una ingesta de mantenimiento: siempre tenía una copa a mano y, de vez en cuando, se daba la vuelta para echar un traguito, muestra de discreción condenada al fracaso porque la podías ver perfectamente en el espejo que había detrás de la barra tomando su medicinal dosis de alcohol.

Boadas fue fundada en 1933 por el padre de María Dolores, el cubano --con padres de Lloret-- Miguel Boadas, gran introductor de los cócteles en Barcelona y amigo de quien hizo lo mismo en Madrid, Perico Chicote. Cuando yo empecé a frecuentar el establecimiento, ya se me habían adelantado los militantes del PSUC, iluminados por Manuel Vázquez Montalbán, quien los había convencido de que la lucha de clases era perfectamente compatible con una cogorza elegante. A ellos nos sumamos los moderniquis de la transición mientras unos y otros compartíamos el espacio con los señoriales bebedores de toda la vida, que iban abandonando la barra uno tras otro por cuestiones biológicas (ustedes ya me entienden). Aunque era muy pequeño, en Boadas siempre se cabía. María Dolores trataba a todo el mundo igual de bien, pero si te veía aparecer con una chica adoptaba un aire de alcahueta humanista, te sonreía de una manera especial, valoraba con la mirada a tu acompañante y, sin verbalizarlo, te deseaba que tuvieras suerte esa noche.

La hija del cubano se había hecho con las riendas del establecimiento a la muerte de don Miguel Boadas en 1967. Y ahí estuvo, al pie del cañón, hasta que Dios quiso, siempre sonriente, siempre alegre, siempre muy maquillada y siempre dando sorbitos a su mejunje del momento de cara al espejo. Si aparecías solo, obedeciendo únicamente al deseo de beber en un entorno acogedor, adoptaba un aire vagamente maternal, cruzaba unas cuantas frases contigo y te dejaba en paz, sin preguntarte si te habías salido con la tuya la otra noche con aquella chica a la que no sabías si aprobaba o no.

María Dolores estaba tras una barra de Barcelona como podría haber estado en una de La Habana, Buenos Aires, París o Manhattan. Yo creo que su patria era el minúsculo local fundado por su padre en 1933, pues nunca la oí hacer ni el más mínimo comentario político. El prusés la pilló ya muy mayor y se libró de nuestra tabarra favorita, que probablemente le hubiese importado un rábano. Cantinera mayor de Barcelona, ella estaba para echarnos de beber, solos o acompañados, y nos trataba igual a todos los clientes: los de toda la vida, los comunistas finolis y los rockeros que redescubrían las alegrías etílicas de sus padres en la Barcelona post Franco y pre Pujol que tan poco duró, pero tanta diversión nos proporcionó.