Una escena de 'El sol del membrillo', de Víctor Erice

Una escena de 'El sol del membrillo', de Víctor Erice

Artes

El sol del membrillo

El Círculo de Bellas Artes de Madrid presenta en sociedad la nueva copia digital en 4K de la mítica película de Víctor Erice sobre el pintor Antonio López

29 mayo, 2019 00:00

Tuvimos la suerte de pasar de manera furtiva por Madrid a costa de Antonio Drove –al que curiosamente se acabó citando, gracias a su sano interés por Velázquez– y asistir a un enjundioso coloquio, en el Círculo de Bellas Artes, como colofón al pase de la nueva copia digital en 4K de El sol del membrillo. Un événement, que dirían los franceses, al que siguió la distendida charla entre Víctor Erice y Paulino Viota conducida por Manuel Asín y en presencia de un Antonio López camuflado entre una audiencia felizmente caracterizada por la juventud y llevada por la admiración.

Sobre la nueva copia y versión de la película, que cuenta con cinco minutos menos de metraje (se pierden, para engrandecer la presencia real y simbólica de Enrique Gran, algunas secuencias de extras auxiliares alrededor del membrillero; también otros momentos breves y conmovedores como el plano de la limpieza de los pinceles), podemos decir que la digitalización, al resaltar los contrastes materiales entre las secuencias videográficas y cinematográficas, subraya el trance melancólico de aquella coyuntura de filmación, reforzando uno de los subtextos de la película: la fotografía y el cine, viejos compinches en el acoso y derribo de la pintura, se alineaban ahora junto a la víctima en una especie de frente común contra el vídeo, que se disponía a relegarlos a las estrechas dimensiones de un patio a la espalda de la ciudad, de la atención mediática.

Pero si los colores de la restauración, que circunscribe el pálpito del grano fotoquímico y lo confronta con el hiperrealismo del vídeo y su inclinación registradora, remarcaban la deuda con Godard y con la (auto)reflexión de un cine ya ahíto en las postrimerías del siglo que lo vio nacer, cuando terminó la proyección y aparecieron los protagonistas de la velada, pronto se hizo notar que el paso del tiempo, amén de ensanchar distancias y profundizar heridas, también soportaba el agradecimiento por la suerte de haber vivido y la posibilidad de recordar a los ausentes.

Erice, que puso en escena a Frankenstein en El espíritu de la colmena cuando nadie le recomendaba dar a ver al monstruo y, al final de El sol del membrillo, reincidió en el clima siniestro de un inhumano circuito cámara-foco en la pesadillesca documentación de la putrefacción de la fruta, compareció sobre todo para hablar de la deuda con los que ya no estaban –la presencia beatífica de Enrique Gran– y celebrar aquella oportunidad de acompañar al pintor y a su familia que tan generosamente le dejaron participar de su cotidianidad e intimidad creadora. 

Enrique Gran y Antonio López en 'El sol del membrillo'

Enrique Gran y Antonio López en 'El sol del membrillo'

Enrique Gran y Antonio López en El sol del membrillo.

Podríamos llamar a esto las recompensas del embalsamamiento, ambigua bondad del invento de los Lumière, que para las almas sensibles siempre fue un inmisericorde Jano, custodio bifronte de la puerta que se abre a la fascinación, pero también de aquella que da paso al temor y al rechazo. El sol del membrillo sigue siendo ese milagro arrancado a los imponderables del rodaje como incierta aventura, y en ella el cine, ese niño que envejeció demasiado deprisa (como lo definió Erice durante el coloquio), pasando en sus primeros cien años por todas las etapas que las demás artes tardaron siglos en transitar, se muestra exangüe pero lo suficientemente humilde como para intentar una renovada alianza con la pintura.

Un reverdecimiento de las viejas artes en el que ambas recuperan ecos y pasajes (paradojas de lo móvil y lo inmóvil, del juego entre presencia y ausencia que establece el todo con las partes) y despliegan su energía representativa, el suplemento que se añade sobre lo real para, agujerando realismos y verosimilitudes, reconocer las experiencias primordiales (vida, muerte, sueño) que nos igualan.

Al hilo de todo esto, al volver a ver El sol del membrillo, otra resurrección asalta, la del recientemente desaparecido Paul Virilio, ante una escena fugaz que ahora me interrogó como antes nunca lo había hecho. La provoca el fuerte ruido en off de un avión que atraviesa el cielo, seguido de un cambio de plano sobre el patio de la casa en el que se yergue el membrillero, y donde, al hilo de las informaciones de la Guerra del Golfo con las que la radio puntúa el film, casi temí que cayese una bomba.

A principios de los 90 el cine aflojaba su alianza con la guerra, cuya noche de fantasmagorías verdosas se transmitía vía satélite por televisión e iniciaba, relegado por las nuevas herramientas audiovisuales, una titubeante etapa posbélica (y al margen de las verdaderas esferas del poder) que desde entonces marca su genética. Ya no podría, como aún consiguiera de mano de aquellos anónimos operadores de la Segunda Guerra Mundial, salvar lo real; melancólico alivio para ese Mago de Oz de la muerte del cine cuya voz rasposa le susurraba al micrófono su particular gorigori en la contemporánea preparación de las Histoire(s) de Cinéma

Cartel de la proyección de 'El sol del membrillo' en el Círculo de Bellas Artes.

Cartel de la proyección de 'El sol del membrillo' en el Círculo de Bellas Artes.

Así, El sol del membrillo va, entre otras cosas, del cine desterrado al patio de la casa. Y la promesa que trae consigo (que nos sigue trayendo) es la de una reanudación. Al igual que Antonio López retoma el proyecto de pintar el membrillero después de un verano en el secarral del Cerro Almodóvar, Erice reúne las máquinas del cine alrededor del artista para ensayar imágenes y sonidos –recrear un nuevo mundo con los materiales de la vida– que, reflejando la manera de trabajar de López, terminen por traducir, para el medio cinematográfico, las implicaciones de sentido aparejadas a esa forma de entender el arte y lo que lo rodea e inspira.

Como bien advertía durante la feliz resaca de la proyección el preclaro Paulino Viota, este diálogo entre cine y pintura a orillas de la sociedad se propone a partir de la ductilidad del par documento/ficción, un contraste habitado por secretas semejanzas que explican la necesidad de trascender lo real camino del mito y reúne a ambos artistas en esa senda que Santos Zunzunegui definió en su día como un “deseo de clasicismo”.

Viota, precisamente uno de los grandes expertos patrios en ese modelo de representación, se entusiasmaba ante las rimas y suturas de la película, ante el potencial de su sólida arquitectura. Y recurriendo a El río de Renoir o a Ozu fue capaz de iluminarnos sobre las supervivencias clásicas que aquí se operan, cómo y con qué economía de medios se dibuja una comunidad humana y se la somete tanto al frágil aleteo de la vida como al vislumbre de la futura y segura desaparición, la exposición a esa luz “que todo lo convierte en metal y ceniza” de la que habla López en el sueño primigenio; rayo siniestro y artificial que el clasicismo recondujo para forjar la fotogenia de sus estrellas y atenuar las sombras sobre sus parábolas utópicas.

Víctor Erice durante el coloquio /BEATRIZ MARTÍNEZ HIJAZO

Víctor Erice durante el coloquio /BEATRIZ MARTÍNEZ HIJAZO

Víctor Erice durante el coloquio / BEATRIZ MARTÍNEZ HIJAZO

Esta reminiscencia de lo clásico, momento del cine que, como explicara Deleuze, respondió más bien a una caída, a un extraño edificio de categorías a modo de paréntesis en el siglo del maquinismo acelerado y desencadenado, también se hace sentir en El sol del membrillo por la atención al trabajo, al oficio, a la paciente artesanía que relaciona al pintor con el cineasta y a estos con los albañiles del Este inmersos en la rehabilitación de la casa.

La labor trae consigo otros frutos, los del conocimiento, objetivo del cine según Erice, recompensa por la que merece la pena poner su pesado engranaje burocrático en marcha. El propósito se cumplió, y aquí siguen estas notas sobre la pintura de López reveladas por el cine, como en su día Bresson, otrora pintor, dejara sobre papel las suyas alrededor del cinematógrafo: una guía austera, a contracorriente, nítida y misteriosa al mismo tiempo, escrita desde una soledad que desde aquellos años no ha dejado de abrirse a los demás.